
Sin lugar para los débiles
El hombre obedece y, sin protestar, baja de su auto. Mira el tubo de gas, que lleva en la mano derecha el supuesto policía que lo acaba de frenar en el medio de la desolada ruta sureña estadounidense, y le pregunta inocentemente: “¿Para qué es eso?”. Silencio. “¿Puede quedarse quieto, por favor?”, responde con calma el otro sujeto, mientras le coloca suavemente en el medio de la frente la punta del aturdidor. Recién ahora, el primer hombre tiembla. Y con razón: el individuo está a punto de perforarle la cabeza con un perno cautivo.
La escena pertenece a No Country for Old Men, un thriller westerniano dirigido por los hermanos Coen y protagonizada por Tommy Lee Jones, Javier Bardem y Josh Brolin. En América Latina, la traducción fue Sin lugar para los débiles. Como pasa a menudo, poca lealtad semántica al título original. Aunque en este caso, el rótulo cuadra perfecto con la trama. A grandes trazos, Anton Chigurh, un asesino implacable a sueldo deambula por la árida Texas matando con un aturdidor de perno cautivo a cuanto mortal indefenso se le cruce: latinos, ancianos, viajeros, mujeres y algún que otro turista extraviado. Nadie se salva. Si no fuese por su estética neoyorquina y de hombre de negocios, Donald Trump, por su psicología y su forma de comunicar - sin llegar a esos extremos, claro- podría reemplazar perfectamente al bad guy. Un personaje mecánico, rectilíneo, despiadado y adicto a las sentencias. Lo demostró –una vez más– en la semana inaugural de su segundo mandato. O, mejor dicho, en la lista infinita de decretos y axiomas, sin evidencias ni respaldo científico que lanzó en sus primeros días de gobierno.
Trump viene a ratificar una época, la del caudillo impasible. La insensibilidad ha desplazado al carisma, herramienta eficaz y certera de los antiguos populistas. El liderazgo se ejerce desde arriba, sin metáforas ni piedad. Atrás queda la horizontalidad de Justin Trudeau, Barack Obama y Jacinda Ardern. Hoy, el mainstream son las narrativas de hierro; dispositivos discursivos hechos a base de fuego, verticalismo y radicalismo. ¿Distopía? De ninguna manera. Hay un ciudadano que se siente representado por dicha gramática. La necesita, como un edredón en el medio de la noche invernal. Hace años que el mundo es un sitio áspero para él: avance de la inteligencia artificial, guerras por doquier, precarización laboral y pandemias. Lo extraño sería sentirse seguro.
Este relato de acero tiene su eco en El Salvador, Israel, Italia, Hungría y la Argentina. En todos ellos hay una retórica que baja como un martillo desde las alturas del Estado y no perdona a los inmigrantes, los desempleados y las minorías sexuales. A estos se los interpreta como débiles; sujetos que han decidido la fragilidad como estilo de vida. Nada de condiciones ni limitaciones estructurales. La marginalidad se escoge, es un “derecho individual”. Fin.
Al recrudecimiento discursivo del trumpismo hay que añadirle sus nuevos -y no tan nuevos- amigos: Jeff Bezos, Mark Zuckerberg y Elon Musk. Los campeones de la era digital. Y estos no vienen solos: llegan con sus algoritmos bajo el brazo. Es decir, con su capacidad para dirigir y condicionar el debate público en las redes sociales. El pronóstico no es auspicioso. Con navegar unos minutos por la plataforma X, alcanza y sobra para ver la opinión pública que nos espera. Una paradoja de esta narrativa compacta de la ultraderecha es la situación de los venezolanos. La mayoría de los líderes de alt-right despotrican -razones no les faltan- contra la dictadura de Nicolás Maduro. Es casi una especie de competencia por ver quién lo agravia mejor. Sin embargo, al mismo tiempo, desechan a los inmigrantes que deambulan, desamparados, por los cuatro puntos cardinales buscando una oportunidad. Una polarización particular: se antagoniza contra el agresor y, al mismo tiempo, contra sus víctimas. Al primero lo usan como baza para posicionarse geopolíticamente; a las segundas, como chivo expiatorio para justificar las tragedias de un tejido social roto.
A diferencia de las dictaduras, que están pobladas de certezas, la democracia es el régimen de la duda. Podemos preguntar, vacilar, equivocarnos, cambiar y volver a errar. Nadie nos va a meter preso por ello. Porque hay –o había– un consenso básico: la verdad es itinerante. Se mueve, sin parar. Constantemente, cambia de manos y de ropaje. Pero hoy titubear es sinónimo de debilidad. Esgrimir un discurso abierto o templado es sospechoso. En las redes, en la calle, en los medios: se persigue la tibieza. Son tiempos complicados para la duda. Hay que apostar fuerte por un bando. Es el nuevo sentido común, instaurado por Trump y sus acólitos. En lugar de una alternativa, el Occidente que sueña el presidente norteamericano se presenta como un espejo ante los sistemas cerrados. Frente a los liderazgos de amianto de Putin y Xi Jinping, la respuesta es más presión sobre el espíritu. No se puede emigrar, no se puede estar desempleado, no se puede dudar del sexo. Al contrario de lo que se pregona, la libertad se encoge; sí, cada vez luce más delgada, con menos opciones entre sus manos. Como la democracia representativa. Como el futuro. ß
Director del Máster en comunicación política y empresarial y del Laboratorio Digital de Narrativas Políticas de la Universidad Camilo José Cela