¿Una sociedad sin maestros?
“Las señoritas”, de Laura Ramos, cuenta la historia de las maestras estadounidenses que Sarmiento trajo al país en el siglo XIX y rescata un modelo que la Argentina parece haber extraviado: ¿sobrevive algo del liderazgo y la autoridad que ejercían los docentes?
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Que un libro sobre maestras haya figurado durante semanas en la lista de best sellers tal vez represente, de alguna manera, un mensaje. Las señoritas, de la escritora Laura Ramos, acaba de ser premiado en la Feria del Libro por los críticos literarios. Cuenta la historia de las maestras estadounidenses que Sarmiento trajo al país en el siglo XIX. Y, además de ser una rigurosa y atrapante investigación, rescata un modelo que la Argentina parece haber extraviado. ¿Dónde están hoy los maestros y las maestras? ¿Sobrevive algo del liderazgo y la autoridad que ejercían los docentes? ¿Son una referencia para las nuevas generaciones? Las respuestas parecen confirmar un dramático diagnóstico: los maestros están en retirada. Esa figura se ha convertido en objeto de abordaje histórico. Pero el éxito de Las señoritas tal vez nos hable de lo mucho que los extrañamos y de cuánto los necesitamos.
El “maestro” es hoy una figura acorralada. Su margen de autonomía y de decisión está cada vez más restringido. Los docentes viven con miedo: a los reglamentos, a los sindicatos, a los inspectores, a los padres y a los propios alumnos.
Aquellas maestras de Sarmiento representaron un modelo que inspiró a la docencia, tal vez hasta la segunda mitad del siglo XX. Fue el modelo en el que el maestro tenía razón hasta que se demostrara lo contrario. Los padres confiaban en ellos; la sociedad los valoraba y los respetaba. Tenían una palabra autorizada, más allá –incluso– de los límites del aula. Hoy, la carga de la prueba se ha invertido. Los maestros y profesores viven bajo sospecha. Si ponen un aplazo, marcan un límite o retan a un alumno, serán puestos inmediatamente “en observación” y correrán el riesgo de ser enjuiciados en las redes sociales o en los grupos de WhatsApp. Cualquier cosa que expliquen en el pizarrón será contrastada, en tiempo real, con lo que diga Google. Sus iniciativas serán desalentadas por un sistema cada vez más burocrático y reglamentarista.
Los buenos maestros y profesores (que son muchos, por supuesto) se sienten amenazados, y encorsetados por todos lados. La queja de un alumno los puede llevar, en cualquier momento, al banquillo de los acusados. Viven con temor a una “sentada”, a un “escrache” o a un sumario. Hasta se sienten maniatados por la corrección política: cualquier idea que vaya contra la corriente puede implicar una condena fulminante. Aquellas maestras sarmientinas que supieron innovar, marcaron una huella y se atrevieron a abrir y explorar nuevos caminos hoy serían desautorizadas, vigiladas y cuestionadas por un sistema que combate cualquier gesto de autonomía y propone un “colectivo docente” en el que la singularidad está mal vista.
La educación ha quedado atrapada en una madeja de confusiones, ideologismos y burocracia en la que la calidad, la creatividad y la exigencia han quedado definitivamente relegadas. Se ha deteriorado la formación docente, pero además se han debilitado el espíritu y la vocación del maestro. Esa atmósfera de sospecha y peligro que acecha a los profesores hace que el ejercicio docente hoy esté dominado por la impotencia.
En el poder se ha enquistado una ideología que reniega de la osadía y la ambición para exaltar el conformismo y la resignación. Es la idea que se expresó en los volantes repartidos por el municipio de Morón: “consumí poquito”. El Estado ya no se propone combatir el flagelo de la droga, sino apenas moderarlo. De la misma forma, no aspira a una escuela que eduque, sino que “contenga”. Lo que se propone es conformarnos cada vez con menos: no importa que los chicos no aprendan; al menos que estén en el aula. Se alimenta, así, lo que Guillermina Tiramonti define como “el gran simulacro educativo”: evaluar es un verbo maldito; aplazar, una herejía. Tal vez lleguemos, por ese camino, a abolir las escuelas para reemplazarlas por “centros de contención”. Quizá suene más “inclusivo”.
Lo de Formosa, donde acaban de disponer que los estudiantes pueden pasar de año hasta con 19 materias previas, no es una excepción. Es la expresión de un ideologismo que ha vaciado el aula de sentido; ha extirpado la exigencia y ha declarado al estudio completamente prescindible. En ese paisaje, el maestro y el profesor se convierten en “trabajadores estatales” que solo deben obedecer reglamentaciones y garantizar una ficticia “inclusión”. La pretensión de enseñar está “fuera de época”; desentona y marcha a contramano de una política educativa que se enorgullece de haber virado hacia la demagogia y el asistencialismo.
El lenguaje coloquial expresa, desde hace tiempo, este rumbo extraviado. Para elogiar a alguien, ya no se dice que es “un maestro”, ahora es “un capo” o “un rey”. El diccionario adolescente prescinde del sustantivo: dice “el de Historia” o “la de Geografia”. Un padre que corrige (“no es ‘la de Geografía’ sino ‘la profesora de Geografía’”) parece, más que un padre, un dinosaurio. Ser “maestro” o “profesor” no tiene prestigio ni representa una posición de autoridad. Es un hecho que trasciende, incluso, al sistema escolar y educativo. La falta de maestros, entendida como falta de líderes y referentes, es algo que se observa también en las instituciones y en casi todos los ámbitos sociales. La autoridad se ha convertido en un concepto sospechoso y, en el mejor de los casos, hoy se ejerce con temor, casi en puntas de pie. La maestría o el profesorado son nociones obsoletas, propias de un pasado que se juzga “autoritario” y que se quiere desterrar.
El hecho de que la figura del maestro aparezca tan desdibujada se conecta, además, con algo que remite a aquel Diario de la guerra del cerdo, la célebre novela de Adolfo Bioy Casares en la que los jóvenes matan a los viejos. Tal vez haya sido en la década del 90 cuando se entronizó a la juventud como un valor en sí mismo. En muchas empresas e instituciones se prejubiló o se marginó a los mayores de 50, cortando así la cadena de transmisión de saberes y experiencias entre una generación y otra. Eso, sumado a una especie de marketing consumista que “empodera” a los más chicos, borronea la figura del maestro en el más amplio sentido, el del referente. Se impone la idea de que no se necesita a nadie que nos guíe ni nos enseñe: el mundo empieza cuando nos toca a nosotros. Conceptos como el de “aprendiz” o el de “discípulo” hoy suenan extemporáneos.
Los maestros son, esencialmente, líderes. No buscan el aplauso fácil ni la aprobación cortoplacista. Cumplen, muchas veces, la función antipática de marcar límites, de exigir mayores esfuerzos, de decir “lo que se debe” y no lo que el otro quiere escuchar. Si no tienen respaldo ni autonomía para desempeñar ese papel, su rol se desdibuja al punto de convertirse en otra cosa. ¿Los docentes gozan hoy de esa confianza? ¿Se les reconoce esa autoridad? Son preguntas que tal vez debamos formularnos con honestidad. ¿O nos resignaremos a vivir en una sociedad sin maestros?
Que en la Feria del Libro brille este año una historia que rescata la figura de “las señoritas” de Sarmiento, tal vez pueda ser interpretado como señal de una demanda. Por supuesto que la docencia, como todas, es una profesión viva, que no puede quedar anclada al pasado. La escuela necesita maestros y profesores del siglo XXI, no del siglo XIX. Sin embargo, hay un espíritu y una esencia del liderazgo docente que deberían trascender todas las épocas. La política subestima a los jóvenes cuando cree que quieren pasar de año sin haber aprendido nada. ¿No estarán esperando que los maestros y profesores vuelvan a cumplir su rol?