El futuro no es de los androides, es nuestro
¿Por qué caminamos erguidos? ¿Por qué podemos oponer todos los dedos de nuestras manos a los pulgares? ¿Por qué nuestros ojos ven detalles mucho más finos que los de la mayoría de los mamíferos? ¿Por qué tenemos los ojos en el frente de la cara? ¿Qué tal si hacemos el ejercicio de observarnos como si fuéramos –no el resultado de la evolución, sino– robots diseñados para una cierta tarea?
La serie de preguntas del párrafo anterior me vinieron a la cabeza cuando me di cuenta de que tal vez no estamos enfocando correctamente el desafío que significa la llegada masiva de robots e inteligencia artificial al ámbito laboral.
Tendemos a pensar que los robots (y, en un escenario de mayor alcance, la inteligencia artificial) van a dejarnos sin empleo. En mi opinión, y lo he dicho otras veces, sí, tenemos en puerta una crisis laboral sin precedente, mucho más profunda y disruptiva que la Revolución Industrial. No sólo porque la naturaleza del trabajo ha cambiado –evolucionado sería políticamente más correcto, pero no es así, como se verá enseguida–, sino porque la miniaturización nos ha permitido poner inteligencia artificial en aparatos relativamente pequeños. Autos, por ejemplo.
Además, como bien dice Kevin Kelly en este excepcional artículo publicado el año pasado por Wired, la inteligencia no tiene una sola dimensión, no es una línea, así que antes de anticipar una IA sobrehumana, como han hecho Ray Kurzweill, Ellon Musk y otros, primero habría que ver de qué hablamos cuando empleamos la palabra inteligencia. Pero de momento tengo otro interrogante.
¿Qué es trabajar?
Los robots, como fenómeno laboral, ya están aquí. El pronóstico no es bueno, si la dirigencia no se pone al día con asuntos que son a la vez complejos y políticamente muy inconvenientes. Es más fácil echar mano del prejuicio y el slogan: los robots nos van a dejar sin trabajo, son los malos de la película.
Disiento. Como dije hace algún tiempo en un debate televisivo, quizá no es que los robots se van a quedar con nuestros trabajos, sino que nosotros nos acostumbramos a hacer trabajos de robots.
El desafío es, pues, doble. Primero, porque en el imaginario humano el trabajo incluye un montón de cosas que nadie tiene ganas de hacer. ¿Por qué otro motivo los lunes son tan insoportables? Es viernes y el cuerpo lo sabe. ¿Por qué?
Estoy persuadido de que los primeros sapiens habrían preferido mandar un robotito a cazar y recolectar, pero como no lo tenían, y como la naturaleza nos había preparado para caminar y correr durante horas, incorporamos el esfuerzo físico (sabiamente premiado por la evolución con altas dosis de endorfinas) como el paradigma de ganarse el sustento. Ese paradigma se alteró muchas veces, pero ahora está a punto de girar 180 grados, y tengo la impresión de que no nos estamos preparando para eso.
El segundo desafío es que, en la práctica, en el mundo real, siempre nos hemos ganado la vida haciendo un esfuerzo. No importa si te gusta lo que hacés o no. Salvo excepciones, ninguna forma de vida puede simplemente tirarse panza arriba y prosperar. Trabajar está en nuestro genoma. No lo valoramos solamente porque hay que pagar las cuentas. Emplear nuestro tiempo en algo que entendemos como útil es un rasgo genético fundamental.
La cuestión es: ¿a qué llamamos trabajar? Hace 10.000 años, antes de la agricultura, el mejor asalariado era el que podía correr y caminar por más tiempo; en realildad, era más complicado, porque la economía era completamente diferente. Pero el hecho es que hoy alcanza con llamar al delivery. En el medio, eso que llamamos trabajo cambió brutalmente y muchas veces. Desde el arado hasta la Revolución Industrial, y de ahí a la Revolución Digital.
Los robots son mejores que nosotros, y desde hace décadas, en una cantidad de trabajos que requieren fuerza, precisión y resistencia. Ahora, además, pesan lo mismo que una persona. O menos. Y son capaces de adoptar mil formas. En otras palabras, sus diseñadores pueden darse el lujo de optar por las fisonomías, formas de locomoción, sensores y herramientas que más convengan a la meta de sus autómatas. Los robots humanoides andando por la calle a la par de las personas que se ven en muchas películas de ciencia ficción son bastante menos plausibles que R2-D2. Los robots del futuro se parecerán más al Dolphin y Roomba que a Ash o Data.
Materia gris
Así que la llegada de los autómatas inteligentes es probablemente otro terremoto en la larga cadena de cataclismos laborales que ha experimentado la humanidad. Pero hay un pero.
Hemos sido beneficiados con algo más que la capacidad de correr y manipular objetos. Nuestros cerebros poseen 100.000 millones de neuronas que se conectan por medio de unas 150 billones (150.000.000.000.000) de sinapsis. Por motivos que todavía no hemos descubierto, esta colosal estructura da origen a un fenómeno multidimensional al que llamamos inteligencia y a algo todavía más misterioso, la consciencia, que la propia inteligencia todavía no ha sido capaz de definir de forma completa. Las máquinas están lejos de poder emular esta extraordinaria combinación. Alpha Go puede haber ganado la partida , pero ni sabe que ganó ni tenía ganas de ganar, y tampoco sabría qué hacer si una niña de 5 años le pregunta qué le pasó al perrito de la familia, que murió la semana pasada. En nuestra nota de esta semana se habla de chatbots sorprendentes. Están muy bien para la atención al público en una pizzería o una empresa de seguros, ¿pero los pondríamos en una línea de asistencia al suicida?
O sea, tal vez sea hora de apostar más al cerebro y menos al músculo (más sobre esto enseguida, porque hay en esta primera aproximación cierta falacia oculta).
¿Damos una vuelta?
En este punto, se me ocurre, hay un gran embrollo de mitos y verdades a medias. Por ejemplo, nos obsesionamos anticipando los empleos que podrían quedar en manos de robots. En mi opinión, coches y camiones autónomos son una apuesta segura. Pero, ¿es realmente así? ¿Es realmente así cuándo? ¿Este año? ¿Este lustro? ¿Este siglo? Los investigadores están descubriendo que es extremadamente difícil manejar sobre el terreno, en calles mal señalizadas o señalizadas según 150 estándares diferentes, con docenas de imprevistos por minuto y, lo que no es menor, con muchos humanos al volante.
Ahora bien, el transporte es un problema muy antiguo. Fue una de las primeras cosas que resolvimos, al inventar la rueda. Desde entonces, la civilización se ha vuelto tan compleja que los primeros humanos no podrían siquiera empezar a comprenderla. Esto no sólo originó nuevas tareas (ya no alcanzaba con cazar, recolectar e intentar no matarte a golpes con tu vecino en el primer conflicto), sino que causó nuevos problemas. Somos una especie que contamina catastróficamente, por ejemplo.
Pero también hemos salido al espacio, con naves y también con la mente. Y fuimos al interior de la materia. Hay ahí desafíos y un vasto campo de exploración. Hacemos arte. Hacemos ciencia. Y, con todo, vamos hacia una crisis de superpoblación en un escenario de clima extremo en el que el agua potable será un bien de valor incalculable; ya lo es, en muchas regiones del mundo y de nuestro país.
La idea de que la inteligencia artificial nos va a proporcionar soluciones para todos esos problemas, como sostienen algunos analistas, tiene mucho de pensamiento mágico. En su artículo, Kelly es muy agudo al señalar que a la ciencia no le alcanza con observar y pensar rápido. Se pueden sacar algunas conclusiones mirando una planta, pero no vas a descubrir así el mecanismo de la clorofila. Se requiere, además, muchísima imaginación para ser un científico. Mucha más de lo que se cree. Y hace falta experimentación.
Es decir, el robot científico es improbable. No imposible, pero sí improbable, al menos en el mediano plazo. Más o menos como el robot escritor. Su prosa podría tener una técnica sublime, pero hasta que no le proporcionemos una consciencia y un espíritu, sonará como esos pianistas de un virtuosismo sorprendente, pero hueco. Algo falta. No sabemos qué, pero algo falta.
El problema del siglo
Pero volvamos un momento para atrás. Además de correr detrás de nuestras presas hasta ganarles por cansancio, además de enterrar a nuestros muertos y expresarnos verbalmente, ¿qué otra cosa hicimos tan pero tan bien que llegamos hasta acá?
Exacto: somos buenos resolviendo problemas. Los teníamos hace 200.000 años. Los tenemos hoy. Los robots podrán darnos una gran mano. La inteligencia artificial aportará su capacidad de pensar a velocidades con las que nuestros cerebros orgánicos jamás podrían soñar. Pero deberíamos dejar de pensar que el taxista sólo maneja un auto. Esta es la falacia a la que me refería arriba. En realidad resuelve en milésimas de segundo problemas de enorme complejidad sobre los que no tenía ninguna información previa y que tampoco se esperaba; todo, mientras habla de política y economía. Pues bien, podría aplicar esta destreza en algo mucho más importante que manejar un coche; ahí, se me ocurre, hay una clave.
El guardia de seguridad, uno de los empleos que ya están siendo reemplazados por máquinas, no está ahí parado sin hacer otra cosa que disuadir. Analiza y pone en contexto decenas de miles de pequeñas fotos que su mente va recolectando cada día, hasta detectar que algo no está bien. Cada foto es diferente de la anterior, y hace esto seis días por semana, tal vez en escenarios diversos. Es una tarea aburrida, pero la intuición del guardia no puede reemplazarse aun por una mente sintética. Esa intuición vale oro.
Porque seguimos creyendo que todo se puede resolver por medio de la fuerza bruta (otro atavismo fósil) caemos en el error de pensar que el taxista o el guardia de seguridad hacen trabajos que se pueden hacer por medio de la fuerza bruta del cómputo. Es así, pero esta verdad esconde un sofisma.
En mi opinión, hemos invertido el esquema. Nos atribuimos, porque no nos quedaba más remedio, el trabajo que una máquina podría hacer mejor y más rápido, y así nos fuimos olvidando de que no somos máquinas. Somos mucho más. El que un robot pueda hacer el trabajo de un guardia no significa que el guardia sólo pueda hacer el trabajo de un robot.
El desafío, no obstante, es uno de los más complejos que ha enfrentando la humanidad. Porque ya no somos una tribu de 150 cazadores-recolectores que debe reconvertirse para sembrar, cosechar y criar cabras, al tiempo que enfrentan una explosión demográfica inédita, nuevas enfermedades y los primeros conflictos comerciales. Hoy el escenario es descomunal. Pronto seremos 8000 millones de seres humanos que tenemos que empezar a vernos, sentirnos, considerarnos y educarnos como pensadores. No como robots.
No sé cómo lo vamos a hacer, sinceramente. Y es obvio que no ocurrirá de forma homogénea y simultánea. Creo que hay tiempo, pero sólo si nos ponemos a trabajar ya. Trabajar, nada menos.