Una provincia que refleja el rostro malogrado de nuestra democracia
Las elecciones tucumanas del domingo pasado, y la sucesión de acontecimientos que de ellas derivaron, convocan, antes de intentar cualquier explicación, una serie de adjetivos: patéticas y paródicas, grotescas, desatinadas, groseras.
Quizá todo intento de análisis debiera detenerse allí: hay situaciones que no pueden ser mejor explicadas que por medio del adjetivo. Pero debajo del escenario montado por un gobierno provincial de nulas virtudes cívicas, escasas calidades morales y pocos méritos intelectuales que no sean los necesarios para la trampa y el engaño, danzan los fantasmas que acechan a la democracia argentina: corrupción, nepotismo, fraude, incompetencia, clientelismo, las formas interminables de la degradación institucional y del adelgazamiento de la vida pública.
Tucumán no es simplemente Tucumán: es un espejo, apenas deformado, apenas aumentado, de una democracia que ha caído en su propia trampa: promover mecanismos de sucesión no competitivos, cobijarse bajo el nombre de las mayorías para consagrar situaciones de exclusión y vulnerabilidad de aquellos a quienes dice proteger, invocar los valores de la libertad para cercenarla.
Lo que Tucumán exhibe no es -o, cuando menos, no es solamente- el desquicio arbitrario de unos caudillos premodernos: es sobre todo el modo en que un grupo oligárquico ha ido utilizando los procedimientos de la democracia para destruirla.
En medio del caos, se oyen con claridad las voces de aquellos que buscan encontrar a los culpables entre "los enemigos del pueblo". Es posible que crean sus argumentos, pero para hacerlo deben desconocer que quienes se manifiestan ante el poder local no lo hacen para reivindicar privilegios, sino para exigir el cumplimiento de derechos.
El enfrentamiento de hoy en Tucumán no es el enfrentamiento entre "los privilegiados" y "los desposeídos", como querrían hacernos creer el gobierno de la provincia y el de la Nación.
En nombre del pueblo
Es el conflicto entre quienes se han cansado de la traición a la democracia que, en nombre del pueblo, ejecuta cotidianamente una oligarquía insaciable que, movida por temor, actúa de manera cínica y arrogante.
Una oligarquía que no está dispuesta a perder, ella sí, sus privilegios y sus riquezas, las prebendas del poder y los símbolos con los que recubre su insignificancia.
Pero Tucumán no es Tucumán: es el malestar de una democracia que se ha entregado a sus verdugos, que ve cómo, en nombre de las mayorías, un grupo que carece de escrúpulos se reparte los restos de la vida pública y de las riquezas comunes a expensas del empobrecimiento material, cultural y social de aquellos a quienes, desvergonzadamente, dice defender.
Por eso, no hay que mirar a Tucumán como algo distante, sino ver allí reflejado el malogrado rostro de nuestra democracia.
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