Para que esta iniciativa, que por ahora está en el terreno de las buenas intenciones, se convierta en algo concreto, se requiere, entre otras cuestiones, que se traduzca en una norma nacional que “internalice” esa decisión
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Cuando falta menos de una semana para la reunión de la Organización Mundial del Comercio (OMC), Katherine Tai, representante de los Estados Unidos ante ese organismo, hizo temblar el tablero global al anunciar ayer que su país apoyaría la petición de más de 100 gobiernos para que las compañías farmacéuticas suspendan los derechos de propiedad intelectual sobre las vacunas. Horas más tarde, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Van Leyen, afirmó que también “estaba preparada para discutir una propuesta y enfrentar la crisis de la manera más pragmática y efectiva”.
Todavía retumban los ecos de estas declaraciones que podrían marcar un hito: “Es muy importante lo que ocurrió –opina la economista Sonia Tarragona, jefa de gabinete del Ministerio de Salud de la Nación–. Es la primera vez en la historia que los Estados Unidos acepta algo semejante. Para los que hace muchos años estamos discutiéndolo, y que desde octubre venimos sosteniéndolo en la OMC, abre la posibilidad de negociación, que hasta ahora no existía”.
Para que esta iniciativa, que por ahora está en el terreno de las buenas intenciones, se convierta en algo concreto, se requiere, primero, que se traduzca en un texto que se está discutiendo, y luego en una norma nacional que “internalice” esa decisión. En el caso de que todo esto avance, un laboratorio o grupo de investigación que esté desarrollando una vacuna contra el SARS-CoV-2 no tendría que pedir permiso ni necesitaría pagar derechos para utilizar las tecnologías desarrolladas por otra compañía.
Sin embargo, incluso si ocurriera en tiempo récord, los beneficios que podrían derivarse de esta disposición no serían inmediatos. La patente es un instrumento que protege y describe nuevos métodos de fabricación o innovaciones realizadas sobre tecnologías ya conocidas, algo así como una “receta”. Pero tal como ocurre con un plato de haute cuisine, no basta con la lista de ingredientes y algunas indicaciones sobre la cocción para poder reproducirlo. “No ocurre que uno lee la patente y fabrica un fármaco –agrega Tarragona–. Se necesita todo un proceso de transferencia tecnológica”.
En el caso de las vacunas, se trata de preparaciones que están protegidas por decenas y hasta centenas de patentes. “Son muchos procesos a la vez –subraya Hernán Charreau, especialista en propiedad intelectual de la consultora Clarke & Modet–. Pueden estar patentados hasta los viales en el que se las envasa, si tienen una cualidad determinada. Por otro lado, por tratarse de productos biotecnológicos, exigen fermentadores de más de 5000 litros, donde la masa de gérmenes se comporta de forma diferente de la que manifiestan en el laboratorio. Se requiere un know how intrínseco, estandarizado, y validado en plantas de primera línea, para lo cual en ocasiones hay que traer especialistas del extranjero que ponen a punto el proceso”.
Necesidad social
En rigor, ya existía un recurso que permite a los países emitir una licencia obligatoria en circunstancias de necesidad social. Como explican en un documento firmado por Alejandra Aoun, Alejo Barrenechea, Roxana Blasetti, Martín Cortese, Juan Correa, Gabriel Gette, Jorge Kors, Vanesa Lowenstein, Sandra Negro y Guillermo Vidaurreta, del Centro de Estudios Interdisciplinarios de Derecho Industrial y Económico: “En algunos casos justificados, el Estado puede limitar [derechos de propiedad intelectual] a través de una licencia obligatoria que permite que otra empresa fabrique y comercialice productos en competencia con la del titular de la patente, con objeto de ampliar la oferta, bajar los precios, evitar conductas monopólicas o por causales de salud pública”.
Se trata de una herramienta prevista en la ley de patentes, que en su artículo 45 establece que “el Poder Ejecutivo Nacional podrá por motivos de emergencia sanitaria o seguridad nacional disponer la explotación de ciertas patentes”, pero en los hechos no ocurre. “Toda vez que un país intentó hacer esto, las compañías establecieron una batalla legal que terminó impidiéndolo –explica Tarragona–. En el mismo acto en el que emite la licencia obligatoria, el Gobierno tiene que decir a quién va a autorizar para que la produzca. Eso implica seleccionar un laboratorio local que por un tiempo determinado, con un precio acordado y un contrato firmado pueda desarrollar la vacuna para la cual se está emitiendo la licencia. Eso podrían hacerlo la Argentina o Brasil, pero la mayor parte de los países no pueden emitir una licencia obligatoria porque no tienen laboratorios que puedan producir vacunas”.
Por supuesto, un avance de este tipo favorecería la iniciativa local y liberaría el avance de grupos de investigación que no estarían obligados a pagar regalías.
Y lo último, pero no por eso menos importante: si más compañías empezaran a producir inmunizaciones, bajarían automáticamente los precios. “Se pierde la exclusividad de explotación y se desarrolla la competencia en un mercado que hoy es monopólico”, apunta Tarragona.
Precios más bajos y mayor acceso a las vacunas son probablemente el mejor remedio al que pueda aspirar un mundo agobiado por esta pandemia que no podemos terminar de dominar.
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