Jóvenes que nacieron en países que ya no existen más
Testimonios de personas que vivieron parte de sus vidas en una patria como la Unión Soviética, Alemania del Este, Yugoslavia, sitios que modificaron sus territorios y su cultura
Como una reminiscencia de la mítica Atlántida, el siglo pasado dejó una sucesión de países que ya no existen como tales. No por el castigo de dioses ni por fenómenos naturales como imaginó Platón en los diálogos entre Timeo y Critias, sino por decisiones políticas. La desaparición del imperio austro húngaro, la ruptura de la Unión Soviética, el fin de Alemania del Este, la disolución de Yugoslavia son ejemplos de ello.
Pero, cuál es la Patria para las personas que nacieron y vivieron parte de sus vidas en esos países que ya no existen como ellos la conocieron; cómo los afectó en su identidad; qué sobrevive de aquello, cuánto se perdió en esas fracturas territoriales y culturales.
Serguei Khamidulin, URSS
Serguei Khamidulin nació en Taskent, la actual capital de Uzbekistán, en 1982. Creció hasta los nueve años bajo el régimen comunista, como parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Esa era su patria grande. Cuando dejó de serlo y se desmembró en quince repúblicas independientes, tras cinco años de fuertes carencias, su familia decidió emigrar. Ya vería dónde.
Teníamos un juego muy típico que era el tanquecito: en un predio de 15 metros más o menos te ponías en un extremo y tirabas un cuchillo, había que clavarlo en la tierra
Ahora con 32 años, instalado desde hace 18 en Buenos Aires, Serguei hace el intento de ponerse en la piel de aquel niño soviético. En un español casi perfecto, dice que de su infancia recuerda lo difícil que le resultaba a su familia conseguir la comida. "Tendría cinco años y me acuerdo de los cupones que nos daban. Nosotros teníamos algo más porque mi abuelo era veterano de la Segunda Guerra Mundial, pero aún así había déficit", dice. "Tengo presente que hacíamos cola para recibir provisiones. Para comprar leche había que madrugar: llegaba muy temprano al barrio una cisterna con leche y había que estar ahí porque nunca alcanzaba. Estábamos desde las seis, íbamos con dos bidones de tres litros, con tarros, lo que tuviéramos".
Si hace memoria, también recuerda algunos momentos de juego: la escondida, la mancha y el fútbol eran sus favoritos. "Cada edificio tenía un patio grande con lugar para huertas y jardín. Ahí nos juntábamos para jugar", dice. De adolescentes, al fútbol le sumaban alguna fogata y charlas al aire libre. "Teníamos un juego muy típico que era el tanquecito: en un predio de 15 metros más o menos te ponías en un extremo y tirabas un cuchillo, había que clavarlo en la tierra, si quedaba clavado dibujabas ahí un tanque y podías seguir jugando, sino perdías el turno. Era una herencia de la Segunda Guerra".
Hasta entonces, no conocía un videojuego ni por foto. Después del 91, con la disolución de la Unión Soviética, empezaron a llegar juegos de Turquía y China. "Tenía nueve años cuando ví una consola de videojuegos. Me encantó, pero nunca pude tener una. Me acuerdo que me impactó ver algo así tan distinto a todo", dice. Lo primero que pidió cuando llegó a la Argentina acompañado de sus padres y su hermana Olga fue una consola de juegos y una PC. "Aprendí computación a partir de mis ganas de jugar. Luego hice unos cursos de informática", cuenta. Tanta era la curiosidad que su cerebro fue como una esponja. Ahora Serguei se dedica a trabajar en soporte de redes y telefonía. En estos días estrena nuevo trabajo en una empresa china líder en el mercado.
- ¿De qué país sos?
[Piensa unos segundos] Siento que pertenezco a la cultura rusa. Escribo, leo, me gusta la historia rusa. Acá participo de una organización que promueve la actividad rusa en la Argentina, que es la más grande del continente americano. Canto, me gustan las canciones de folklore ruso, los bailes.
Serguei muestra algunas fotos en las que se lo ve caracterizado con ropas tradicionales. Cuesta pensar que en algún lugar de Rusia alguien luzca hoy esas camisas bordadas, esos chalecos típicos y los pantalones de lienzo con dibujos y arabescos. Difícil imaginar a las mujeres con los coloridos trajes que visten en los stands en los que estos jóvenes promocionan su cultura.
- ¿Sentís nostalgia por tu lugar de nacimiento?
- Más o menos. Sé que la ciudad donde nací está. Nos queda allá alguna familia amiga con la que me puedo encontrar. Como me nacionalicé argentino el año pasado antes no podía salir, por eso nunca volví a Uzbekistán. Ahora sé que si quiero ir voy.
No sabe si quiere.
Ana Wortman, especialista, nieta de un polaco
La doctora en Ciencias Sociales e investigadora del Instituto Gino Germani de la UBA Ana Wortman recuerda que las generaciones de inmigrantes que llegaron al país a fines del siglo XIX y principios del XX venían de regiones de Europa que luego se transformaron por la Primera Guerra Mundial. Como si no bastara la historia de los libros, dice: "Mi abuelo había nacido en un lugar que ya no existe más, al lado de Polonia; cuando vino acá era polaco, pero después ese lugar pasó a ser de Rusia, con lo cual tampoco era polaco". Así, se fueron forjando nuevas identidades a partir de esos cambios en Europa.
Wortman cuestiona la idea de que las identidades modernas estén ancladas en un territorio. Y se refiere a experiencias como la de Serguei, que se convirtió en una especie de embajador cultural en la Argentina. "La gente cuando migra recrea sus lugares de origen, construye un destino y una identidad nuevas. Inventan una idea de su país que ya no existe en ningún lugar. Es una invención de la tradición".
Sin embargo, esta intelectual cree que en el caso de los habitantes de Alemania del Este es distinto. "Ahí lo que desapareció fue el valor del comunismo, es una experiencia que fracasó: fue el fin de un proyecto político", dice.
Dirk Damaschke, Alemania Oriental
Escuchar el relato de vida del alemán Dirk Damaschke es como repasar escenas de Good Bye, Lenin! la famosa película dirigida por Wolfgang Becker. Dirk nació en Zittau, un territorio ubicado en Alemania Oriental. Cuando cumplió 16 años, cayó el muro. "Recuerdo que la infancia fue de mucho juego al aire libre. También había muchas fiestas y encuentros, lo familiar era muy importante", dice. "Me acuerdo de una celebración a los 14 que se llama "Jugendweihe": era la fiesta en la que uno cambia de niño a adulto. Después de festejar con la familia, los jóvenes nos fuimos a pasear por el pueblo y me emborraché por primera vez. Mis padres no se pusieron malos", dice Dirk en un castellano que practicó cuando vivió en la Argentina.
Para Dirk, su "break", su recuerdo más intenso ocurrió a los 16, con el fin de la República Democrática Alemana (RDA). "Fue todo nuevo, un cambio enorme. De un momento a otro se pudo viajar a donde uno quería, había de todo para consumir, pero también estaba la pregunta de qué hacer: en el sistema socialista no había tantas opciones, estaba todo organizado, dice. "Fue muy difícil al principio. Lo bueno es que como tenía 16 me adapté mucho más rápido que la gente mayor, que había vivido la otra vida por muchos años".
En Berlín había gente por todos lados. Comimos chocolate, tomamos café, Coca-Cola, la gente mayor compraba cigarrillos. Parecía un pueblo feliz
Cuenta que una o dos semanas después de la caída del muro fueron con su familia a conocer Berlín, como casi toda Europa del Este. "Las autopistas estaban llenas, llenísimas. En Berlín había gente por todos lados. Comimos chocolate, tomamos café, Coca-Cola, la gente mayor compraba cigarrillos. Parecía un pueblo feliz".
- ¿Te fuiste en algún momento de Alemania?
- Viví en la Argentina por catorce meses. Es como mi segunda o tercera patria. Mi primera ya no existe más.
-¿Cuál es tu Patria ahora?
-Soy de Alemania. Es decir, no me molesta ser alemán pero tampoco lo digo con orgullo. Me siento más Oberlausitzer, la región de donde soy.
Vanja Kiršner, Yugoslavia
Vanja Kiršner también tiene memoria de que su país no es el mismo que recuerdan los mayores de su familia. Ella nació en Kranj, Eslovenia, cuando este país era una república regional de Yugoslavia. Sus padres, con sus recuerdos de aquellas épocas, la ayudan a conformar su propia memoria. Tiene 26 años y era muy pequeña cuando Eslovenia logró la independencia.
Lo primero que elige contar Vanja vía mail desde Kamna Gorica, donde vive, es que hay cosas que no cambiaron: la nieve siempre fue imposible para ella en esta época del año. Entonces, empieza a relatar su pasado en inglés –sabe algo de español pero no se siente cómoda como para soltar sus recuerdos en esa lengua.
Yugoslavia fue el país en el que mis padres crecieron, sólo eso
Habla de la niñez, con sus diversiones prescindentes de juguetes: su preferida era el "gummytwist", que traduce como el juego de saltar a la soga entre dos amigas. Según sus padres -ella serbia, él bosnio-, la sensación de vivir en la Yugoslavia comunista era de seguridad económica (no faltaba el trabajo) y física (no vivían situaciones de violencia). Lo negativo de aquel régimen era que el dinero "valía poco" y que había productos que no se conseguían ni a precio de oro. Por ejemplo, bananas, kiwis o pañales descartables. "Mi madre tenía 19 años cuando probó una banana", dice Vanja.
Por momentos, su familia recuerda con nostalgia aquellos tiempos, sobre todo cuando les toca de cerca la incertidumbre de la falta de trabajo. Vanja, en cambio, parece no añorar aquel país grande que fueron. "Mi casa es Eslovenia", dice. "Yugoslavia fue el país en el que mis padres crecieron, sólo eso".
Los relatos de todas estas personas parecen dejar en claro que hay un país definido como Estado: figura en un mapa, tiene sus límites, su gobierno, una capital. Pero hay otro país definido como "paisaje": son las imágenes de la duración de la vida, el territorio de los afectos, los lugares no de la geografía sino de la memoria.