Por la fuerte presencia de clientes de ese país que no hablan español, una de las dueñas decidió no solo traducir el menú sino explicar en detalle qué es cada plato
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Soler es probablemente el único restaurante en el mundo en el cual la palabra pizza se escribe “пицца”. Pese a que su revisora le dijo que en Rusia utilizan la palabra pizza –es decir, en el alfabeto latino–, Samara Portella optó por “пицца”, para que así estuviese todo el menú en alfabeto cirílico.
La sommelier de Soler, Vino y Pizza, una esquina palermitana identificada con toldos azules, donde combinan una pizzería gourmet con una pequeña vinoteca, cuenta que decidió hacer un menú especial en ruso porque percibió una fuerte presencia de clientes de ese país en el último tiempo, que muchas veces no entendían ni el menú en español ni en inglés. “Tuve la idea porque mi papá vivió en la Unión Soviética por muchos años. Por eso le pedí ayuda a él y a mi tía que vive en Moscú”, relata.
“Nuestros traductores nos comentaron que los rusos son súper detallistas y les gustan las especificaciones precisas de lo que consumen, así que no se trata solo de traducir, sino que tuvimos que aclarar en ruso por ejemplo qué es una fainá y de qué se trata un vino biodinámico”, agrega.
No alcanzaba con decir que los agnolottis tenían carne: era necesario especificar qué tipo. No solo había que vencer la barrera idiomática, sino también explicarles los productos; o que, por ejemplo, la fainá [que se tradujo fonéticamente porque no existe la palabra en ruso] suele acompañar a la pizza en un mismo bocado.
Para la carta especial, Samara y su socio, Sebastián Carreras, eligieron sus mejores productos: “Los clásicos”, dicen, como tortilla, bresaola y fainá; tres pizzas rojas, margarita, stracciatella y prosciutto siciliano y rúcula; y tres blancas, morcilla y huevo, cuatro quesos y carbonara. También los platos “especiales”, como milanesa napolitana y agnolottis. De postre, tiramisú.
Agregaron cuatro vinos naturales de pequeñas producciones –su especialidad–, entre ellos su propia etiqueta: Soler. Y a cada uno también le sumaron una explicación.
Los vinos ocupan toda una pared del local, en una estantería de hierro negra iluminada especialmente. Este mes empezarán a importarlos a Brasil y, si todo sale bien, esperan abrir Soler en ese país pronto: dependerá del público si la sucursal brasileña será un local de vinos u otro restaurante. “Nos resultó imposible. Es muy difícil planear algo a largo plazo acá con la economía de este país”, lamenta Samara.
Ella nació en Brasil, pero vive en Buenos Aires hace 11 años.
El local está ubicado en Soler 4201. Fue el primero y abrió en 2019. Dos años después, en mayo de 2021, para sobrevivir a las restricciones por la pandemia de coronavirus, abrieron un punto de venta en Recoleta, la primera vinoteca únicamente con etiquetas de vinos naturales. La tienda de vinos, cervezas y licores casualmente está al lado de la embajada rusa. En octubre del año pasado sumaron su tercer local, en Coronel Díaz y Santa Fe.
Aluvión ruso
Desde que Rusia invadió Ucrania hace aproximadamente un año, se calcula que entre 500.000 y un millón de rusos abandonaron el país y se instalaron en distintas partes del mundo. Muchos de ellos eligieron la Argentina como lugar de destino y se instalaron mayormente en la zona de Palermo y Recoleta, en coincidencia con la ubicación de los hospitales y clínicas privadas en donde muchas mujeres embarazadas están dando a luz a sus bebés.
En general, dadas las dificultades burocráticas para alquilar a extranjeros, consiguen viviendas de forma temporal por tres meses y luego van renovando los contratos o buscando nuevos lugares en la misma zona o en barrios cercanos como Villa Crespo, Balvanera o Montserrat.
“Se nota que tienen mucho conocimiento, un buen poder adquisitivo y cultura gastronómica”, describe Samara sobre sus nuevos comensales. Los precios de las botellas que consumen en promedio van desde los $4500 a los $9000.
Los platos que más piden son la pizza carbonara y la stracciatella. Según cuenta Roxana, que trabaja en Soler hace un año, los ciudadanos rusos suelen venir a partir de las 18 horas. La mayoría son parejas: hasta donde recuerda no ha tenido grandes mesas, como máximo contaron con cuatro comensales y, en sintonía con la nueva ola migratoria, varias fueron mujeres embarazadas.
“Los recibimos con mucho gusto, son más que bienvenidos. Es un público súper amable –dice Samara–. Son nuestros nuevos vecinos: si siguen viniendo seguramente vamos a tener más páginas en el menú”.
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