
Austeridad y lujo a orillas del Bósforo
Quien llegue a Estambul y emprenda una excursión marítima podrá observar los yalis, discretas construcciones de madera pero con interiores deslumbrantes que fueron ocupadas por las clases acomodadas
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Todos los viajeros que llegan a Estambul en algún momento de su estada navegan por el Bósforo. Es una de las excursiones más hermosas que depara la ciudad. El tráfico marítimo es muy intenso, se pasa por debajo de puentes monumentales y ambas costas son de una gran belleza. Ese mismo trayecto era el que recorrían los lugareños y los aventureros, escritores y hombres de negocios occidentales en el período del esplendor otomano.
De esa época datan los magníficos palacios de los sultanes y los llamados yalis, que son el equivalente turco de las villas italianas. El nombre yali proviene del griego yialos , que significa ribera marítima. Cuando a principios del siglo XIX lord Byron pasó por Estambul, quedó seducido por esas mansiones a orillas del Bósforo, construidas en madera y que, por fuera, son de una gran austeridad, pero los afortunados mortales que pueden transponer sus umbrales descubren en el interior un lujo y un refinamiento que contrasta con la simplicidad de las fachadas.
Todavía subsisten varios yalis, fácilmente identificables en el crucero por el Bósforo. Así como antes los habitaban visires, pachás, aristócratas turcos y extranjeros, además de millonarios, hoy las ocupan funcionarios del gobierno, estrellas del mundo del espectáculo y, naturalmente, europeos y norteamericanos riquísimos.
En sus comienzos, los yalis se levantaban en las orillas mismas del mar. Algunos de esos primeros yalis todavía están en pie y sus balcones son salpicados por las olas; más tarde, los propietarios de los terrenos construyeron muelles e interpusieron entre las aguas y las mansiones amplios desembarcaderos que oficiaban de terrazas o de jardines.
Durante los primeros siglos del poder otomano, el exterior de los yalis se pintaba de un rojo terracota, conocido como el rosa otomano. Más tarde, los colores fueron variando y cada comunidad eligió uno para identificarse. En general, los turcos pintaban sus casas de colores alegres y de ese típico ocre rojizo que anima las orillas del Bósforo; los armenios, de rojo; los griegos, de distintos matices de gris; los judíos sefardíes, de negro; a los ricos mercaderes les encantaba combinar dos colores; los occidentales, en cambio, preferían las tonalidades pastel.
A todo color
En los cuartos interiores, la fiesta cromática continuaba porque se pintaban murales, sobre todo con motivos florales. Además, cautivados como siempre lo estuvieron por el agua, los turcos no se conformaban con ver el Bósforo desde sus ventanas y con oír el chasquido de las olas contra el frente de sus casas, también colocaban fuentes en sus salas para refrescarlas. En el siglo XVIII, bajo la influencia del rococó europeo, en los muros de los yalis se acostumbraba pintar el paisaje del estrecho en trompe-líoeil.
Cuando el gran arquitecto Le Corbusier visitó Estambul, quedó impresionado por la sabiduría de esas magníficas construcciones y calificó a esas villas turcas de "obras maestras de la arquitectura". Como muchas de ellas se levantan sobre pilotes, exactamente como las residencias concebidas por Le Corbusier, el maestro contemporáneo consideró que estaban basadas en las mismas ideas que él defendía en el siglo XX.
Al principio, la planta de los yalis era cruciforme, alrededor de un salón central, se distribuían, en cruz los cuartos. Esa disposición tenía sus remotísimos orígenes en las viviendas de las tribus nómadas turcas que habitaban en una región de Mongolia. Esos antepasados respetaban muchísimos a los chamanes, adoraban la naturaleza y tenían símbolos totémicos a los que atribuían poderes mágicos.
Chamanismo y budismo
Con los siglos, se produjo una emigración de esos pueblos hacia Medio Oriente y Europa. Entre esas tribus que llegaron al actual territorio de Turquía se encontraban los uiguros, que conservaban restos de las costumbres ligadas con el chamanismo, pero que habían incorporado a su tradición creencias budistas, introducidas por misioneros llegados de China. Los uiguros se hicieron entonces sedentarios y en sus casas incorporaron ciertas ideas arquitectónicas muy simples que provenían del chamanismo y de los budistas.
Según los chamanes, el Ser Supremo vivía en una montaña de oro que se levantaba sobre una isla octogonal, mientras que el budismo interpretaba el mundo como una meseta cuadrada que navegaba en el cielo. De la unión de estas leyendas, nació el plano de la casa turca en forma de cruz, cuyos brazos apuntan a los puntos cardinales. Los habitantes de las viviendas, de acuerdo con las estaciones, debían cambiar de cuartos como si fueran astros. El salón central del yali estaba, en los edificios clásicos, coronado por una cúpula que, por razones simbólicas, estaba pintada de celeste.
Platea al mar
El Bósforo fue durante el siglo XIX un escenario maravilloso para una serie de festividades que se desarrollaban en sus aguas. Los yalis eran algo así como los palcos o la platea de ese maravilloso teatro acuático. Había procesiones religiosas encabezadas por la barca del sultán, de 28 metros de largo. Durante el verano, las noches de fiesta, en los jardines de las villas se hacían reuniones antes de embarcarse en veleros, convertidos en salas de conciertos que surcaban el Bósforo. Desde las casas, se podía ver el desfile de los bajeles iluminados, impulsados por los remeros. En el puente superior, los músicos tocaban piezas tradicionales en violines, laúdes y guitarras, mientras los cantantes entonaban generalmente canciones de amor para entretener a una audiencia integrada, por ejemplo, por el emperador, un visir, un pachá, los cortesanos y los extranjeros célebres de paso por la capital.
Una muchedumbre se agolpaba en los muelles, en los balcones y ventanas de los yalis, así como en las casas más pobres que también bordeaban el mar para escuchar las orquestas flotantes y ver a las mujeres del harén envueltas en sus velos y sus mantos de seda, adornados por las fabulosas esmeraldas del tesoro de Topkapi. El aire marino quedaba saturado por los perfumes que se quemaban en las proas. La noche del cumpleaños del sultán, los jardines y las fachadas de los palacios y de los yalis se iluminaban con pequeñas lámparas.
Hoy, cuando se celebra algún aniversario privado, todavía puede verse algún vestigio de aquellos fastos: desde los jardines de las villas llega hasta los navíos que surcan el Bósforo, la música de las orquestas, y se ve bailar a los jóvenes, mientras, mezclado con los ritmos modernos, se oye el llamado a plegaria que se propaga desde los minaretes.
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