¿Quién representa a los colectiveros de La Matanza?
El poder se habla a sí mismo o a una franja social ideologizada y a sectores que, de alguna manera, dependen del Estado; el silencio del Presidente y su vice hace ruido
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¿Quién representa hoy a los colectiveros de La Matanza? La pregunta se desprende de otra más amplia: ¿quién interpreta a los ciudadanos que se levantan todos los días para ir a trabajar, que sueñan con progresar a través de su propio esfuerzo y que tienen una familia, una casa y una vida que cuidar? El interrogante podría formularse de una manera aún más abarcativa: ¿quién representa, en la Argentina de hoy, al hombre y a la mujer comunes?
Los hechos conmocionantes de esta semana instalan en la escena pública ese interrogante crucial. Y exponen el enorme peligro que amenaza nuestro futuro. Si la política abandona a ese ciudadano, lo deja desprotegido, se desentiende de sus demandas y sus angustias, ¿hacia dónde lo está empujando? ¿A qué callejón lo lleva el cóctel de frustración y desamparo? En la respuesta aparece el riesgo del atajo y de los movimientos “antisistema”; aun del salto al vacío que representan los liderazgos mesiánicos y autoritarios, como el que simboliza Nayib Bukele en El Salvador. Son peligros que no surgen de la nada: se alimentan desde el poder con una mezcla de indolencia, insensibilidad y negligencia. Son peligros que se montan sobre la legítima indignación de una franja social que siente que el Estado la ha dejado a la intemperie.
El domingo pasado, el Presidente se sentó delante de un presentador radial para una conversación amable que duró más de dos horas. Habló de sí mismo, de su espacio político, de su antecesor (para culparlo de todo), de Cristina Kirchner (para intentar agradarle), de su pasado militante, de sus viajes y sus pasatiempos. En ningún tramo de esa extensa presentación apareció siquiera una referencia a la inseguridad o a las desventuras cotidianas de las familias argentinas. Si un colectivero de La Matanza se hubiera tomado el tedioso trabajo de escuchar la charla completa habría sacado una inapelable conclusión: “El Presidente no habla de mí”.
Puede parecer un recorte arbitrario, pero expresa una fractura profunda: el poder se habla a sí mismo o les habla a una franja social ideologizada y a sectores que, de una manera o de otra, dependen de los recursos y los favores del Estado. ¿Qué lugar ocupan el hombre y la mujer comunes en la agenda del oficialismo? Enfrascado en la obsesión por permanecer, el poder no los representa; ni siquiera los registra.
El ruidoso silencio del Presidente y de la vicepresidenta sobre los hechos de La Matanza confirma la enorme dificultad que tienen los gobernantes para conectarse con las angustias de la sociedad. El disparate de ver detrás del crimen del colectivero un complot o una “mano negra” de la política no solo confirma la imposibilidad de descifrar la realidad, sino tal vez algo más peligroso: el extravío del sentido común; la inclinación a verlo todo con un prisma distorsionado en el que los fantasmas del poder nublan hasta la capacidad de razonamiento y de interpretación de los hechos.
La lógica política se ha ido apartando de un modo cada vez más acentuado de las demandas ciudadanas. Cuando se elige a un candidato (como pasó nada menos que con el Presidente), no se piensa en alguien que conozca el “mundo real”, sino que se presuma hábil en la “rosca política” o el lobby palaciego. No se buscan líderes, sino operadores; no se valora el talento, sino la obsecuencia. Así, la política está dominada por quienes han vivido refugiados en los confortables pliegues del Estado, encapsulados en una suerte de “mundo oficial” donde rotan, desde hace décadas, entre distintas poltronas y despachos, puestos a dedo o subidos al furgón de las listas sábana, sin que ni siquiera se exija una calificación determinada, ni mucho menos una especialización: hoy se puede ser subsecretario de Transporte; mañana, administrador de Río Turbio; pasado, diputado, y más tarde, interventor de obras sociales o viceministro de Diversidad. En esa órbita gira también la burocracia sindical, manejada por millonarios completamente distanciados de lo que representa un oficio.
En esa calesita del poder, muchos pierden el sentido de realidad. Viven en una burbuja en la que todo pasa por la política partidaria. Se alejan cada vez más del universo cotidiano del ciudadano de a pie. No conocen las penurias de abrir y administrar un pequeño comercio, de tomarse un colectivo a la madrugada o de viajar en tren en hora pico. Se acostumbran a vivir con choferes, secretarias y asistentes. Ven muy de lejos la tortuosa realidad cotidiana de familias desguarnecidas frente a la inseguridad y amenazadas por la anomia en las ciudades. Les cuesta interpretar la angustia de las parejas que tienen que alquilar su primera vivienda o la impotencia de los automovilistas que quedan atrapados en la maraña de “acampes” y piquetes. Encasillan al que produce, al que trabaja en el campo y al que montó su propia pyme en un esquema de prejuicios ideológicos. Nunca se van a atender a la guardia de un hospital público ni mandan a sus hijos a una escuela colonizada por el sindicalismo docente. No saben lo que es hacer una cola, ir a denunciar algo a una comisaría o meterse en el laberinto de un trámite burocrático.
Todo eso forma parte de una realidad que el poder apenas sobrevuela. Hay una expresión de la jerga política que resulta muy reveladora: hablan de “bajar al territorio”, que significa algo así como “ir a ver qué pasa en el subsuelo”. Es una expresión que debería interpretar un psicólogo, pero no hay que ser especialista para intuir que alude a una suerte de “excursión al mundo real”, del que la dirigencia, evidentemente, no se siente parte. El poder maneja un lenguaje propio, intoxicado de eufemismos y de negaciones, y practica una retórica estrafalaria dirigida a grupúsculos y minorías. Cultiva una pose pseudoprogresista cada vez más alejada de la idiosincrasia y de la realidad del hombre y la mujer comunes.
Hay un sector de la clase media trabajadora que se siente marginado por la cultura gobernante. Es un sector que ha confiado en liderazgos democráticos de uno u otro signo, pero que ahora acumula desencanto y frustraciones. Les ha temido a los saltos al vacío porque todavía tiene algo que cuidar. Hoy está peligrosamente cerca de sentir que nadie lo representa. Se resiste a la cooptación y al sometimiento porque conserva la autonomía y la rebeldía del ciudadano. Quiere trabajar, ayudar a sus hijos a construir una oportunidad y vivir en paz. Lo único que pide es que no le metan la mano en el bolsillo, que lo defiendan del narco y de la delincuencia y que no se la hagan tan difícil cuando sale de su casa. Reclama algo que, desde su propia nube de ideologismo, el poder ha estigmatizado: una noción de orden. Y una valoración del esfuerzo y la decencia ciudadana.
La angustia social no se aplaca con dádivas y subsidios. Exige comprensión, sensibilidad y una gestión seria y profesional del Estado. Es una angustia que debe ser descifrada e interpretada, y para eso el poder debe salir de su cápsula de internismos, opacidad, privilegios e imposturas ideológicas.
La marginación de ese actor social que de algún modo representan los colectiveros de La Matanza entraña un riesgo de imprevisibles consecuencias. Puede derivar en estallidos violentos o en la aparición de liderazgos anárquicos y autoritarios. Puede hacer que aquella consigna del “que se vayan todos” se encarne, veintidós años después, en alguien que reciba un mandato: “llevátelos a todos”. Implicaría un gravísimo retroceso democrático, pero es el encapsulamiento de la política el que engendra la antipolítica. Esa es la trampa a la que hoy se asoma la Argentina. ¿El poder será capaz de hacer una autocrítica? ¿Escuchará o ignorará el mensaje de La Matanza? Los síntomas no son alentadores. Pero siempre queda la esperanza de la poesía de Almafuerte: “Todos los incurables tienen cura cinco segundos antes de la muerte”.