Salud pública en tiempo de incertidumbre: un llamado urgente a la responsabilidad del Estado
5 minutos de lectura'
Cerramos un año extremadamente complejo para la salud pública argentina. Un año en el que la fragilidad del sistema quedó a la vista de todos y en el que el Ministerio de Salud —cuando más lo necesitábamos— eligió la ausencia. Como presidente de la Comisión de Salud, tengo la obligación de poner en palabras lo que los equipos sanitarios expresan a diario: estamos retrocediendo en dimensiones esenciales de la salud pública, y lo hacemos sin conducción, sin rectoría y sin planificación.
Uno de los signos más preocupantes es la dramática caída en las tasas de vacunación, que derivó este año en la reaparición de casos de sarampión, una enfermedad eliminada en la Argentina hace más de veinte años. Esto no es un accidente epidemiológico: es el resultado directo de la falta de campañas sostenidas, insuficiente provisión de dosis y un Estado que no comunica ni previene. La experiencia reciente de Estados Unidos, donde crece una ola de anticiencia que mina la confianza social en las vacunas y en la medicina basada en evidencia, debería funcionar como un espejo del futuro que debemos evitar. Sin ciencia, sin información y sin políticas públicas activas, retroceden las vacunas y avanzan las enfermedades.
A esta situación se sumó un hecho alarmante e inaceptable: la realización de un evento antivacunas dentro del propio Congreso de la Nación, autorizado por el presidente de la Cámara quien es diputado del oficialismo nacional, un espacio que debe ser el corazón de la institucionalidad democrática y del compromiso con la salud pública, realizado a pesar de advertencias desde las sociedades científicas y expertos en el tema. Permitir la difusión de discursos contrarios a la evidencia, en un momento de caída histórica de las coberturas vacunales, constituye una irresponsabilidad grave y un mensaje peligroso para la sociedad. No es neutral darle escenario legislativo a la desinformación: es dañino, debilita la confianza social en las vacunas y erosiona décadas de trabajo de los equipos de salud y de las campañas nacionales de inmunización. El Congreso debe ser un faro de evidencia, no un amplificador de pseudociencia.

A esta crisis se suma la reciente tragedia vinculada a fentanilo inyectable contaminado, que provocó múltiples muertes y dejó en evidencia graves fallas en la fiscalización sanitaria, ha generado preguntas urgentes sobre la capacidad del país para detectar y responder a emergencias toxicológicas de origen local y golpea a nuestro país mientras el Ministerio continúa sin dar explicaciones en el Congreso. Ni una sola comparecencia ante las reiteradas invitaciones ni una estrategia de vigilancia epidemiológica robusta. La ausencia deliberada del Ministerio frente a un problema de vida o muerte es inadmisible.
Pero los problemas son más profundos y sistémicos. Este año observamos un desprecio alarmante hacia las residencias de salud, la columna vertebral de la formación sanitaria argentina. Médicos, enfermeros, kinesiólogos, psicólogos y profesionales de todas las disciplinas trabajan jornadas extenuantes, muchas veces sin insumos, sin supervisión adecuada y sin reconocimiento. Los retrasos salariales, el vaciamiento de programas y los recortes en capacitación no solo desmotivan: empujan a miles de jóvenes a abandonar la carrera sanitaria o emigrar. Ningún sistema de salud sobrevive si destruye a quienes lo sostienen.
Los hospitales nacionales tampoco han quedado al margen del deterioro. La falta de financiamiento, la caída en la provisión de insumos críticos y la ausencia de políticas de fortalecimiento estructural golpearon especialmente a instituciones de referencia. El Hospital Garrahan, emblema de la salud pediátrica en América Latina y orgullo de nuestro país, atravesó meses de crisis por falta de recursos, demoras en compras esenciales y reducción de programas clave. Frente a esta situación, impulsamos y logramos la aprobación de la Ley de Emergencia en Salud Pediátrica, una herramienta indispensable aunque insuficiente si el Ejecutivo no asume finalmente su responsabilidad de garantizar la continuidad y la calidad de los servicios.
Resulta preocupante que programas esenciales —salud sexual y reproductiva, salud mental, prevención de enfermedades crónicas, oncología, VIH, inmunizaciones— hayan sido desfinanciados o directamente desmantelados. La falta de rectoría se ve también en la paralización de campañas públicas y en la ausencia del Ministerio en el Parlamento para rendir cuentas.
A este panorama se suma la creciente vulnerabilidad de nuestros jubilados, quienes enfrentan aumentos sostenidos en el costo de los medicamentos y dificultades para acceder a tratamientos esenciales. La interrupción de coberturas, los retrasos en provisiones y la falta de control estatal sobre precios golpean directamente a quienes más requieren protección. Del mismo modo, las personas con discapacidad atraviesan un deterioro preocupante en sus derechos: demoras en prestaciones, recortes en traslados y rehabilitación, falta de insumos y trámites burocráticos que se vuelven barreras crueles para la vida cotidiana. Un Estado que abandona a sus mayores y a las personas con discapacidad no solo incumple su deber legal: renuncia a su obligación ética más elemental.
Repito: la salud pública no puede administrarse como un experimento ideológico ni como un asunto secundario. Estamos hablando de la vida de las personas.
El cierre del año debe ser una advertencia y un compromiso. Advertencia de que estamos a tiempo de evitar una crisis mayor y compromiso de que, desde la oposición, vamos a sostener una defensa irrestricta de la evidencia científica, de la salud pública y de los derechos sanitarios de nuestra población.
La Argentina merece un sistema de salud robusto, moderno, basado en la ciencia y conducido con responsabilidad. Ese debe ser el horizonte.
*Pablo Yedlin es diputado nacional de Unión por la Patria por Tucumán











