Cuando sea grande quiero ser influencer
En el café en el que escribo una chica llega, se sienta y pide al mozo algo para merendar. Le traen su pedido y luego de sacar algunas fotos de un latte por demás fotogénico empieza a mirar a su alrededor. Necesita que alguien la ubique en la escena. A unas mesas de distancia una señora atiende su lenguaje corporal y se levanta para tomar la foto que luego quedará inmortalizada en su cuenta de Instagram.
"Una sociedad capitalista requiere de una cultura basada en imágenes", decía Susan Sontag. Escribía en un contexto de escasez: tomar una fotografía por aquel entonces era casi un lujo. Cuesta recordar que hasta hace no mucho tiempo 36 fotos eran las que podíamos tomar en un viaje y no en un par de minutos, entusiasmados con el disparador de nuestros teléfonos.
La crítica de Sontag, publicada en Sobre la fotografía (1977), era una aguda crítica a la sociedad de consumo y a su tendencia a equiparar la libertad de consumir con la libertad en sí. "La reducción de la libertad política a la libertad de consumo requiere de la producción y consumo ilimitado de imágenes", anticipándose cuarenta años a la experiencia de usar Instagram por media hora.
Quizá lo más curioso de las redes sociales sea su capacidad de disolver la percepción de las diferencias, al menos a simple vista. La interfaz que Instagram me presenta es la misma que puede ver cualquier otro. Apenas la única diferencia a veces presente es la del mítico tilde azul que indica que la cuenta es verificada, la última insignia que marca la diferencia entre usuarios comunes y celebridades o personas de interés público.
Esta horizontalidad en la experiencia es la que en gran parte hace tan interesante lo que pasa en las redes sociales. El Instagram que yo uso es prácticamente el mismo que usa cualquier otra persona. Salvando la diferencia en los números de seguidores, que pueden sumar decenas de millones en algunos casos, nada impide que una actriz nos responda un tuit o que un músico famoso nos ponga un corazón en alguna foto.
Y, del mismo modo, esta horizontalidad hace que a simple vista pueda no haber tanta diferencia entre las imágenes que una celebridad sube con respecto a las que podríamos subir nosotros. Una foto de un café puede ser más o menos la misma sin importar si la subo yo o Justin Bieber. Y, quizá, si sigo subiendo fotos de cafés en bares pueda hacerme merecedor del mote de influencer, tan codiciado por estos días. Mi reino por un café gratis a cambio de un post en Instagram.
No queda del todo claro quién es o qué hace a un influencer, pero podemos especular que en gran parte su popularidad se debe a que en los últimos años los usuarios tienden a creerles más a sus pares que a las marcas. Así, la estrategia más novedosa para que compremos lo que sea que nos vendan es que sea recomendada por alguien que a todas luces podría ser como nosotros, pero que está del otro lado de la pantalla, sonriendo café en mano, como la chica de la foto que acaba de pedir la cuenta a unas mesas de distancia.
Ciertamente, si todos fuéramos influencers no podría haber influencers. No solo nos lo sugieren los efectos de red, sino que las marcas no tendrían cómo identificar a quien tiene sentido pagarle para que promocione sus productos en las redes. Pero si revisamos Instagram por un rato esto no parece quedar del todo claro.
Lo curioso no es que, en efecto, los influencers promocionen productos. En cambio, lo que llama poderosamente la atención es cómo progresivamente muchas personas, que no reciben un solo beneficio de las marcas que etiquetan en sus fotos, se comporten como si así fuera. Los usuarios indican los lugares que visitan, los productos que consumen y sus alegres reacciones como aceitados engranajes en la economía de la experiencia, sin recibir un claro beneficio a cambio.
El atractivo por momentos parecería ser el "como si". Jugamos a ser influencers, como si este café nos saliera gratis o como si esta marca pagara por nuestra recomendación. Quizá se trate de un caso extremo de "fake it till you make it", aquel aforismo en inglés que alude a actuar "como si" hasta que aquello que emulamos se realice.
Pero como la vida digital está atravesada por paradojas, acaso una de las más curiosas es que mientras que las marcas buscan influencers para que mencionen o muestren sus productos en contextos cotidianos que parezcan más reales, los usuarios de Instagram muchas veces buscan emular las imágenes profesionales de las marcas.
Desde la forma de tomar fotografías hasta la misma arquitectura con la que son diseñados los espacios que habitamos. Desde museos que se adaptan para ofrecer espacios instagrameables dignos de una foto con algún hashtag, hasta restaurantes que cambian sus colores, su ambientación y su iluminación para que sus platos se vean mejor en nuestros feeds. No cabe duda de que una sociedad capitalista no solo requiere de una cultura basada en imágenes, sino de una arquitectura hecha a medida de esas imágenes.
"La realidad siempre ha sido interpretada a partir de lo que mostraban las imágenes", abría aquel texto Sontag. Platón, de todos aquellos a quienes podríamos mencionar, fue quien más fervorosamente quiso advertir de esta dependencia y proponer una forma de aprehender lo real sin imágenes. La fotografía efectivamente ha des-platonizado la forma en que entendemos a la realidad. La distinción entre las imágenes y las cosas, entre la copia y lo original, se ha disuelto.
Sin embargo, una vez más, la paradoja se vuelve a presentar. Lo que vemos en Instagram—la copia, por así decir—se vuelve lo real, aquello de lo que la copia se debe realizar. Influencers o no, emulamos y perpetuamos las mismas imágenes, una y otra vez. Aquella experiencia a todas luces genuina es desplazada por la imagen, que se vuelve primordial. Instagram ya no es copia de la realidad sino que toma el lugar del mundo de las ideas: es aquel lugar de donde tomamos las formas para moldear nuestra realidad. Y ahí reside la perplejidad final: tampoco aquello que vemos genuino es tal. Las imágenes tan naturales son, después de todo, una producción más. Lograr que no lo notemos es lo que hace la diferencia.
En la misma mesa donde la chica sacaba sus fotos ahora se sentó una pareja. Uno le muestra al otro algo en la pantalla y se ponen de acuerdo respecto de un mueble que quieren comprar. Estoy seguro de que Instagram no es una app que hubiera gustado a Platón. Peor para él, le hubiera servido para encontrar ideas para decorar su caverna.