En la experiencia del capitalismo contemporáneo no se conocen casos en los que los países consigan el despegue de sus economías sin el auxilio e intervención del Estado; los desafíos del gobierno de Javier Milei
¿Cuáles son los desafíos que plantea la reducción del aparato del Estado que lleva adelante el gobierno de Javier Milei y cuáles son los impactos que pueden esperarse en materia política y social? La respuesta no es sencilla.
El principal desafío de todo gobierno es tratar de conciliar tres cuestiones centrales y permanentes de la agenda estatal: una gobernabilidad democrática, un desarrollo económico sostenible y una distribución equitativa del ingreso y la riqueza. Hay un equilibrio inestable y una tensión permanente entre estas tres cuestiones.
Un mayor desarrollo económico genera mejores posibilidades distributivas, mayor bienestar social y condiciones de gobernabilidad más favorables. Inversamente, hay un “efecto dominó” negativo en situaciones de estancamiento, inflación, desempleo, pobreza, protesta social e ingobernabilidad.
Al actual gobierno, la ciudadanía le otorgó su apoyo, confiando en que sería capaz de revertir ese círculo vicioso que, salvo muy breves interregnos, agobia al país desde hace medio siglo. En su diagnóstico, el presidente Milei propuso que para romper ese círculo había que “aserrar” el aparato estatal y liberar las fuerzas del mercado. Reduciendo el peso y el agobio que el Estado genera a la actividad productiva, la propia dinámica de la “mano invisible” del mercado revertiría la relación entre desarrollo, equidad y gobernabilidad.
En consecuencia, el discurso oficial invirtió el relato: en lugar de “benefactor”, el Estado fue denostado como “organización criminal”, como “el problema” y no “la solución” de las reiteradas crisis atravesadas por el país. Si se lo desregula eliminando sus organismos de intervención en los mercados, si se privatizan sus empresas, si se minimiza el “robo” de los impuestos que lo alimentan, si se reduce su organigrama y se echa al ejército de ñoquis que lo puebla, junto a la “casta” que los apaña, habrá desaparecido la principal causa de todos los males de la Argentina y “dentro de 35 años seremos Alemania”.
El fracaso de otras fórmulas
Una parte mayoritaria de la ciudadanía apostó a esta propuesta, frente a la frustración generada por el fracaso de otras fórmulas ensayadas en el pasado. El gobierno de Menem fue reivindicado como modelo a imitar, muchos de sus personeros reaparecieron súbitamente en el escenario público y las medidas iniciales adoptadas señalaron el comienzo del desguace estatal. Se redujo a ocho el número de ministerios, se inició el cierre de algunas agencias públicas, se produjeron desregulaciones y se anunció el despido de 70.000 empleados públicos (luego rebajado a 15.000).
Por otra parte, se puso en marcha una serie de auditorías de diversos programas gubernamentales y regímenes especiales, que permitieron “destapar ollas” y descubrir corruptelas ocultas.
Entre otros efectos, estas acciones contribuyeron a mantener el apoyo de la ciudadanía al Gobierno, como lo reflejaron distintas encuestas. Pero para responder a la pregunta inicial de esta nota, interesa más especular sobre sus consecuencias sobre la futura organización y funcionamiento del Estado y sobre la reversión del círculo vicioso de subdesarrollo, pobreza e ingobernabilidad.
Veamos. No cabe duda de que un Estado sobredimensionado e ineficiente, pero sobre todo ineficaz, es incapaz de reiniciar un círculo virtuoso. En eso coincido con el gobierno. Pero el Estado, en la Argentina, no se reduce a la jurisdicción nacional, es decir, a la administración central, descentralizada y desconcentrada; a las empresas estatales y otros entes dependientes del poder ejecutivo nacional. El Estado son también los otros poderes, así como las instituciones gubernamentales de provincias y municipios, cuya dimensión es muy superior a la del Estado nacional.
Si nos limitamos al empleo público, el total de personal empleado en las jurisdicciones nacional, provincial y municipal supera los tres millones de personas y algunas estimaciones –como el Cippec- lo ubican más cerca de los cuatro millones.
La dotación de la administración pública nacional, incluyendo empresas y sociedades del Estado, asciende a unas 330.000 personas. Si se le suma el personal del Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación, las universidades, el Servicio Exterior de la Nación, el Servicio Penitenciario Federal y el personal no civil de las Fuerzas Armadas y de seguridad, el total podría ascender a alrededor de 800.000 empleados a cargo del Tesoro Nacional.
Esta cifra representaría una cuarta parte del personal total de los distintos niveles de gobierno. Por eso, para que la motosierra también alcance a los gobiernos subnacionales, el Presidente recortó o anuló las transferencias a las provincias, intentando que estas imiten al gobierno nacional en su política de ajuste.
Sin duda, el empleo público en todo el territorio argentino ha sido tanto un paliativo de la falta de oportunidades de empleo como un mecanismo de adscripción política para sostener gobiernos. En 13 de 23 provincias argentinas, el empleo público supera al empleo privado registrado. En Formosa, por ejemplo, el 70% de todos los empleados con aportes, trabaja en la administración provincial o municipal. En Santa Cruz y La Rioja, el empleo público representa entre el 20% y el 18% del empleo total.
Pero la dimensión del Estado no se reduce al costo de su dotación de personal, que es una fracción menor del presupuesto. El verdadero peso del gasto público corresponde a los subsidios, transferencias (sobre todo jubilaciones) y servicios de la deuda. Por eso, el Gobierno decidió eliminar o reducir la significación de estos rubros, así como los costos salariales, apelando, además de la motosierra, a otro instrumento menos aparatoso, pero igualmente ruidoso: la licuadora.
En definitiva, todo apunta a reeditar una experiencia que el país ya conoció durante el menemismo. Una orientación política que si bien contrajo el aparato estatal, acabó conduciendo a una de las mayores crisis que sufriera la Argentina.
La mano invisible
Queda pendiente una reflexión acerca de si “muerto el perro se acabó la rabia”; si se jibariza el Estado, la mano invisible del Mercado, con el auxilio de las Fuerzas del Cielo, nos conducirán dentro de una generación y media, al soñado Milenio en el que integraremos el primer mundo.
Me pregunto si es lo que hicieron Alemania o los países escandinavos. O, incluso, los Estados Unidos. O los varios tigres asiáticos que asombraron al mundo con su impresionante despegue económico hace ya muchas décadas. Es indiscutible que en todos ellos el estado desarrollista y sus políticas de industrialización y apoyo a la innovación científico-tecnológica, fue un factor decisivo de su rápida incorporación al núcleo de países líderes del mundo desarrollado.
Claro, se trató de Estados cuya protagónica y decisiva intervención en los mercados obedeció al principio de “autonomía enraizada”, popularizado por Peter Evans, es decir, estados “catalíticos”, capaces de producir estímulos en la actividad productiva, sin mezclarse con los intereses económicos que activan.
No se conoce en la experiencia del capitalismo contemporáneo, ningún caso en que los países consigan el despegue de sus economías sin el auxilio e intervención del Estado. Lo que sí sabemos, como lo expresara hace mucho el propio director gerente del FMI, Michael Camdessus, es que “si se abandona totalmente el mercado a sus mecanismos, se corre el riesgo [...] de que los más débiles sean pisoteados”.
También Lester Thurow, infalible futurólogo, señaló que los mercados libres y sin ataduras tienen la costumbre de descubrir actividades muy rentables, pero improductivas, por lo que la maximización de los beneficios -atada a la prosecución del interés individual- no siempre conduce a la maximización de los productos. Con mucha frecuencia la “mano invisible” de Adam Smith se convierte -en sus palabras- en “la mano de un carterista”. O, en mis palabras, en el garfio de un pirata.
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