
Por acción y omisión
José Miguel Onaindia Para LA NACION
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Los derechos humanos y las normas constitucionales que organizan nuestras instituciones pueden ser violadas o alteradas por actos y por omisiones de autoridad pública o de particulares. Si bien ambas prácticas abundan en nuestra realidad, la inacción del poder público por incumplimiento de mandatos constitucionales es una de las causas de mayores atropellos a los derechos de los habitantes y a la correcta forma de gobierno.
En la redacción del decreto de necesidad y urgencia que ha provocado esta inesperada crisis veraniega, se han cometido ambas prácticas, porque el sistema constitucional ha quedado violado por un acto del Poder Ejecutivo y su gabinete (DNU 2010/09), y por una omisión tanto o más grave que el decreto: la ausencia de convocatoria al Congreso para que ejerza el control que la Constitución impone.
Es bueno recordar que el reconocimiento de potestades legislativas al Presidente fue una de las cuestiones que más dividió la opinión frente al proceso de reforma constitucional en 1994. La Constitución histórica no contemplaba ninguno de los institutos que allí se incorporaron (decretos de necesidad y urgencia, entre ellos). Su génesis se produjo por decisión del Ejecutivo en el transcurso de la accidentada vida institucional del siglo XX, legitimada luego por la jurisprudencia. En el período previo al proceso de reforma constitucional se había intensificado notoriamente el ejercicio de esta facultad. Es innegable que esta atribución, inexistente en la Constitución formal, tenía vigencia en la realidad política. Sin embargo, su uso había recibido fuertes críticas, no sólo desde la oposición sino también desde diversos sectores de la doctrina.
Más allá de estas posiciones, siempre debe advertirse que el reconocimiento de esta facultad implica las transferencia de funciones propias del Congreso al Poder Ejecutivo. Se reemplaza la voluntad plural del órgano de representación popular, por la voluntad única de quien ejerce la presidencia de la Nación.
Los decretos de necesidad y urgencia son leyes dictadas por el órgano ejecutivo en determinadas circunstancias. Dado que los emite el Presidente, son decretos, que es la forma de expresión de la voluntad de este órgano de gobierno. Pero por su contenido, son leyes. Esa circunstancia ha determinado la resistencia de vastos sectores de opinión a la regulación constitucional de esta facultad, puesto que implica el reconocimiento de un avance del Ejecutivo sobre funciones propias del Legislativo.
Esta excepcional facultad presidencial, para que no signifique una violación al principio de separación de poderes, que en la forma de gobierno presidencialista tiene una connotación muy importante por el tipo de relaciones que se establecen entre los diversos órganos de gobierno, debe estar sometida a requisitos muy estrictos y, como toda facultad excepcional, debe interpretarse con carácter restrictivo.
El constituyente impone límites objetivos para el ejercicio de esta potestad, que deben darse en forma conjunta:
a) imposición de dos causales objetivas conjuntas (necesidad y urgencia);
b) exclusión de materias determinadas para su contenido (penal, impositiva, electoral y partidos políticos)
c) cumplimiento de requisito formal esencial: refrendo de todo el gabinete;
d) control posterior por la Comisión Bicameral Permanente y por el plenario de cada Cámara.
La omisión presidencial de convocar al Congreso para que se expida en forma inmediata sobre la ratificación o rechazo del decreto dictado, cuatro días después de clausuradas las sesiones de prórroga (como lo exige el art. 99 inc. 3ro. de la Constitución) constituye una inactividad que incumple claramente una norma constitucional y viola las facultades propias del Parlamento y configura la causal de inconstitucionalidad por omisión, que, según el art. 43 de la Constitución Nacional, habilita al ejercicio de la acción de amparo. En este caso, tanto a los legisladores, que ven cercenadas sus facultades propias y el cumplimiento del mandato otorgado por la ciudadanía, como por los habitantes, que vemos en peligro el ejercicio de los derechos humanos esenciales que la Constitución y los Pactos Internacionales de Derechos Humanos consagran.
No podemos olvidar que el principio de la división de los poderes no es una mera distribución de las funciones del Estado para su más eficiente desempeño y mejor rendimiento, sino que es la garantía genérica del ejercicio de los derechos humanos por sus habitantes. Con los datos antes expuestos, vemos que esta distribución no se cumple y el consentimiento de esta situación atenta contra la vigencia del Estado de Derecho, porque las normas que regulan nuestra convivencia y el ejercicio de los derechos humanos de la población no son fruto del debate entre las fuerzas representativas de la sociedad, sino de la decisión de la mayoría transitoria y de la presión que sobre ella siempre pueden ejercer más eficazmente los grupos corporativos para satisfacer sus intereses de sector y no el bien común.



