Por qué los clásicos son inoxidables
Aunque no los veamos, aunque no los leamos, los clásicos siempre están. En estas semanas uno de ellos, Antígona, volvió a ser noticia en Europa por una puesta alemana (Die Drei Leben der Antigone) basada en la versión personal que de él dio a conocer editorialmente hace un par de años el inagotable Slavoj Žižek. El filósofo esloveno canibalizó la obra de Sófocles para declararse infiel al original y darle un giro inédito. Como se recordará, Antígona busca enterrar a uno de sus hermanos muertos, Polinices, al que el rey de Tebas, Creonte, prohíbe dar sepultura por no haber ayudado a la ciudad. Antígona representa –así tendió a interpretarla el siglo pasado– la resistencia al Estado. Pero, sugiere Žižek, ¿y si no tuviera por qué ser así? La apropiación más famosa sigue siendo la pieza de Jean Anouilh, que fue estrenada durante la Segunda Guerra Mundial, en una Francia ocupada. Pero como subrayó alguna vez Jan Kott, para un espectador griego del siglo de Pericles, Antígona, al contravenir la ley de la comunidad, debía verse como una desequilibrada. Pero también esa visión podría encontrar objeciones: ¿de verdad el coro la ve así? De Antígona algún espectador memorioso recordará una memorable puesta de Alberto Ure en el San Martín, en que Creonte iba vestido de militar moderno.
Los clásicos –no solo los grecolatinos– están, podría decirse, más allá del bien y del mal. Los trabajos más eruditos pueden explicarnos de manera insoslayable cómo funcionaban en su época, pero su vitalidad reside en cómo funcionan en la nuestra. Dante y Shakespeare, recuperados por los románticos, muestran que también pueden ser canonizados tardíamente.
No todo es literatura por lo demás. El cine supo aprovechar la potencia latente de muchas de esas obras. En Trono de sangre y Ran, Akira Kurosawa dio su versión medieval, pero oriental, de las tenebrosas ambigüedades de Macbeth y de El Rey Lear. En los años noventa, Richard Loncraine abrió un nuevo horizonte al ponerle trasfondos nazis a Ricardo III y hacerlo exclamar a Ian McKellan su famosa frase ("Mi reino por un caballo") cuando montaba un jeep atascado que se negaba a arrancar.
Italo Calvino es uno de los que se entregó a pensar el dilema de esos libros que todos creemos conocer incluso sin haberlos abierto nunca en "Por qué leer los clásicos". Lo hace mezclando ironía y seriedad, razonando deductivamente algunas definiciones. La primera dice: "Los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir: ‘Estoy releyendo’ y nunca ‘Estoy leyendo’". La frase, que no aplica a la juventud, es sarcástica, porque, ¿a qué lector incluso omnívoro no le queda algún clásico fuera del tintero?
Calvino escribía a comienzos de los años ochenta, pero como en muchos de sus ensayos su reflexión apuntaba al siglo que ya veía asomar en el horizonte (o incluso más allá si nos atenemos a Seis propuestas para el próximo milenio). "Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone", dice el último apotegma. Y agrega: "Leer clásicos parece estar en contradicción con nuestro ritmo de vida, que no conoce los tiempos largos, la respiración del otium humanístico y también en contradicción con el eclecticismo de nuestra cultura que nunca sabría confeccionar un catálogo de los clásicos que convengan a nuestra situación".
Puede resultar sorprendente que un lector prefiera dedicar tiempo a una reversión –la de Orgullo y prejuicio con zombies, por ejemplo– en vez de a la novela que escribió la propia Jane Austen, como puede ocurrir en la actualidad, pero ese signo trivial de época también habla de la inoxidabilidad de los clásicos, de nuestra pobreza para seguirles el paso y leerlos con la pasión que se merecen. Tal vez a las precisas definiciones de Calvino se le pueda agregar una última, bien contemporánea: "Clásicos son aquellos libros que, por mucho que se los rescriba o manipule, siempre obligan a volver al original".