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No se trata, en este caso, del nostálgico tango que lleva ese nombre, sino de las flores que evoca. Con evidente injusticia admiramos más aquellas flores raras o poco conocidas que las que se adaptaron a las condiciones que les ofrecen estas tierras, se aquerenciaron en nuestros jardines y son sus galas más fieles. Entre ellas, la madreselva Lonicera, que lleva el nombre de Lonicer, un médico y naturalista alemán. La más común entre nosotros, Lonicera japónica, alude a su origen, China y Japón; la Lonicera periclymenum, originaria de la cuenca del Mediterráneo, se cultiva en la Patagonia. Ambas son enredaderas: cuando sus tallos volubles no encuentran donde enroscarse, se arrastran por el suelo, echan raíces y se hacen invasoras. Pero tienen una virtud: son perfumadas y por eso han pasado a la literatura. "Atada al corazón siento a la madreselva -dice el poeta León Benarós- en que se resumen tibios años finiseculares de porteño estilo." Otra variedad parecida a las nombradas, pero menos común, aunque presente en los viveros, es la L. heckrottii, con flores rosadas y amarillas, también perfumadas, y hojas sin pecíolo y aovadas, lo que valoriza el follaje. Todas pueden durar y perfumar desde el florero. Se puede ver también madreselvas de vistosa floración, pero sin perfume; L. brownii, de follaje perenne, rápido crecimiento y abundante floración; L. caprifolium madreselva rosada, de follaje perenne y flores abundantes. Pero hay loniceras que no son madreselvas, sino pequeños arbustos muy ramificados; son las loniceras nítidas, de hojas pequeñas y compactas.


