Una inútil diatriba contra Gardel
El año 1935 quedó enmarcado en la memoria popular como un año mediado por el duelo y el luto que comenzaron el 24 de junio y se prolongaron hasta que llegaron al puerto -el 5 de febrero del año siguiente- los restos repatriados de Gardel. El funeral porteño del ídolo dio nacimiento al mito, que es lo que todos evocamos cada 24 de junio, y ahora, cuando se cumplen 80 años de su desaparición.
La trágica muerte del Zorzal provocó una inmensa consternación colectiva, visible en los miles de personas que acudieron al velatorio en el Luna Park y que acompañaron el largo cortejo fúnebre por Corrientes, recorrida de punta a punta, hasta el Cementerio de la Chacarita. Sin embargo, mientras las multitudes lo lloraban, hubo una voz disonante pero escuchada que emprendió una demoledora crítica sobre su figura. Con su dura prosa no dejaba lugar a dudas sobre el objetivo último que perseguía: erradicar el laicismo y el cosmopolitismo, tan propios del Buenos Aires de fines del siglo XIX, que dio origen al tango, "la canción del pueblo"; bases de la cultura popular que permitieron el fulgurante ascenso de Carlos Gardel.
La frontal reacción pertenece a monseñor Gustavo Franceschi, quien en febrero de 1936 escribió: "Dentro de seis meses nadie se acordará de Gardel". Aquello fue mucho más que una mala predicción. Aunque despertó entonces la adhesión de algunos sectores de la elite muy atentos a su palabra, no sabemos cuánto influyó sobre el conjunto de la feligresía de su tiempo. Sí nos consta que sus invectivas fueron perdiendo su sentido admonitorio. Al respecto, baste consignar el gusto por el tango y por Gardel que cultiva desde su juventud el papa Francisco.
Pero en su época la voz de monseñor Franceschi no podía no ser escuchada. Era director de la revista Criterio y un referente fundamental de la Iglesia Católica. En 1934 había sido el activo organizador del Congreso Eucarístico celebrado en Buenos Aires, en el que hubo una presencia masiva de fieles que recibieron con fervor la visita del legado papal cardenal Eugenio Pacelli, luego Pío XII.
Los escritos de Franceschi -ignorados por los estudiosos- son las expresiones más contundentes contrarias a un mito -naciente- que podamos leer. Tres días después de conocida la noticia de la muerte del Zorzal, comenzó la elocuente diatriba: "Como cantante, divulgó con preferencia las peores canciones, las de letra más humillante, las que menos ennoblecen; y, no satisfecho con la obra que realizó entre nosotros en ese perjudicial sentido, las difundió en el extranjero como el mejor producto del arte argentino. A través de las cintas de Gardel, la idiosincrasia nacional se concreta en delincuentes, orilleros y mujerzuelas", escribió. Su intento de preservar "la idiosincrasia nacional" supuestamente mancillada por el cosmopolitismo gardeliano prosiguió cuando llegaron los restos al país. Franceschi amplió su escrito cifrado en múltiples prejuicios. Pontificó: "Su sentimentalismo superficial y cursi, con olor a clavel que ha permanecido mucho detrás de la oreja, no era el dolor del héroe, ni el amor del varón de pelo en pecho, ni la ira del valeroso. Mediocridad artística apta para el music-hall...". Obviamente, Franceschi no podía entender lo que ya significaba Gardel y en ese contexto consignó la frase que transcribimos más arriba. Se equivocó y vivió para saberlo.
Pero, aunque no pudo doblegar el inicio del mito gardeliano, sí logró confrontar con mucho más éxito la cultura laica porteña que lo sostenía y estaba asociada todavía y fuertemente a la educación pública. Monseñor Franceschi estaba enunciando su programa para transformar la escuela: "Es evidente que desde la misma escuela primaria se inicia el proceso de subversión en los valores tanto del individuo cuanto de la sociedad. Una moral laica sin obligación ni sanción verdadera".
La prosa de Franceschi fue contestada. La protesta se condensó en la revista Sintonía, que publicó primero una larga nota de Jorge Luque Lobos, redactor principal, y en el número siguiente una serie de breves columnas que rechazaban lo que Franceschi había dicho sobre Gardel. Escribieron Julio de Caro, Azucena Maizani, Mercedes Simone, Libertad Lamarque y Francisco Lomuto, entre otros. Usaron palabras fuertes, y las mujeres remarcaron el agravio recibido a la condición femenina, pues Franceschi había descripto a las mujeres destacadas entre el gentío que se dio cita en el velatorio ubicado en el Luna Park como "féminas que se habían embadurnado la cara con harina y los labios con almagre".
Fueron dignas voces, pero no tuvieron fuerza para combatir la censura que ya -a mediados de 1936- comenzaba a controlar la "calidad" de las letras de tango, pues había que "moralizarlas". En los años siguientes la población se fue acostumbrando a vivir bajo libertad vigilada y esa voluntad de mordaza sobre las letras -nada encubierta- se volvió cada vez más asfixiante, hasta que en 1943 monseñor Franceschi quedó a cargo de una comisión que debía preservar la "pureza del idioma". Bajo el gobierno de Perón, pero recién en 1949, la censura terminó.
Mientras tanto, la voz de Gardel se impuso, inmortal, acunada en los brazos de una sociedad que no resignó a su ídolo ni al tango, de una sociedad difícil de entender porque sigue siendo -a pesar de todo- más vital que el Estado y sus instituciones.
La autora es historiadora