Una saludable dosis de integridad
¿Por qué estamos atravesando momentos tan inciertos y complejos como sociedad? Podemos conjeturar múltiples respuestas. Sin embargo, me gustaría poner el foco en una virtud frecuentemente olvidada que puede ofrecer un camino de solución viable, no exento de dificultades, de cara al futuro: la integridad.
¿Qué es la integridad? Se la asimila a la honestidad, a la confiabilidad y a la benevolencia, todas ellas virtudes muy destacables. Pero la integridad puede definirse como la virtud moral que nos lleva a actuar en forma coherente con nuestros valores éticos, y a hacer corresponder nuestra palabra con nuestros actos.
Las investigaciones académicas registran un importante consenso respecto de la correlación positiva que existe entre la integridad y la confianza, así como entre la confianza y la naturaleza de los resultados que se obtienen en una tarea. Esto implicaría, por ejemplo, que quienes trabajan juntos y se tienen confianza mutua alcanzarán objetivos más significativos que quienes carecen de ella. Esto también vale a nivel grupal, organizacional y social.
¿Y qué es la confianza? Propongo utilizar la definición de Denise A. Rousseau, doctora en psicología, que la describe como el estado psicológico que nos permite aceptar sentirnos vulnerables frente a otro, ya que tenemos expectativas positivas con respecto de sus intenciones o conductas. Por ejemplo, sentir que uno puede compartir información confidencial sin experimentar perjuicio alguno.
De acuerdo con lo anterior, resultan especialmente significativas las consideraciones sobre integridad y confianza que se establecen mutuamente entre los líderes y las personas que los siguen, tanto en el ámbito de equipos de trabajo, en el campo de las organizaciones, así como también en el entorno social en general.
La relación entre la integridad y el liderazgo ha sido extensamente explorada por muchos autores y se reflejan en cuatro teorías sobre liderazgo diferentes. Por ejemplo, el liderazgo transformacional presenta una impronta virtuosa en la que la integridad ocupa el centro de su formulación. El liderazgo ético promueve la integridad a través de las acciones personales e interpersonales y la promoción de su observancia. Por su parte, el liderazgo espiritual comprende los valores, las actitudes y los comportamientos para motivarse y motivar a otros. Por último, el liderazgo auténtico se ejerce a través de la conciencia profunda de cómo piensan y actúan los líderes y, a la vez, sobre cómo son percibidos por los demás.
¿Cuán lejos estamos de estas descripciones? ¿Qué pasa con la integridad y la confianza en nuestra sociedad? Mi percepción es que existen muchos líderes que actúan íntegramente e intentan construir un ambiente de confianza que favorece su bienestar personal, el de las personas que integran sus equipos, los resultados de las organizaciones donde trabajan y el bienestar de su comunidad. Sin embargo, también observo otro conjunto de personas en posiciones de responsabilidad que manifiestan conductas que atentan contra la extensión de la confianza en nuestra sociedad. Y estos casos se destacan mucho más que los anteriores.
¿Qué podemos hacer al respecto? ¿Cómo podemos favorecer la extensión de conductas íntegras? La experiencia de otras sociedades y la investigación de numerosos académicos sugieren un camino posible.
Para empezar, nada es más poderoso que el ejemplo de los líderes. Aquí el término líder es utilizado en un sentido amplio. Todos nosotros lideramos (solos o junto con otros) y somos liderados. Por lo tanto, todos nosotros podemos exponer nuestra integridad, y en efecto lo hacemos cuando ajustamos nuestros actos a lo que decimos, cuando cumplimos nuestras promesas, incluso respetándolas en tiempos difíciles, y todo eso siguiendo valores éticos y morales elevados. En segundo lugar, cuando hacemos observar estos principios en quienes se relacionan con nosotros; también, cuando seleccionamos para emprender tareas conjuntas a personas que comparten esta forma de actuar, y creamos, asimismo, las condiciones para que muchos otros quieran hacerlo. Por último, cuando favorecemos la institucionalización de prácticas que impulsan conductas íntegras y refuerzan su adopción.
Así expuesto, es obvio que todos tenemos un rol para cumplir como líderes y seguidores en los diferentes niveles en los que actuamos. Si lo hacemos, podremos modificar el sentido en que parecen fluir los acontecimientos. De nosotros depende.
El autor es magíster en estudios organizacionales de la Universidad de San Andrés