Un abrazo en suspenso: el emotivo reencuentro entre el argentino que vino de Portugal y su padre en el puerto de Mar del Plata
MAR DEL PLATA.– El esperado y primer reencuentro fue a distancia y, como hombres de mar que son, se dio sobre el agua: en el espejo interior del Club Náutico, castigados por fríos e intensos vientos del sur, con rachas de hasta 37 nudos. Juan Manuel Ballestero, desde la cubierta de su velero Skua, y su padre, Carlos, a sus 90 años firme y de pie en un gomón, se saludaron con gritos de alegría filtrados por barbijos que escondieron sonrisas y quedaron empapados en lágrimas. La emotiva previa de un abrazo inminente luego de una travesía en solitario y durante 74 días para cruzar a vela el océano Atlántico.
"Era quedarme como cobarde en una isla sana o jugármela para ver mis viejos", dice en diálogo con LA NACIÓN el navegante marplatense de 47 años que a fines de marzo decidió zarpar desde Porto Santo, Portugal, con el sueño de que la pandemia del nuevo coronavirus le diera el tiempo suficiente para llegar a destino y reencontrarse con su familia.
A sus 90 años, Carlos, excapitán de pesca, pidió ayuda para navegar los metros que separan a su hijo de la tierra, condición que deberá mantener hasta completar 14 días de aislamiento obligatorio. El Plan B será mañana temprano, cuando personal del SAME le haga un test que lo descarte como contagiado y, entonces, pueda celebrar este domingo el Día del Padre sentado a la mesa también con Nilda, su madre, que cumplió 82 años.
–¿Tomaste dimensión de lo que hiciste?
–No sé. Pero veo que hasta salió mi historia en The New York Times, la está leyendo hasta Donald Trump (se ríe). Sé que cuando tomé la decisión fue un instante donde pensé que se acababa todo. Que el virus se llevaba miles de vidas en los mejores países de Europa. Y creí que hasta la Argentina no paraba. Así que armé el barco y salí de Porto Santo, donde ya te pedían distancia en la playa. Era quedarme como cobarde en una isla sana o jugármela para ver mis viejos.
–¿Y hasta entonces quién era Juan Manuel Ballestero?
–Un tipo soltero, sin hijos, que duerme, se despierta y vive en su velero. Todo el tiempo que puede en el mar. Feliz. Así fue mi vida durante los últimos años en España, que, para mí, es mi segundo hogar. Pero el inicio de la epidemia me agarró navegando por Portugal. Compré lo que pude de víveres con 200 euros y zarpé. Chau. Ni lo dudé aunque mis amigos me decían que estaba loco.
–Pero ya habías cruzado el Atlántico en 2011.
–Sí, pero ni me acordé. Solo sabía que no habría aviones por mucho tiempo, la muerte acechaba por ahí y el único camino era el mar, que es donde me crié. A los 8 años, mi papá me anotó en el curso de navegación en clase Optimist en el Club Náutico, donde estoy ahora, amarrado a una boya. "Fantasma" se llamaba. Mis instructores, Eduardo Renaud y Pedro Ventura, me enseñaron el ABC: ceñir, orzar y derivar. Aprendí casi todo acá. Después agarré el velero de mi viejo, el Surmai, por Varese.
–¿Cuándo lo convertiste en un estilo de vida?
–Cuando tenía 18 años mi papá me dijo de trabajar o estudiar. Y elegí laburar. A los tres meses estaba en el Ushuaia, pescando en un buque factoría cerca de las Malvinas. Ahí aprendí que el respeto se gana trabajando. Eso y el yachting me llevaron a afrontar la navegación de otra manera. Para mí, no es un lugar de paso. El mar es donde desayuno, almuerzo y ceno.
–¿Qué riesgos adicionales tuvo este viaje?
–El primero fue cuando pasé por Cabo Verde, donde iba a hacer la primera recarga de alimentos frescos y combustible. Una embarcación, con tipos armados, onda piratas, me sacó del casco. Luego otra embarcación me siguió. Pero mi velero se portó de diez. Es finlandés, pequeño, veloz, frágil pero confiable. Y así seguí el tramo más largo sin tocar tierra.
–¿Y el momento crítico?
–Para mí fueron dos. El primero ya en aguas tropicales, cuando me quedé sin vientos. Siete días como anclado, no se movía. Me rompió la cabeza porque estaba varado, esperando que algo se mueva. Tenía el mar espejado. Tuve que bucear para limpiar el casco. El otro fue ya más cerca de Brasil, cuando me tumbaron un par de olas. Mucha ola y también con roturas que pude resolver. Pero el barquito se bancó y aquí estoy, feliz. De nuevo en casa.
–¿Tenés comunicación con tierra mientras vas en viaje?
–Nada si no estoy cerca de la costa. Todo el camino es incertidumbre. Y preocupación, sobre todo. Porque por radio podía solo escuchar lo que ocurría en el mundo. Captaba frecuencias y todo era un desastre. Muertos en España, Francia, Inglaterra. Hasta Estados Unidos. Pensaba que si llegaba a la costa no iba a encontrar a nadie.
–¿Brasil fue la primera convivencia directa con la pandemia?
–Ahí fue mi primera vez con el alcohol en gel y barbijo. Tuve que bajar por los arreglos y también a buscar víveres. Era no querer tocar nada. Y los brasileños como si nada. Para ellos la vida seguía igual, sin virus. Compré un racimo de plátanos y algo de tomate y cebollas para no reventar a bordo comiendo enlatados.
–¿Cómo es la alimentación y esa vida a bordo?
–Todo es de preparación rápida. Atún, arroz, mucha fruta seca, siempre viene bien como fuente de energía. También avena y el agua potable, que se raciona y es solo para consumo.
–Llegás y, por si fuera poco, tenés que hacer cuarentena a bordo.
–Es que yo también quiero hacerla. A mí me interesa estar sano y llegar sano a lo de mis viejos. Estuve en Brasil, con varias paradas por mal clima. Y después en Uruguay. En La Paloma hice la última escala, pero ni intenté bajar. No lo necesitaba. Solo el intercambio de papeles en el control, que es lo único que me hace dudar. Pero lo importante es estar bien. Y estar bien sano para cuando le pueda dar el abrazo a mis viejos.
–¿Cuánto te cambió este viaje?
–Una nota del diario La Capital (de Mar del Plata), cuando estaba en Brasil, me trajo ayuda de mucha gente. Cartas náuticas, meteorología. A raíz de eso el navegante solitario que era ya no quedó tan solitario. Desde entonces la Argentina va conmigo en cada milla. Ahora navego con todos. Para mí es para mejor.
–¿Volverías a hacer este viaje?
–Lo volvería a hacer las veces que fuera necesario.
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