Una peripecia demagógica que no ha parado de crecer
El país tuvo su período de autenticidad entre 1880 y 1943; volvamos a las fuentes, volvamos a los sueños de esos millones de inmigrantes que llegaron para levantar la Argentina moderna
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Cuando conocí a Julio Llinás, en los años 90, ya era manco. Si La dolce vita es la película de Fellini que exhibe la vacilación de un hombre que deambula por Roma, dudando entre un destino riguroso y otro de libertinaje, la vida de Llinás propone un dilema análogo. Podríamos decir que su existencia tuvo tres actos: el ascenso, la caída y la síntesis.
A los 23 años viajó becado a París: vivió feliz estudiando Letras, escribiendo poesía y juntándose por las noches con los círculos surrealistas de Wifredo Lam y André Breton. Fue fiel a sus pasiones. De vuelta en Buenos Aires, se casó y tuvo a sus dos primeros hijos: Verónica –la actriz– y Sebastián. Ahí asoma el segundo acto, cuando sintió que debía cumplir con las exigencias de una familia. Guido Di Tella, que era su amigo, le formuló una oferta aparentemente irresistible: hacerse cargo de la publicidad de la empresa Siam.
Gradualmente fue entrando en una vorágine de “éxitos”, convirtiéndose en un mero burgués y matando su única vocación, la literatura. Una vida de dandy dispendioso y superficial: aviones privados, viajes por un solo día a Nueva York, automóviles último modelo, caballos de salto, modelos vistosas y ríos de whisky. Las revistas ponían su foto con la siguiente leyenda: “El ejecutivo del mes”. En una suerte de vertiginosa bulimia, le entraban y salían carradas de dinero. Tedium vitae. En uno de los recodos de ese tren fantasma, tropezó. Una noche fue al mítico cabaret Karim y tomó mucho alcohol mientras departía con una prostituta. Borracho, se subió a su Peugeot deportivo y enfiló por Carlos Pellegrini hasta Libertador. Quería ir al Club Hípico a mostrarle a la señorita un caballo. En una esquina la desgracia lo interceptó: chocó con un camión y debieron amputarle un brazo. Después de varios meses de internación volvió a trabajar en la Siam, en la que siguió incluso cuando en 1972 los Di Tella se desentendieron y se la entregaron a los militares. Unos años después sufrió una segunda mutilación: una noche sonó el teléfono en su casa, era un amigo de Sebastián que lo llamaba desde El Bolsón. “Tu hijo acaba de morir de una sobredosis”, le anunció. Tenía 23 años, la misma edad a la que él se había ido a París.
Como en una revelación, entendió que había despilfarrado veinte años de su vida y decidió cortar con ese atajo tan brilloso como estéril: volvió a la literatura, a la que se dedicó hasta su muerte. En esa tercera etapa de síntesis fue cuando María Luisa Bemberg le adaptó el cuento “De eso no se habla”, película protagonizada, según una extraña ironía del destino, por el mismo Marcello Mastroianni de La dolce vita. Ya en este siglo, le hice a Llinás una entrevista en un programa de libros que yo conducía en una radio: “Julio, ¿qué fue lo último que tocó con la mano que inmediatamente después perdió?”, le pregunté. Se hizo un incómodo silencio y de pronto contestó: “Nada honroso, una hetaira”. No dijo, como previsiblemente yo esperaba, la palanca al piso, mencionó en cambio a la mujer del cabaret, como si en ella condensara simbólicamente esa segunda etapa de fervor idiota.
Esta historia privada se entreteje con nuestra historia nacional y la ilumina con la potencia de un teorema. La Argentina también tuvo su período de autenticidad entre 1880 y 1943, cuando millones de inmigrantes llegaban en barcos al país y no se volvían a sus patrias, se fundían en nuestro rico melting pot; cuando Roca y Pellegrini articulaban una idea de país; cuando florecía la exportación de granos y cueros; cuando emergía la clase media que pasaba de los conventillos a las casitas con dos patios; cuando nos colocamos entre los diez países más prósperos del planeta; cuando los grandes intelectuales de Europa se desvivían por publicar en la revista Sur.
Es la época en que nace justamente la empresa Siam Di Tella, fundada por uno de esos inmigrantes italianos antifascistas que llegaron a la Argentina con deseos de trabajar e industrializar –en serio– el país. Aquel hombre culto, Torquato con “q”, que también supo armar una fabulosa colección de impresionistas, llevaba todos los sábados a la mañana a sus dos hijos a la fábrica en Avellaneda, para que vieran cómo se producían las heladeras y los lavarropas y tomaran conciencia de esa epopeya a la vez privada y pública. No importa que los dos adolescentes, Guido y Torcuato, en aquel entonces apenas fueran imantados por el antipasto que comerían a la vuelta, en la Confitería del Molino; a la larga los dos estudiarían Ingeniería y se harían cargo de la empresa.
Pero el país, como Llinás, también tuvo su etapa de inautenticidad cuando los argentinos a partir de 1943 decidieron dilapidar todo lo que se había acumulado en los 60 años anteriores. No es que no hubiera problemas ni que fueran innecesarias ciertas correcciones, es que el peronismo adoptó las soluciones equivocadas. Tal fue la confusión que se auspició una industria subsidiada que también fabricaría electrodomésticos y que, al cabo de algunos años, sucumbió. Todas esas empresas de invernadero quebraron y sobrevivió solo la Siam, que venía ya de antes y que era la única no subsidiada. Es la época en que gana espacio el lema evitista “donde hay una necesidad hay un derecho”, como si todo deseo debiera ser atendido con prescindencia de cuál es el patrimonio del que se dispone. “Derechos” que devinieron “derechos adquiridos”, es decir, intocables. La dolce vita. Los gobiernos militares, que en el imaginario colectivo llegaban para ordenar las cuentas públicas, operaban del mismo modo irresponsable; la prueba está en que la Siam, cuando se vio en apuros financieros, fue estatizada: empresa deficitaria, empresa que se nacionalizaba. No importaba que después ese déficit se metabolizara en inflación y más pobreza general: lo único relevante era el esmalte del show off populista.
Esta peripecia demagógica, todo un país viviendo por arriba de sus posibilidades, con empresarios y sindicalistas parasitarios, no ha parado de crecer. Hasta se han sindicalizado los desocupados, con la calle (y no la línea de producción) como teatro de operaciones. Una ortopedia cultural oculta pero poderosa convenció a enormes capas sociales de que siempre es posible alargar la fiesta: ¡basta la voluntad política! Frases tan cínicas como “con los argentinos adentro”, que pretenden hacernos creer que ningún privilegio puede tocarse sin que estalle el país, corren el interesante riesgo de irnos demoliendo de a poco. Cada crisis es un escalón más abajo en la decadencia.
Y las grandes posibilidades que hemos tenido las desperdiciamos: la más notable del último siglo ha sido la que vivimos ante la triple ventaja del aumento de la soja, la explosión de la siembra directa y el salto cambiario de 2002. ¿Aprovechamos semejantes circunstancias para lanzar el país hacia un boom de exportación? ¡No! Nos limitamos a usar ese milagro para urdir una espesa red clientelar y corrupta financiada por las retenciones, como quien gana la lotería y derrocha el premio en tres noches fugaces de placer. Vivimos una larga borrachera de inautenticidad, de “mala fe” diría Sartre, un suicidio colectivo en cámara lenta.
Los argentinos somos permeables ante los cimbronazos, parece haber una pedagogía eficaz tan solo en la catástrofe. ¿Necesitaremos también ahora graves amputaciones para despertar de nuestros ensueños dogmáticos y abrirnos al tercer acto? Volvamos a las fuentes, volvamos a los sueños de esos millones de inmigrantes que llegaron para levantar la Argentina moderna. Solo una gran revolución cultural producirá esa necesaria epifanía.