Don Gabino Alvarez, el peón golondrina
Llegó mordiendo un silbido, montado y con otro caballo de tiro, acompañado por más de media docena de perros agitados; la segunda entrega de las historias a la vera de la ruta que une los extremos del país
Una campera entera lo abriga desde los pies hasta el cuello. Grandote y macizo, don Gabino Alvarez marcha al tranco sereno de la vida, persiguiendo algún trabajo, dispuesto a cualquier faena temporaria: esquilar ovejas, tropear vacas, conchabarse un una estancia, levantar paredes, acomodar galpones. Es un peón golondrina, un emigrante buscador de vida. Su existencia misma es el camino y su huella la del esfuerzo.
Gaucho práctico de botas de goma y gorro de lana, derrota horizontes australes montado a su caballo. Nacido en la trasandina isla de Chiloé, llegó a los 18 años a la Patagonia argentina y nunca regresó a su pago natal. Con la dificultad de hallar un empleo fijo, su marcha de peregrino trashumante se fue volviendo un hábito parejo y constante. Así lo sorprenden los días, yendo y viniendo.
Gaucho práctico de botas de goma y gorro de lana, derrota horizontes australes montado a su caballo.
Volviendo de las cercanías del cerro Chapel por un camino que va bordeando el mar, Alvarez pasó frente a una retirada casilla de pescadores en el Cabo San Pablo, donde fue invitado a desensillar. Desmontó su cuerpo cansado e ingresó al hospitalario rancho. Calentaron algo, improvisaron una mesa y se sentaron.
Empieza a oscurecer dentro de la lúgubre casilla. El piso es de tierra y una salamandra de fierro, que ya ennegreció el techo del ranchito, convoca con su calor. Allí hay una tabla repleta de cosas, se trata de un desorden prolijo: una cuchilla envainada en cuero crudo, tanza de pescar envuelta en una maderita de cajón de fruta, una palangana vieja, y al lado de la puerta, un espejo redondo y quebrado, con marco de plástico. Hay también un almanaque amarillento, del año pasado, y más allá, colgado de un clavo, un cucharón grande y mugriento.
Más arriba, en una repisa enclenque, descansa una pequeña radio negra que repite con interferencias un chamamé litoraleño. De un alambre que baja de la viga central, un viejo sol de noche hamacará más tarde luces y sombras, como un barco azotado por la tormenta.
Polvo, camino y distancias. Alvarez había realizado el penoso viaje de una semana y tres días desde el sur del Cabo Ewan hasta unas leguas al oeste del Cabo del Medio, a cargo de un lote de ovejas. A pesar del cansancio de la travesía sus ojos miran la realidad con simpleza, y no sólo eso sino que sonríen con un brillo pícaro. De repente recuerda algo, regala una risa franca y se golpea la frente con la mano abierta, inclinando su cabeza hacia atrás. "A veces me pregunto que estarán haciendo mis compañeros que dejé en Chile mientras yo ando de resero por estos lados", comenta mientras jornadas enteras de polvo y balidos de ovejas visitan su recuerdo de peregrino.
Aunque viaja herido de distancia asegura que no tiene intenciones de abandonar "la isla", como él llama a Tierra del Fuego. Según su relato los perros son los únicos compañeros en su éxodo errante. "Por mis queridos perros nunca podría irme de la Patagonia, no sería capaz de abandonarlos jamás", explica mientras gesticula con sus grandes manos. Y agrega orgulloso señalando con el dedo índice un ovejero pelo bayo, "mirá, ese es mi puntero, él va delante de todos los demás, incluso de las ovejas, señalando el camino de la tropa. Los otros escuchan su ladrido y saben para dónde tienen que rumbear los animales".
"Por mis queridos perros nunca podría irme de la Patagonia, no sería capaz de abandonarlos jamás".
Más allá de la ventana del solitario puesto de los pescadores silba el atardecer una música helada. Álvarez termina de comer en el plato hondo de lata, se limpia los labios con la manga de su overol, mira por la ventana y agradece mientras se levanta. Desde afuera, al verlo venir, uno de sus perros estira el peso de su cansancio y sale a su encuentro como esperando un gesto.
Aunque la realidad de la fatiga toca sus pesados huesos, nuevamente monta a caballo y se dispone a salir al camino, su viejo conocido. Le han comentado que al sur estaban necesitando gente para alambrar unos potreros. Sólo quedan dos leguas para el puesto más cercano y tiene el propósito de dormir y amanecer allí.
Es casi de noche, sobre su cabeza avanzan ordenados como flecha una bandada de patos que ya son puntos negros en el horizonte naranja. Montado sobre su animal oscuro y con la esperanza de tiro, don Alvarez también lo será en un momento. Él también es golondrina.
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