Dactilógrafas, gráficos, ascensoristas, relojeros, fotógrafos de plaza y sombrereros son algunas de las profesiones que han debido mutar o morir en aras del progreso.
Si hay algo que creció con la pandemia fue el delivery. ¿Son los mensajeros de las app actuales un equivalente de los carteros de antes? Seguro que no desde la seguridad social y las condiciones laborales, pero en alguna medida, sí: el Estado privatizó el correo, el mail y el Whatsapp hirieron de muerte al franqueo postal, y ahora las poquísimas cartas que aún se escriben pueden viajar en la misma bicicleta o moto que la pizza o el helado.
En efecto, ese cambio no es el primero ni será el último. Basta mirar fotos de finales del siglo XIX, para comprender que la primera espada de Damocles que cayó sobre los oficios de entonces es el fin de la venta ambulante. Con la llegada de las heladeras, los autos y la organización del comercio desaparecieron los verduleros, los lecheros, pescaderos, carniceros, hojalateros y demás gremios que circulaban por la ciudad “a domicilio”.
Muchas tareas domésticas –tradicionalmente femeninas, y no siempre remuneradas– como lavar y planchar la ropa, o coser, fueron reconvertidas con la llegada del lavarropas, la plancha eléctrica y la nueva industria de la indumentaria. Las fotos de las lavanderas arrodilladas a orillas del Río de la Plata pueden parecer antiquísimas hoy en día, y lo son, pero no tanto en términos históricos: tienen unos 150 años o menos.
El cambio en materia de trabajo es permanente. El progreso trajo edificios, y los edificios ascensores, que a su vez precisaron ascensoristas: un oficio que murió junto con la automatización. Otra víctima de la moda fue el artesano del sombrero. Si antes ni hombres ni mujeres salían a la calle sin ellos, hoy quienes los usan pasan por excéntricos. Y en los autos quedaron las guanteras, pero sin guantes.
A veces, los procesos de cambio son lentos. Los relojeros fueron reconvirtiéndose en etapas. Primero sufrieron la llegada del reloj digital. A finales del siglo pasado, ya muy pocas personabas atesoraban su reloj y el oficio había quedado como una especialidad para casos especiales: reparar una reliquia familiar o volver a darle cuerda a un reloj heredado que aparecía en un cajón. En la actualidad, el rubro se combina con el de la joyería. Relojes y relojeros como los de antes son cosa del pasado.
Los guardianes de plaza aún existen, pero fueron mayormente reemplazados por las rejas. Los faroleros que cambiaban bujías o lámparas ahora cambian luces led, el canillita desapareció de las calles y los lustrabotas van camino de lo mismo: el zapato de cuero es una rareza. Mucho más en tiempos de home office.
Las dactilógrafas hace décadas que desaparecieron como tales, cuando las máquinas de escribir fueron reemplazadas por computadoras. Existen las secretarias aún, claro, pero sus competencias van mucho más allá que la mera velocidad del tipeo. El desarrollo de las telecomunicaciones también acabó con las telefonistas.
La popularización de las cámaras fotográficas a mediados de los años 50, fue barriendo poco a poco con los fotógrafos de plaza. Los que sobreviven son los que se apostan en lugares turísticos, con cámara e impresora digital y saben captar el momento con ayuda de la escenografía, simpatía y la calidad de la tecnología de su cámara ante el acecho y la competencia masiva de la telefonía móvil.
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