Lejos quedó esa chica de ocho años que llegó a El Talar para jugar al básquet por primera vez con unas zapatillas de tela llenas de flores de colores. María Florencia Palacios, de 33 años, no quería saber nada con hacer deporte y ese calzado era una muestra de su desencanto. Su mamá, Teresa María Rasello, fue quien la llevó a ese club del barrio porteño de Agronomía, a doce cuadras de su casa. En su familia se respiraba básquet, y se esperaba que ella continuara con ese legado del que ya eran parte sus hermanas y su papá, José María, quien con el tiempo se consolidó como su gran ídolo.
Más de 20 años después de ese momento y, tras batir el Récord Guinness por ser la jugadora que participó de más equipos en el mundo, Florencia habla con LA NACION y recuerda esa primera sensación que hoy sigue intacta en su memoria: "Con la cabeza alta y sin importar mi calzado, hice mi primer tiro al aro, fue ‘una bandeja’ y, para mi sorpresa, la encesté. Me deslumbró ver el momento en que la pelota entró".
Con el tiempo, esa chica de zapatillas floreadas empezó a sentir la necesidad de crecer en el deporte y se chocó con una realidad: cualquier mujer que quisiera vivir de este deporte debe renovar el pasaporte, armar las valijas y subirse a un avión. "Me vi obligada a seguir mis sueños en el extranjero. Esa era mi única opción porque no tenía la posibilidad de convertirme en una profesional en la Argentina, solo el básquet masculino es profesional en nuestro país", cuenta.
Así fue que cumplió 15 años y, mientras que el resto de chicas de su edad se debatía entre si festejaban con un viaje o una fiesta, ella empezó a sedimentar su futuro con la mirada puesta del otro lado del océano. Tal como recuerda, ese año comenzó a organizar su partida, junto a su representante y su familia.
Dos años después, un domingo de 2003, se coronó campeona del Argentino de Juveniles con la selección de Capital Federal. Al día siguiente, se subió al avión rumbo a Italia. En su última noche en el país, aquella adolescente de 17 años con anhelos de adulta no se despegó de sus amigos del secundario. "Tenemos una relación muy fuerte. Fue muy duro saludarlos", confiesa, y cuenta que cuando viene a la Argentina siempre dedica un día para estar con ellos, recordar viejas anécdotas y contarles de sus aventuras alrededor del mundo.
Al día siguiente, fue el turno de su familia. Florencia llegó a Ezeiza con sus papás, sus hermanas, sus tíos y su representante, y los pasillos del aeropuerto fueron testigos del adiós más difícil de su carrera. Recorrió 11 países y jugó en 27 clubes (obtuvo el Récord Guinness el año pasado por haber jugado en 25 equipos) pero esa fue la despedida que más le costó, no solo porque sabía que esa experiencia la iba a cambiar, sino que porque era consciente de que iban a pasar muchos meses hasta que se volvieran a encontrar.
Cada vez que llega el verano europeo y tiene la oportunidad de volver, prepara la valija, lleva juguetes para sus sobrinos -Tomás, de 11 años, y Máximo, de 8- y regalos de las distintas ciudades en las que estuvo para el resto de su familia y se toma el avión. Pasa el primer día "pegada" a ellos y, casi como un ritual, disfruta de un desayuno en el que su mamá prepara medialunas caseras y torta de ricota. Después, aprovecha los días posteriores para ver a sus afectos y stockearse de dulce de leche y de su yerba favorita.
En el exterior, los miedos y la incertidumbre fueron perdiendo fuerza y quedaron opacados ante la felicidad que le dio conocer el universo profesional, plagado de doctores y entrenamientos de alto nivel, y sentir que ella pertenecía a ese mundo.
Esta sensación se potenció en PalaBarbuto, una cancha de Nápoles. Ella había ido con sus compañeras de equipo a ver una semifinal de básquet femenino que se disputaba allí y una de ellas le presentó a Antonio d`Albero, de 33 años, quien entrenaba a un equipo de hombres en la ciudad italiana y también había ido a ver ese encuentro de casualidad.
Después de ese partido, Antonio la buscó en la red social MSN (Windows Live Messenger) y le insistió para invitarla a salir. "Lo hice trabajar mucho", cuenta Florencia entre risas. "Un día me convenció y fuimos a cenar a un restaurante que estaba sobre el mar, en Nápoles". Desde ese momento, no se separaron nunca.
Casi como un acto de locura juvenil, se fueron a vivir juntos y, desde entonces, comenzaron a girar por el mundo acompañándose el uno al otro en los distintos clubes en los que trabajaban e intentando coincidir, temporada a temporada, en la misma ciudad. Dos años después de ponerse en pareja se dio la primera gran coincidencia y él fue su entrenador en Dinamarca, cuestión que se repetiría más adelante en su carrera. "Formamos nuestro propio equipo. Nos sentamos a la mesa ante cada propuesta para ver qué decidimos y tratamos de movernos juntos".
El país que eligieron para sentar raíces, casarse y construir su hogar fue Italia, donde todo arrancó. El día de su casamiento personas de todo el mundo viajaron al país europeo para ser testigos de ese momento y la mezcla de culturas fue tan grande que armaron las mesas según los idiomas. En una de ellas se sentó su familia, que vivió esa celebración como el punto de inflexión: "Ahí dieron por sentado que encontré una vida acá y que no iba a volver. Desde su rol, les da tristeza porque saben que voy a formar una familia lejos de la Argentina y que no van a poder disfrutar de esos nietos en el día a día".
Si bien es cierto que hoy siente ese país como su "casa", afirma que no hay lugar como la tierra de uno e intenta dotar su vida con tradiciones argentinas. En cada equipo en el que juega, intenta conseguir algún aliado para tomar mate acompañada y, cada 25 de mayo, se pone una escarapela para estar más conectada con su país.
Se siente la sonrisa de Florencia del otro lado del teléfono. "Me gustaría tener hijos y que tengan nombres de origen mapuche, reflejo de nuestra historia. Quiero darles esa pata argentina porque se van a criar en Italia", cuenta, y ríe al imaginarse a sus hijos alentándola del otro lado de la cancha.
Las risas se diluyen y se lamenta al pensar que aún no es madre. Se vio obligada a postergar ese deseo porque todas las veces que se enfrenta a la situación de firmar un contrato tiene que someterse a una cláusula: si queda embarazada, se rescinde el acuerdo. Una exigencia que se suma al desarraigo, entre los puntos que debe cumplir en su afán por cuidar su profesión.
Como muchas otras, ella vivió el menosprecio por ser mujer y querer vivir por y para la pelota naranja y, desde ese primer entrenamiento en El Talar, escucha frases como: "Las mujeres no pueden jugar al básquet" o "No pueden ser tan buenas como los hombres".
Por sus experiencias en los distintos clubes, llegó a la conclusión de que el "abismo" que hay entre hombres y mujeres es algo que atraviesa fronteras y culturas y que está dado, principalmente, por la falta de visibilidad y de respaldo económico. "Te da impotencia porque estamos siempre en el segundo lugar", dice y recuerda, por ejemplo, entrenamientos en los que las cambiaron de horario para que entrenaran los hombres: la prioridad. Estos destratos generan debates y lamentos en todos los idiomas y vestuarios alrededor del mundo. "Hacer no podemos hacer nada porque, en todos los clubes, se prioriza a los varones aunque estén en una serie inferior".
"También me encantaría que haya más entrenadoras mujeres porque creo que podríamos aportar ideas desde nuestra perspectiva y romper con los estereotipos del pasado", agrega, y destaca el caso de Rebecca Lynn "Becky" Hammon, la primera mujer en la historia de la NBA que se sumó al cuerpo técnico como asistente.
Cansada de las despedidas, Florencia dice que le gustaría poder ser entrenadora en algún momento y asentarse, pero sabe que, si quiere vivir de este deporte, moverse es parte del juego. "Cada vez que tengo que cambiar de equipo se me parte el corazón porque implica alejarse de personas", confiesa esta mujer que entró al Guinness por ser la jugadora que más veces tuvo que decir adiós.
Lejos quedó la chica de zapatillas floreadas de El Talar.
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