
La historia oculta de la ropa que se vende a precios muy bajos
Se fabrica en Flores, Floresta y la Paternal
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Es un caluroso viernes por la tarde. Los locales de ropa de la calle Avellaneda brillan con colores de la nueva temporada. Ana María Suárez recorre la zona con su hija Carolina en busca de un vestido. Entran en un negocio cuyos dueños son nativos de Corea.
"Estaba buscando algo para la fiesta de 15 de una compañera, pero es onda tranqui , no muy cargado", apunta la adolescente. La vendedora se da vuelta, busca en un perchero y muestra un vestido de hilo turquesa. "Este te sale cinco pesos. Probátelo, ¡queda divino!", señala con intención de convencerlas.
"¿Cinco pesos?", pregunta la madre, mientras inspecciona la prenda, como si buscara la razón de la oferta.
-¿Tiene alguna falla?, pregunta.
-No, ése es el precio al público.
Quizá la respuesta que busca la mujer no se encuentre en la misma prenda, sino en su confección.
* * *
Jovana tiene 23 años y dejó Cochabamba, en Bolivia, para trabajar en un taller textil del barrio de Flores. Trabaja 14 horas por día, sentada frente a una máquina. Por hora, cose 15 prendas y cobra 59 centavos. Son doscientos pesos al mes. La suya no es una historia aparte. En los últimos dos meses, la Administración Nacional de la Seguridad Social (Anses) realizó 60 operativos en talleres textiles clandestinos en Floresta, Flores, la Paternal y Villa General Mitre. En los procedimientos conjuntos que hicieron con el Ministerio de Trabajo, la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP) y la Dirección Nacional de Migraciones registraron que el 90 por ciento de los empleados trabajaba en negro. "Se los reduce a condiciones laborales muy precarias, que socialmente son inaceptables", dijo Juan Manuel García Reyes, gerente de fiscalización de la Anses, y agregó: "Tenemos detectados por lo menos otros 60 talleres, pero debe haber muchos más".
En la Subsecretaría de Trabajo porteña estiman que en la ciudad en el 80 por ciento de los casos donde se registró trabajo esclavo, tanto los empresarios como los empleados son extranjeros. Según la Anses, se trata de talleres dirigidos por coreanos, chinos o bolivianos. En ellos trabajaban entre 15 y 20 empleados, casi siempre indocumentados y que ingresaron ilegalmente en el país desde Bolivia, Perú o Paraguay.
Trabajan entre 12 y 14 horas diarias, por un salario de 150 o 180 pesos. Cosen o cortan prendas de ropa. Por lo general el taller se emplaza en una casa antigua, tipo chorizo, donde imperan la oscuridad y las malas condiciones de higiene. Las máquinas que operan se ubican una lado de la otra. El "trato laboral" que ofrecen los dueños incluye casa y comida. Por lo general atrás hay alguna habitación donde rige el sistema de cama caliente: en el suelo, sobre los colchones, alternan unos y otros para dormir. A veces, las "camas" son los mismos rollos de tela que al día siguiente deberán convertir en prendas de vestir.
Se les sirve una comida al día sólo las jornadas que trabajan. Si no producen un mínimo por día, no reciben la ración. Entonces, tienen que pagar o acudir a algún comedor gratuito.
Ese es el caso de Jovana, que asiste con su hermano de 12 años al centro de la Comunidad Cristiana de Buenos Aires, en Condarco 1440. "Ahora tengo que hacerme cargo de Gabriel porque mi mamá murió hace dos meses", dice.
Según cuenta, Charol, su madre trabajaba en un taller de la calle Tres Arroyos, en Flores. En el hospital Alvarez, donde fue internada, le informaron que tuvo una anemia, por la mala alimentación y el exceso de trabajo en malas condiciones de higiene que le causó la muerte. Tenía 50 años.
Los dueños del taller donde trabaja son bolivianos y residen en el primer piso. La "patrona" instaló una suerte de almacén para venderles a los empleados, que casi nunca sacian su hambre con un único plato de guiso. Compran a cuenta. Entonces, los sándwiches, las gaseosas o las mandarinas pasan a engrosar una suma que la dueña lleva en su libreta y que hace que los salarios, mágicamente, se reduzcan cuanto menos a la mitad.
Si los talleristas tienen buen apetito o varios hijos, después de todo un mes de trabajo son ellos los que le deben dinero a sus empleadores.
A las 22, cuando terminan de trabajar, los 70 empleados hacen cola para usar el único baño. "A veces son dos o tres horas de espera y muchos prefieren evitar la ducha", dice Jovana.
Detectar los talleres clandestinos no resulta tarea fácil para los investigadores de la Anses. "Si se desconoce el sistema, resulta casi imposible ingresar", asegura García Reyes. En algunos locales, los dueños colocan dos timbres. Uno, evidente, junto a la puerta. Cuando suena les avisa que alguien ajeno al taller quiere ingresar. El otro está oculto. Y sólo los talleristas saben cómo activarlo. A veces es mediante un alambre colgante del marco de la puerta, conectado con un cable y que emite un chirrido para avisarles que quien ingresa es "de la casa".
El reclutamiento
Curapaligüe y Cobo, en el Bajo Flores, es una de las esquinas donde los dueños de los talleres reclutan indocumentados. Alejandro Nató, defensor adjunto del Pueblo de la Ciudad, recorre la zona para recolectar denuncias de los empleados. "Los trabajadores ilegales se someten a las condiciones serviles por el techo y la comida. Son esclavos por necesidad. Hay que agudizar el control para erradicar la esclavitud", dijo.
Otro de los objetivos de la Defensoría es acelerar los trámites de documentación y reducir su costo. Según dijo Alicia Oliveira, ombudsman porteña, esto permitiría a los trabajadores textiles acceder a mejores condiciones de trabajo.
"Los bolivianos son traídos como ganado y así pasan por la frontera. No tienen acceso a la salud ni al sistema educativo", dijo Oliveira, quien reclamó la puesta en marcha de la policía de trabajo por parte de la ciudad.
Se busca tallerista sin horario ni descanso
La ropa oscila entre 3 y 12 pesos
Entre la multitud que camina por las angostas veredas, los bultos de mercadería resaltan contra el cielo celeste del mediodía. Todo huele a aceite de soja.
Los changarines, apurados, se abren paso entre la gente y desaparecen en el interior de los locales. En su camino, uno tropieza con una mujer y la pila de pantalones que llevaba cae al piso. Enseguida los levanta, se los coloca al hombro y le pide disculpas (o tal vez la insulta). Pero la mujer no lo entiende, porque el joven habla un idioma que le es ajeno.
Esta escena podría estar ambientada en la feria de algún país asiático. Pero no, transcurre en las inmediaciones de la calle Avellaneda, en el barrio de Flores, donde funciona uno de los centros de venta de indumentaria más grande de la ciudad, donde chinos, coreanos y judíos compiten por ofrecer los mejores precios.
Allí, una remera oscila entre $ 3 y $ 5; se pueden conseguir pantalones desde $ 4 y camperas por $ 8. El polo se convierte en una verdadera alternativa para las familias de clase media y baja y para los comerciantes.
En especial los sábados, el Coreantown se llena de personajes que recorren los locales con valijas y grandes bolsos. Tal es el caso de Fabiana Tallarico, que entra en uno y otro negocio en busca de prendas femeninas para vender en su local, en la calle Cabildo. Finalmente, entra a Charmé, un local situado en Aranguren 3099, y se lleva una docena de chalecos a $ 3 cada uno y pantalones de lino de todos los colores a $ 5. El precio es más barato por mayor.
"En los talleres textiles clandestinos del Bajo Flores se produce la mayor parte de la ropa que se compra a bajo precio en la ciudad", asegura Juan Manuel García Reyes, gerente de Fiscalización de la Anses. Y agrega: "Es una competencia desleal. Prácticamente no pagan nada por la mano de obra. Nadie puede competir con esos precios tan bajos".
Quizá lo más llamativo de ese centro comercial sean los vehículos estacionados en la puerta de los locales: lujosas camionetas 4x4.
En Helguera 425, el dueño de Pedromo, ofrece camisas de hombre por $ 5. "Las hawaianas están de última moda", afirma esgrimiendo un argumento de venta que resulta poco convincente.
Los carteles en busca de talleristas se repiten en las vidrieras de una veintena de locales. En Helguera 487, la Textil China Sine anuncia que busca planchadora y botonera. Cuando se le consulta por las características del empleo, una mujer asiática, sentada detrás de la caja, dice que el trato es con cama adentro. "Pero, ¿cuántas horas de trabajo?", es la pregunta.
"Toda hora, cama adentro", responde la mujer con una amplia sonrisa.
Maniobras difíciles de comprobar
En la calle Avellaneda, los comerciantes son muy prudentes para trasladar o descargar mercadería. Se avisan con gritos cuando hay un policía cerca y maniobran las prendas con inusual velocidad apenas el agente se distrae. Por eso, descubrir los talleres no es una tarea fácil para los inspectores, que deben acudir a técnicas detectivescas para hallarlos.
Pocos inspectores
La ley 265, aprobada en la Legislatura hace un año, establece que la Subsecretaría de Trabajo porteña debe ejercer la policía de trabajo en la ciudad. Pero en esa dependencia explican que sólo cuentan con nueve inspectores. Pronto se incorporarán 30 más, aunque no serán funcionarios públicos hasta que no tengan nombramiento efectivo. Mientras tanto no podrán realizar los controles.





