Reseña: Descubrí que estaba muerto, de J.P. Cuenca
"Descubrí que estaba muerto el día que intentaba escribir un libro. Todavía no era este libro.” Así empieza esta contundente novela del brasileño J.P. Cuenca (Río de Janeiro, 1978). El episodio de partida es real. En 2008, a raíz de un conflicto con vecinos que terminó en una denuncia policial –el tema de la convivencia en Río de Janeiro va a ser fundamental en Descubrí que estaba muerto–, Cuenca se encontró con una sorpresa: la policía tenía un acta de defunción fechada en 2011 con su mismo nombre.
Lo que sigue es, en parte un policial, un juego de dobles que comienza con el del autor (Cuenca, y el narrador Cuenca), una búsqueda por conocer los detalles de esa muerte, por desentrañar la propia identidad y un recorrido alucinado por el barrio de Lapa en Río. Además del libro, Cuenca escribió y protagonizó la película La muerte de J.P. Cuenca. Ambas instancias permiten pensar la obra como una performance que tiene en el centro la figura del escritor.
J. P. Cuenca es, según el Hay Festival Bogotá 39 o la versión en español de la revista Granta, uno de los mejores narradores latinoamericanos actuales, pero la novela pone en cuestión ese sistema de legitimación. Muestra con humor y patetismo la hipocresía del mundo editorial, sus lugares comunes, la farsa del joven escritor que viaja de festival en festival, el culto a la propia personalidad.
El narrador descree del humanismo y, sobre todo, de la capacidad imitativa del lenguaje. Durante una fiesta repleta de excesos, sus amigos le piden que escriba una novela de quinientas páginas que cuente una buena historia. Pero a medida que avanza el narrador escribe, en su descenso, otra, mucho más arriesgada y brutal.
Si bien el puntapié inicial parece responder a la máxima según la cual el policial muchas veces está en el límite con lo fantástico: mientras más misteriosa una muerte, más interesante su investigación. Descubrí que estaba muerto va más allá. Plantea una idea de novela ligada a la no ficción –se presentan los certificados de defunción, la ficha de la autopsia– pero también, como sucedía en Cuerpo presente, otra de sus novelas publicadas en la Argentina, a la desmesura del lenguaje. Cuenca percibe la realidad de manera siempre distorsionada. Lo que narra parece provenir de un universo paralelo, aislado, que sólo él conoce. En ese desborde se mueve por parlamentos abigarrados –cabe destacar la traducción de Martín Caamaño, que lleva con naturalidad la prosa de Cuenca–, diálogos llenos de humor e ironía sobre el mundillo intelectual.
La novela, también, forma parte de los relatos de desplazamiento. Recuerda a Budapest, de Chico Buarque o a algunas de las narraciones del argentino Sergio Chejfec, donde el lugar resulta central. Aquí se trata de Río, la ciudad emblema de Brasil que no es, sin embargo, centro económico ni ciudad capital. A la postal del Cristo Redentor, Cuenca le superpone otra, la del barrio de Lapa y sus edificios a medio terminar. Esqueletos de una ciudad que se prepara para los Juegos Olímpicos pero que parece no poder escapar a la tragedia de sus históricos enfrentamientos de clase. Hay una fuerza centrífuga que le nace de las entrañas –la ciudad tiene inmensos huecos, está en constante cambio–, capaz de gestar y devorar a sus habitantes en un mismo movimiento.
Así, Descubrí que estaba muerto poco a poco destruye cualquier noción clásica en torno del género. Las coordenadas de tiempo y espacio se pierden, la idea del cuerpo como centro primero –del placer, del terror– se desvanece. Tal vez, lo que queda en pie pero sólo como esbozo, como dibujo a medio hacer, es la idea de viaje, de transformación del personaje principal que, desde aquel viaje de Don Quijote, y antes todavía, desde el viaje de Ulises, nutre al género.
DESCUBRÍ QUE ESTABA MUERTO
Por J.P. Cuenca
Tusquets. Trad.: M. Caamaño. 207 páginas, $ 319