Una historia que comenzó en Laos
Un documental recupera la migración de una familia de Indochina a la Argentina
4 minutos de lectura'

La tentación es, una vez más, aludir a la frase de Tolstoi. Pero no lo voy a hacer. Sí voy a decir que todas las historias de migrantes se parecen. Y así y todo, cada una de ellas es única.
Hace unos días descubrí, en sobrevuelo por la plataforma Cine.ar Play, el documental Mekong-Paraná, del director santafesino Ignacio Luccisano. La película se basa en Los días de sol, libro donde la escritora Susana Persello, también santafesina, cuenta la historia de Som Souvannalah, una inmigrante laosiana.
Las historias de migrantes se parecen, incluso cuando tratan de gente llegada desde la mayor distancia cultural, lingüística y territorial. Incluso si pertenecen a una población migratoria apenas recordada en un país que se sigue viendo a sí mismo como exclusivo descendiente de los barcos, a lo sumo receptor de gente llegada de países limítrofes o, como máxima concesión al exotismo, de migrantes llegados de China.
Con delicadeza, la cámara de Mekong-Paraná nos acerca a una pequeña historia iniciada en Laos. A través del documental conocemos las sonrisas tímidas y las voces cada vez más sueltas de Som, su marido Peghta y sus tres hijos: Nakoto, nacido en un campo de refugiados de Tailandia, y Néstor y Nicolás, nacidos en la Argentina.
Som y Peghta tenían 19 y 23 años cuando llegaron a nuestro país, a mediados de los años 70. Venían de un país desgarrado por viejas guerras civiles, la cercanía del conflicto de Vietnam, los enfrentamientos armados entre comunistas y anticomunistas. El documental recupera algunas cifras: por aquel tiempo, uno de cada cuatro laosianos se convirtió en refugiado; fueron unas 600.000 personas dispersas por el mundo.
Som no hace números. Cuenta que conoció a su marido en el campo de refugiados, luego de que ambos huyeran de Laos. Allí, entre barracas precarias e incertidumbre, se casaron. Y de allí partieron, en un vuelo organizado por Naciones Unidas, a un país llamado Argentina del que nunca habían oído hablar y del que no conocían absolutamente nada. Som recuerda que llevaron fruta para comer en el avión, y que decidieron guardar las semillas para plantarlas en ese lugar desconocido hacia el que estaban viajando. Así lo hicieron. A poco de llegar se instalaron en Santa Fe, en una localidad rural a orillas del Paraná, y en esa tierra húmeda y apenas conocida sembraron las semillas viajeras. Solo una prosperó y es imposible no sonreír junto a Som, junto a Peghta, cuando la cámara gira apenas un poco y nos muestra el árbol, modesto y enraizado, en que se convirtió.
Som y Peghta son migrantes de la segunda mitad del siglo XX pero hay algo en ellos que recuerda a las oleadas migratorias que llegaron al país a comienzos de ese siglo: nunca pudieron regresar a su tierra. Más de cinco décadas atrás, no sabían qué les esperaba cuando cada uno por su lado se lanzó a las aguas del río Mekong, para cruzarlas y en ellas cruzar la frontera entre Laos y Tailandia. No podían sospechar que al dejar su país también estaban dejando, para siempre jamás, parte de su historia y a todos sus seres queridos.
Habían llegado solos a un lugar del que tuvieron que aprenderlo todo: la lengua, las costumbres, las comidas. Su única familia pasó a estar integrada por otros laosianos, llegados en el mismo vuelo que los trajo a ellos e instalados en distintas regiones del país, pero con los que mantuvieron contacto. Y si esa fue su familia, el Paraná se convirtió en su lugar. Su particular versión, criolla y correntosa, de aquel río Mekong que los había mecido de chicos.
“Donde había oscuridad, encuentro la luz. Veo las puertas del cielo lleno de luz, y veo luz en mi espíritu y la transmito a mis hijos”. La película abre con esta frase de Som. Cierra con ella, su marido, sus tres hijos y dos novias argentinas posando frente a la cámara. La alegría le gana a la timidez; se los ve felices, rodeados de verde y de litoral, benévolos y sabios.








