
Admiración y repudio

Cuando en un colectivo no tengo nada para leer o ningún disco nuevo para escuchar, busco a una mujer que esté maquillándose. Me genera admiración esa habilidad tan propia de la mujer urbana/apurada para concentrarse en su propio rostro y, espejito en mano, lograr la transformación necesaria. Es como ver un photoshopeo en vivo. Para ellas es -ante todo- la posibilidad de ganarle al tiempo ocioso del viaje, y hasta quizás de disfrutar unos minutos más en la cama. Admito haberme tentado con felicitar a alguna, pero no me animé. No sucumbir ante los baches, los volantazos y los apretujones propios del transporte público es toda una habilidad digna de destacar. Pero chicas, no hagamos que esa admiración se convierta en repudio.
Imaginé al que llegaría después, al no tan afortunado sucesor del asiento. Imaginé que hay cosas que cualquiera puede esperar encontrar en un colectivo -desde envoltorios de golosinas hasta cáscaras de mandarina- pero que siempre queda lugar para la sorpresa. Quise imaginar que iba a tener que mirar bien esos pedacitos de persona que habían quedado en el asiento y en el piso, para después pensar "¿Uñas? ¿Alguien se cortó las uñas en el colectivo?"

Mi pregunta mientras la veía y escuchaba realizar su tarea de manicuría pública fue otra: "¿Hay necesidad?". Entiendo que para los hombres cortarse las uñas sea una tarea de pocos minutos, y que el aspecto de las uñas es una cuestión primordial para muchas mujeres, pero eso no justifica que deba hacerse en cualquier lugar y momento del día. Lo mismo pasa con las que, pincita en mano, descubren que sus cejas están crecidas o que un vello rebelde apareció en algún lugar de su cara. ¿Por qué no guardarse un poco, y dejar que ciertos menesteres permanezcan en la intimidad?
No fue un caso aislado: tiempo atrás, mientras viajaba sentado en el tren, noté que de a poco mi sweater negro adquiría un toque nevado. Al mirar para arriba, una mujer estaba limándose las uñas, hecho que por efecto de la gravedad, me había convertido en el depósito de su polvo de dedos. "Uy, perdón", se disculpó. Lo cierto es que terminó de limar su mano (después de todo ya estaba por el anular, no era cuestión de dejar las cosas a mitad de camino), y recién ahí pude sacudir mi ropa.

La fotografié porque no podía creerlo. Al corte le siguió la lima, ya de pie y habiendo tocado el timbre. Bajaba en el mismo lugar que yo, en la zona de Catalinas. El colectivo frenó, abrió la puerta y ambos bajamos. Una mujer como cualquier otra, de jean y remera de marcas conocidas, y una cartera puro cuero en la que guardó su lima. Porque claro, la manicura está reservada para la casa y el transporte, pero no para la calle, donde cualquier conocido podría haberla visto quebrar esa barrera que divide lo público de lo privado.
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