En 2015, el mundo se encontraba azorado por una epidemia en Liberia, Guinea y Sierra Leona, con 23.934 enfermos y 9792 muertos. Pero pocos se enteraron de que en 2016 fallecieron 90.000 personas por sarampión, más allá de quienes quedaron con lesiones crónicas o secuelas.
Rápidamente el mundo se movió en busca de una vacuna contra el Ébola, al mismo tiempo que vacunas ya conocidas, como la del sapampión, recibían todo tipo de críticas, y no porque se hubieran mostrado ineficaces. En la época previa a la vacuna contra el sarampión, que se aprobó en 1963, morían dos millones y medio de personas por año a causa de esta enfermedad, que es una de las más contagiosas, incluso mucho más que el Ébola.
El sarampión está causado por un virus que se transmite por aire o por contacto directo; es decir, manos y elementos contaminados. Ingresa por el tracto respiratorio y se extiende al resto del organismo.
Las complicaciones y las muertes son más frecuentes en menores de 5 años y mayores de 30 años, y se deben a encefalitis (compromiso del tejido cerebral), neumonía y/o deshidratación. Las secuelas más graves son la ceguera, la discapacidad intelectual y la panencefalitis esclerosante subaguda, entidad que se presenta años después de "curado" el sarampión, y lleva a una destrucción progresiva del cerebro.
La ciencia todavía no puede ayudar a quien se enfermó, ya que no existe ningún tratamiento antiviral específico, pero por suerte tenemos una vacuna para evitar la enfermedad. ¿Por qué hay personas que la rechazan? Es probable que haya en esto algo de moda, pero prefiero creer que quien toma una decisión de esta envergadura analiza todas las herramientas a su alcance.
Posiblemente una publicación de The Lancet (revista de gran prestigio en el mundo de la medicina) haya sido la que comenzó con esta gran controversia. En febrero de 1998 publicó un artículo del doctor A. J. Wakefield, quien sugería una relación entre las vacunas y el autismo. Años después, reconoció haber manipulado los datos, la revista informó del fraude y al doctor Wakefield se le retiró su licencia de médico. Pero el mal ya estaba hecho.
La cobertura de vacunación en Gran Bretaña en 1998 era del 98%, con menos de 100 casos de sarampión por año; en 2004 la cobertura había caído a menos del 80% y se contabilizaban más de 1000 casos. En ese momento, estas cifras demostraban un miedo totalmente justificable, pero que no debería existir hoy a la luz de las evidencias acumuladas.
La medicina moderna ya no quiere simplemente diagnosticar y tratar enfermedades, quiere ir más allá y prevenirlas: en vez de restaurar la salud busca que esta no se afecte. En los últimos años, los grandes avances conseguidos en el ámbito de la inmunología permitieron el desarrollo de varias vacunas nuevas: contra la hepatitis B (1986), la varicela (1994), la hepatitis A (1996) y, últimamente, contra el HPV (2006), que previene nada menos que el cáncer de cuello de útero, pene y ano.
La Argentina tiene un calendario de vacunación sumamente generoso, que permite que toda la población pueda -más allá de sus posibilidades económicas- acceder a este recurso que protege no solo a cada individuo, sino también a la sociedad en su conjunto. No permitamos que mitos y leyendas interfieran en la prevención de estos flagelos.
Profesora de Enfermedades Infecciosas en la Facultad de Ciencias Biomédicas de la Universidad Austral
Cristina Freuler
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