Osvaldo Raffo: el samurái que hizo de las autopsias un arte
El maestro forense, que intervino en el caso Nisman, murió de un tiro en la cabeza, que se atribuyó en una carta dirigida al juez
Hace poco menos de veinte años, Osvaldo Hugo Raffo tuvo sobre su mesa de trabajo el cuerpo exánime de otro maestro de la medicina: René Favaloro. Contaba él que nunca más pudo olvidar la profunda conmoción que lo embargó cuando le vio la cara de asombro y los ojos muertos, cuando debió pesar su cerebro, cuando tuvo en sus manos el corazón de esa eminencia que había ganado justa fama en el mundo por haber creado la técnica del bypass coronario, un corazón roto por un disparo voluntario de arma de fuego, la decisión de un hombre desilusionado, que ya no quería vivir.
Ahora Raffo ocupó el mismo lugar de ese hombre al que él llamaba "el maestro René", de quien decía que había muerto como lo hacían los héroes. Ahora fue su propio cuerpo enjuto, laxo, el que quedó en manos de uno de sus tantísimos discípulos que tuvo, ayer, la amarga misión de constatar que, quizás la noche del domingo, el máximo exponente de la medicina forense de la Argentina había muerto de un tiro en la cabeza, presumiblemente por propia mano.
Dos cartas dejó en la cocina de la planta baja de su casa de Florida al 2300, frente a las vías, en la localidad de San Andrés, partido de San Martín, donde él había iniciado, en 1963, su vastísima carrera como médico legista. Con más de 20.000 autopsias en su legajo, convertido en una leyenda viva, este médico nacido el 31 de octubre de 1930 en Parque Patricios, hijo y nieto de matarifes, eligió la previsión y cerró con palabras cualquier sospecha ulterior.
Una de esas cartas fue datada el domingo a las 8.35 y dirigida al "señor juez". De su puño y con apretada letra de caligrafía cursiva, firmada y con su sello de médico, afirmó: "No soporto más los dolores que me aquejan. No se culpe a nadie de mi muerte. Dios me perdone".
La otra, con mayúsculas más grandes, denotando premura y alerta, estaba dirigida a su asistente, Silvia Jakibiec. Ella no trabajaba los domingos y él sabía que el lunes sería la primera en llegar. Y le advirtió: "No te asustes. No subas sola. Dios te guarde". Encontró al maestro acostado dentro de la bañera, boca arriba; cubría su cuerpo una bata negra y, debajo, un pantalón corto celeste, de un pijama, y las medias puestas. Dentro de la tina, un revólver calibre .38 que pendía de la mano derecha explicaba el orificio mortal en la cabeza de Raffo.
La fiscal de San Martín Fabiana Ruiz ordenó preservar la escena, la casa en la que quedaron las katanas que Raffo, cultor de las artes marciales, fiel seguidor de los preceptos de los samuráis, usaba para hacer figuras de kendo y practicar, para vaciar la mente del desasosiego de la muerte y, también, para calmar los dolores articulares que lo aquejaban.
La fiscal convocó a los peritos y comenzó a trabajar en la lista de testigos por citar. Aunque todo indica que fue un suicidio, habrá de descartar primero todas las hipótesis de una etiología criminal del hecho. Lo mismo le hubiese sugerido el maestro...
Doloroso final
Hace meses que Raffo prácticamente no salía de su chalet, salvo cuando era indispensable. Tampoco recibía últimamente a las decenas de colegas que lo tenían como consultor, que sabían de la generosidad del profesor para compartir impresiones y conocimientos.
Lo dijo ayer, en Café de la tarde, de LN+, el doctor Carmelo Nápoli, uno de sus tantos discípulos: "Me di el lujo en la vida de tenerlo como maestro de ciencia forense y de la vida misma. Él siempre estaba presto a sacarnos dudas, a invitarnos a su casa. Era una maravilla de persona y un hombre de un conocimiento extraordinario. Lo que nos enseñó, lo que publicó, es de un caudal de ciencia y de inteligencia que no hemos vuelto a encontrar. Ahora hay más tecnología, pero cuando empezamos era todo más interpretativo, con menos recursos. Y él tenía la sabiduría de ver cosas que otros no veían".
Nápoli no quiso contar qué aquejaba a Raffo. Hace algunos años lo habían operado de la cadera; eso, sumado a un proceso articular degenerativo, le hacía padecer dolores intensos, devastadores. Su discípulo arriesgó: "Su dolencia no afectaba su capacidad mental. Pero por el dolor le dolía el alma. También le dolía lo que pasaba en la sociedad, en los tribunales... En los últimos años, salvo por dos o tres conferencias posteriores a su intervención en los peritajes del caso Nisman, casi no salió de su casa".
Junto con Julio Ravioli, antiguo colega suyo en el Cuerpo Médico Forense de la Corte -al que él entró en 1986, tras una vasta trayectoria como legista de la policía bonaerense-, y Daniel Salcedo, exjefe de la Policía Científica provincial, participó en la junta médica en representación de la querella y rubricó un informe en el que certificaba que el fiscal federal no se había suicidado, sino que lo habían matado.
El caso Nisman fue el último al que le puso oficialmente su oficio, esta vez como consultor. Pero para entonces la trayectoria de Raffo acumulaba miles de operaciones, muchas, cruciales para desentrañar algunos de los casos más memorables de la historia del crimen del país. Él descubrió, en febrero de 1988, que el bisturí de un colega había cercenado del cadáver de Alicia Muñiz el músculo esternocleidomastoideo, con la aviesa intención de ocultar la evidente marca que debió haber dejado la poderosa mano de Carlos Monzón al levantarla del cuello para arrojarla al vacío desde el balcón de un chalet de Mar del Plata.
Él hizo la segunda autopsia de María Soledad Morales -la más difícil de su carrera, en sus propias palabras-, en la que descubrió que la chica de 17 años había muerto el 8 de septiembre de 1990 por una sobredosis, y que habían intentado reanimarla en una clínica de Catamarca, antes de arrojar su cadáver a la vera de una ruta.
Y también tuvo frente suyo a Carlos Eduardo Robledo Puch, a quien doblaba en edad y no pudo sostenerle la mirada vacua, azul como el hielo profundo, que le lanzó el Ángel de la Muerte cuando le confesó, uno a uno, sus crímenes, en el verano de 1972.
Eso es solo una parte del legado del maestro de forenses que se fue.
Pasó más de medio siglo en las morgues
En la facultad
Con 18 años ingresó en la Facultad de Ciencias Médicas de la UBA, donde se recibió en 1957. Hizo prácticas en el Hospital Salaberry, cubrió cargos en el Tornú y en el Clínicas y fue médico de emergencias. Se casó, pero no tuvo hijos.
En la policía
En 1963 ingresó como médico en la Policía de Buenos Aires. Se recibió de médico legista y se especializó en psiquiatría forense. Fue cuestionado por haber negado las torturas recibidas por Jacobo Timerman durante la última dictadura. Intervino en casos resonantes, como el del mayor asesino serial del país, Francisco Laureana, y el de Carlos Robledo Puch. Escribió un libro esencial para los forenses: La muerte violenta.
En la Corte
Tras su retiro de la policía bonaerense como comisario inspector profesional, en 1986 ingresó en el Cuerpo Médico Forense de la Corte Suprema. Tuvo participación crucial en el caso de María Soledad Morales, en el homicidio de Alicia Muñiz a manos de Carlos Monzón y en el del soldado Omar Carrasco. Luego se convirtió en consultor privado e incluso participó de un programa de TV: Forenses, cuerpos que hablan.
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