Pobres de horizontes ante los pobres
Tras años sin estadísticas, el Indec difundió datos que dejaron al Gobierno ante el desafío, que es también de la sociedad, de contener las necesidades inmediatas de casi un tercio de la población mientras se encaran las reformas estructurales necesarias
El reciente informe que presentó el Indec sobre el porcentaje de pobres en el país ha llevado a que la pobreza ocupe los principales titulares de todos los diarios, desplazando incluso a los más escénicos dragones con caja fuerte y bolsos con millones de dólares. Más allá de que el Presidente recogió el anuncio en persona para ubicar a la pobreza dentro de la herencia recibida y que su gestión sea juzgada a partir de esa tasa, su intervención dio aún más espacio al tema. Esto nos pone a los argentinos frente a la oportunidad de hacernos cargo de este drama. Claro, nada nos exime del riesgo de que nos rasguemos las vestiduras hoy, pero en poco tiempo dejemos que nuevos escándalos tapen esta realidad sin que hayamos hecho algo verdaderamente relevante al respecto.
Según el Indec, un tercio de los argentinos viven en la pobreza. Para calcular este índice, el organismo toma primero una muestra de la población, que para el segundo trimestre de 2016 fue de 26.090 viviendas. Establece luego el valor de la canasta básica alimentaria (CBA), que se amplía a la canasta básica total (CBT), agregando un valor adicional por otros bienes y servicios, como vestimenta, transporte, etc. Por último, compara el valor de la CBT de cada hogar, según su cantidad de miembros, género y edad, con el ingreso total familiar declarado en la encuesta en ese hogar. Si el ingreso es inferior al valor de la CBT, se considera que el hogar y los individuos que lo componen se hallan por debajo de la línea de pobreza. Es decir, se trata de una medición de la pobreza según el ingreso del hogar que declaran los encuestados. La realidad podría ser aún peor si tuviéramos en cuenta que la pobreza se relaciona con múltiples factores y no sólo con la insuficiencia de ingreso. Muchas familias alcanzan el ingreso para cubrir su CBT, pero viven de todos modos en la pobreza, por ejemplo por problemas de vivienda y hábitat. Una familia hacinada y sin acceso a la salud en el monte santiagueño vive en la pobreza por más que alcance a cubrir su CBT. Otra familia que habita una casilla sobre un basurero del conurbano vive en la pobreza aunque la estadística pueda indicar lo contrario.
Más allá de que la cifra podría ser mayor si atendiéramos a estos otros factores, aceptar que un tercio de la población no tiene ingresos suficientes y que un 5% de ella está inmersa en la indigencia debería llevarnos a cuestionarnos qué hemos estado haciendo. Desde el retorno de la democracia hasta la fecha, hemos confiado la mayor parte del tiempo en dos recetas que resultaron, cuanto menos, insuficientes. La primera, alentada por la ola neoliberal en América latina, ha sido esperar el efecto derrame. Quienes nos animaban a aguardar ese efecto sostenían que el crecimiento de sectores específicos terminaría produciendo mayor inversión y mayor empleo. La crisis de 2001, que dejó un cuarto de desempleados y a la mitad de la población sumida en la pobreza, terminó mostrando a los argentinos que no debían seguir esperando ningún derrame.
La situación actual también se explica por este fracaso, que arrojó a millones de argentinos a una pobreza estructural de la cual es difícil salir. La segunda receta, siguiendo esta vez lo que se hacía en una América latina más volcada hacia el distribucionismo, ha sido transferir ingresos a los pobres. Las moratorias previsionales, la Asignación Universal por Hijo, el plan Argentina Trabaja y otros programas transfieren ingresos a los más necesitados para que puedan acceder a bienes básicos. Esta política permite a los pobres consumir y satisfacer sus necesidades más urgentes. Incluso desde el punto de vista de la pobreza medida por ingreso, muchos, gracias a estos programas, dejan de ser pobres según ese unidimensional índice.
El límite está en que, como decíamos, la pobreza no es sólo un problema de ingresos, sino también de factores estructurales. La mera transferencia de ingresos, aunque ayude a paliar la urgencia, no modifica las causas estructurales. Los niños que crecen cartoneando no tienen un futuro fuera de la pobreza sólo porque sus padres cobren la AUH. Los jóvenes que no terminan el secundario ni tienen capacitación laboral alguna difícilmente dejen de ser pobres porque se transfiera ingreso a sus hogares. El ingreso no es una solución a la falta de perspectivas y posibilidades reales en la vida.
Como no se puede dejar sufrir hambre en nombre del largo plazo y los presupuestos son limitados, los políticos optan por remediar la urgencia y asegurar la gobernabilidad. La necesidad de corresponder a la urgencia posterga las respuestas estructurales de largo plazo. Si a esto se le suma que la transferencia de ingresos produce resultados electorales favorables, no cuesta entender que los pobres sigan accediendo a servicios y bienes públicos de baja calidad.
El desafío es entonces enorme, porque, sin dejar de contener socialmente, hay que desarrollar los bienes y servicios públicos hoy claramente deficientes. La transferencia de recursos hacia los más pobres no tiene que ser menor, sino mayor, y el resto de la sociedad tiene que afrontar ese costo. Sin una inversión heroica en educación, salud, capacitación laboral e infraestructura básica, la pobreza se continuará reproduciendo. Basta como ejemplo el conurbano bonaerense, que concentra en el 0,25% del territorio alrededor del 40% de los pobres del país con una estructura sanitaria claramente insuficiente, un gran déficit de redes de cloacas y agua potable y con más de la mitad de sus jóvenes sin finalizar el secundario en tiempo y forma.
Cuatro ejes de inversión estructural son fundamentales: la atención materno-infantil, la estructura sanitaria, la educación y la capacitación laboral. Aunque no sean suficientes, todos ellos hacen a condiciones necesarias para superar la pobreza. Sin un fuerte desarrollo de estos ejes, aunque llegue la anunciada lluvia de inversiones, un amplio sector seguirá en el desierto. Necesitamos una reactivación económica, pero también preparar a quienes quedaron excluidos para que puedan reinsertarse; de otro modo, arrancará la locomotora con los primeros vagones dejando atrás a los que no estaban enganchados.
Manteniendo excluidos a amplios sectores, la sociedad seguirá avanzando a los tumbos entre conflictos. La insensibilidad y la ineficiencia nos han llevado a todos, especialmente a los más pobres, a vivir una realidad que no es la que deseamos. Con un tercio de pobres nadie vive en el país que quiere, ni ricos ni pobres. ¿O acaso alguien puede pensar que el cartonero que empuja un carro 12 horas al día está en el país que quiere porque cobra 882 pesos mensuales por hijo por AUH? Sólo entendiendo que la Argentina nos ha sido dada a todos, y con mayor sacrificio por parte de quienes más riqueza y poder tienen, podremos realizar las inversiones necesarias y avanzar hacia el país que todos queremos. ¿Estaremos dispuestos a las renuncias que esta empresa requiere?
Sacerdote jesuita, doctor en Ciencias Políticas y director del CIAS (Centro de Investigación y Acción Social)