Otra vez nos alcanzan los fantasmas del pasado
La muerte en circunstancias en extremo dudosas de un fiscal que promovía la acusación de las máximas autoridades nacionales, en vísperas de su comparecencia ante una comisión del Congreso, abriría una crisis política y de credibilidad aun en el caso de gobiernos altamente exitosos y sistemas políticos sólidamente establecidos. Subestimar esta circunstancia en una realidad muy distante de aquel contexto ideal constituiría una peligrosa irresponsabilidad política.
La vorágine de estos días aciagos ha relegado de la palabra pública el gesto de mínima humanidad que cabe a todo ciudadano y, aún más, a los representantes ante una tragedia como ésta: la solidaridad con los familiares y amigos de la víctima, el pedido de disculpas por no haber sido eficaz en su protección, el firme compromiso de esclarecer lo sucedido.
Resulta indudable que la muerte de Alberto Nisman daña al Gobierno en forma mucho más profunda y peligrosa que aquella acusación que el fiscal impulsaba en vida. Este hecho, que en principio debería ayudar a diluir las sospechas sobre cualquier involucramiento del Gobierno en la muerte del fiscal, se ve obturado por la sucesión de impericias oficiales de los últimos días. Una sociedad agobiada y descreída, que supo dudar en el pasado de muertes evidentes o de la honestidad de probos funcionarios, asistió a irregularidades notorias de procedimientos, como la presencia de un viceministro en la escena antes de la llegada de la autoridad judicial; escuchó múltiples contradicciones; tuvo que asimilar que la custodia de un fiscal amenazado demorara once horas en abrir una puerta ante la falta de respuesta de su protegido, y que se tardaran más de dos días en descubrir un visible tercer acceso al lugar de los hechos, entre otras circunstancias.
Un daño mayor al propio Gobierno consiste en la conversión de la jefa del Estado en una suerte de columnista de opinión que olvida su lugar y relevancia institucional. Un presidente tiene el deber y la responsabilidad de emitir su opinión, pero ello no se condice con la prosa especulativa y detectivesca a la que asistimos. Hemos sido testigos del paso de la hipótesis del suicidio a la del asesinato, siempre que se refuerce la idea de una conjura que involucre a los enemigos señalados en los últimos años; hemos escuchado con asombro que se aseguraba que el Estado garantizaba la protección del fiscal amenazado, y que al mismo tiempo se sospeche de esa custodia y se pida que sea investigada.
No se puede ejercer el poder del Estado, denunciar una conjura y un asesinato, dar nombres y despedirse hasta la próxima carta sin otra medida que la plausible aunque tardía desclasificación de los archivos de la Secretaría de Inteligencia vinculados a la causa AMIA y el compromiso de reorganizar el sistema de Inteligencia de la última aparición presidencial.
La muerte del fiscal Nisman ha puesto de relieve una larga deuda de la democracia argentina con el control y la reorganización del aparato de Inteligencia. A la escandalosa connivencia entre parte del sistema judicial y las cloacas del poder consolidada en los años 90 se suma la pugna entre sectores de ese aparato y la ilegal inteligencia ejercida por las Fuerzas Armadas. Los gobiernos democráticos han hecho poco y el Congreso no ejerce la supervisión que le corresponde. No es una responsabilidad que competa sólo al actual oficialismo, pero sin duda éste ha empeorado la situación en los últimos 12 años: hoy, el discurso de los actores públicos parece dictado por ese poder en las sombras. Si hay una responsabilidad oficial en los últimos acontecimientos, es ésta.
El tardío y necesario compromiso de disolución de la SI y la reorganización del sistema de Inteligencia no pueden darse en condiciones de competencia desleal de parte del oficialismo. Asistimos a un discurso que nos anuncia el fin de los carpetazos poblado él mismo de carpetazos, impropias interferencias en la causa judicial y publicación de información privada de los ciudadanos por parte de distintas agencias estatales. Es el dudoso compromiso de parte de las autoridades con el Estado de Derecho lo que hace quimérica la propuesta en el escenario actual.
En los últimos días se ha intentado comparar la muerte de Nisman con otras muertes dudosas y asesinatos de la democracia: los casos del brigadier Etchegoyen, el capitán Estrada, Lourdes Di Natale o Marcelo Cattáneo. En todos aquellos casos supuestamente se pretendía silenciar a un testigo clave de un hecho de corrupción oficial. El caso Nisman toca una fibra aún más sensible y sus consecuencias políticas son mucho más peligrosas.
La fuerte sospecha de que un cadáver ha sido lanzado sobre la mesa en una operación política remite a los peores fantasmas de la violencia política que la sociedad argentina creyó exorcizar en 1983. Este hecho nos habla de la fragilidad y el pesar del momento actual, un momento que en palabras del primer presidente de la democracia recuperada podría ser descripto como "un instante en el que el pasado nos ha alcanzado".
El autor es sociólogo y doctor en Ciencias Políticas
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