Anything to declare, apart from that smile? (¿Algo que declarar, además de esa sonrisa?), pregunta el aviso de la marca de ron en el aeropuerto de Bridgetown. El cartel parecía presentir lo que iba a pasar: una isla hasta entonces desconocida, de apenas 34 km x 23 km, puede quedar asociada en la memoria a una semana de felicidad absoluta.
La primera jornada en Barbados, un destino que descubriríamos apto tanto para familias con chicos como para parejas o grupos de amigos, comenzaba a pura emoción: un viaje en catamarán de unos tres cuartos de hora nos iba a permitir entrar en contacto con las tortugas gigantes, en su propio mundo.
En los parlantes del barco suena reggae. Linda Christian-Clarke (funcionaria del Barbados Tourism Authority, de imponentes casi dos metros) nos acompaña, y juntas miramos ese mar increíblemente esmeralda. En cubierta, un blanquísimo niño británico luce un traje de baño enterizo, con manga larga, botamangas en los tobillos y gorro con cubreorejas. El sol es impiadoso: Linda cuenta que, en el rostro, usa pantalla con 110 de protección. ¡110! Después de una semana intensa de paseo, calculo ?y acierto? que el rojo será mi color en el vuelo de regreso.
.Descubro que si viajo parada me mareo menos que sentada, mientras empiezan a repartir las mascarillas y los tubos de snorkel y los chalecos que todos deben usar pero sólo tienen obligación lógica de inflar aquellos que no saben nadar. La tripulación explica que si cuando saltamos nos damos cuenta de que el barco se aleja, no entremos en pánico: es el vaivén natural y nadie va a abandonarnos. Pregunto por eventuales tiburones. Me responden que una barrera de coral impide que lleguen y que no hay registro en la isla de ningún ataque.
A unos 200 metros de la costa, en la zona de St. Alban´s Beach, el catamarán se detiene. Un integrante de la tripulación se lanza al mar para alimentar a las tortugas con filetes de pescado. La única recomendación es no ponerles los dedos delante porque pueden confundirlos con comida y pegar un mordisco. Llegan familias enteras de tortugas, y las más grandes son realmente enormes y nos rozan. Dejan que les pongamos la mano sobre el caparazón, que es absolutamente helado.
Sobre la cubierta, nos espera el almuerzo típico "barbariense": fuentes con flying fish (pez volador), emblema nacional presente hasta en el dorso de las monedas; maccaroni pie (fideos con salsa, gratinados con queso) y arroz con porotos. De postre, ya en el viaje de regreso, bizcochuelo y café.
Esa tarde, también aprendemos que el nombre de la isla proviene de un árbol, el bearded fig tree, que tiene unas raíces aéreas que cuelgan desde la copa al suelo, como barbas. Los navegantes portugueses los llamaron, con justeza, "os barbados".
Bajan, estilo de vida. Los habitantes originales de Barbados fueron los indios arawak (o arahuacos), llegados desde Venezuela. La isla fue colonizada por navegantes ingleses en 1627 y desde entonces se convirtió en colonia británica. Pero a partir de 1966, Barbados es un estado independiente que pertenece al Commonwealth, es decir, sus habitantes son súbditos de la Reina de Inglaterra pero a la vez eligen autoridades que los representan en un Parlamento. Tienen un gobernador ?designado por Su Majestad? que ejerce el cargo en forma vitalicia, y además un Primer Ministro, que se vota cada cinco años, al frente del Ejecutivo.
La expectativa de vida es de 77 años, y en su cultura persiste la fuerte impronta colonial británica. Los locales son bien distintos al estereotipo de personaje caribeño: nada de estertores, nada de calidez colorinche. Son amabilísimos, sí, pero serios y reconcentrados. Son very british, a la vieja usanza. Y son, en un 93%, descendientes de africanos, sobre una población estimada en poco más de 284.000 personas.
El español es la segunda lengua en la isla, pero los barbarienses apenas pronuncian algunas pocas palabras. Obviamente, el idioma oficial es el inglés, aunque nadie lo habla con porte académico. Manuel, nuestro guía, es venezolano, domina la lengua de Shakespeare y lleva 16 años viviendo en la isla a pura guayabera. "Pero no los entiendo. Hablan bajan (se pronuncia "beiyan"), un dialecto que inventaron mezclando palabras del inglés, vocablos de raíces africanas y otras frases creadas ad hoc en la época de la esclavitud, para que los dueños de las fincas no supieran qué estaban diciendo", explica. Por ejemplo, usan el término men (hombres, en inglés) para referirse a una persona, o la expresión up (arriba) para decir "enfrente".
El bajan, en realidad, es mucho más que un dialecto. Es un modo de vida. Por ejemplo, existe el bajan time, que es el modo en que los habitantes de la isla relativizan la rigidez horaria británica.
"No invitan a sus amigos a sus casas. La vida social se hace afuera. Los hogares son sólo para las familias", describe Manuel a los habitantes de esta isla donde las mujeres trabajan en todos los rubros, y en la que la homosexualidad, en teoría, está penada por la ley.
No hay casinos en la isla; tampoco playas nudistas: el topless es lo más audaz que se permiten. En muchos postes de luz se ven carteles que anuncian "Jesus is coming"; los salmos encabezan cada pared del efervescente Fish Market y Chris, nuestro chofer en la combi, ameniza los viajes con programas de radio conducidos por predicadores más entusiastas que Ned Flanders.
También existe la cocina bajan. Al omnipresente flying fish y al popular maccaroni pie le siguen en adeptos el cou cou, que es una especie de polenta blanquecina, el breadfruit (árbol que da un fruto de gusto parecido a la batata y con el cual se hacen unos buñuelos) y la carne de cerdo. Un dicho local reza: "En Barbados, del cochino comemos todo, menos el oink".
La música bajan, que es parecida al reggae pero apuradita, y también el calipso, un ritmo con el que se identifican las canciones con letras de crítica social. Los barbadienses eligen Oistins, una zona donde de día funciona un pequeño mercado de pescado y que en las noches de viernes y sábados se llena de puestos de artesanías y abrazos: decenas de parejas bailan al ritmo de los oldie goldies, es decir lentos de los años ´50.
Para los extranjeros, las calles St. Lawrence Gap, First y Second Street son los lugares donde los pubs con bandas en vivo, DJs y restaurantes convocan pequeñas multitudes cada fin de semana.
En Barbados, las casas directamente carecen de cerradura. Ni hablar de rejas. En su mayoría de madera, son la evolución de las chattel houses, las viviendas móviles que los obreros desmontaban y transportaban cada vez que la zafra llegaba a su fin. Las calles de la isla están sembradas de ron shops, localcitos en los que sólo se sirve esa bebida, y se juegan ansiosas partidas de dominó. Hay más de 1.500 de estos bares típicos en los escasos 431 km cuadrados de la isla.
Barbados ocupa apenas un tercio de la superficie de Londres. Los 1.600 km de carreteras que la cruzan están asfaltados. Son rutas con muchas curvas y muy angostas, tanto que hay que tocar bocina ante cada recodo.
Para los que quieran descubrir lugares sin depender de nadie, la recomendación es la de alquilar un auto. Si se es más conservador se puede optar por las excursiones, y si se busca un mix lo ideal es pasear a bordo del transporte público. La red de colectivos (del Estado y privados) cubre la isla por completo. Los oficiales son de color azul, y los otros, amarillos y la frecuencia es de 30 minutos durante el día y una hora a la noche. Pero también existen unas combis blancas que tienen la enorme ventaja de pasar cada cinco minutos. Paran en todas las bus stop en las que haya alguien esperando, y antes de bajar basta tocar timbre o avisarle al chofer.
Profundidades. Amanecemos cargadas de expectativa. Vamos a bajar unos 140 pies (más de 40 metros) en un submarino que permite ver a través de sus ventanales redondos cardúmenes y un barco hundido. Curtis es el capitán. A bordo del barco que nos lleva mar adentro, nos explica el uso de una máscara plateada que deberíamos calzarnos en caso de descompresión,pero nunca en los 25 años que lleva ofreciendo la excursión hubo que recurrir a ellas.
Tras un viaje de diez minutos, vemos a nuestro lado una mancha celeste claro en el mar bien azul. En ese preciso lugar emerge el submarino. Nos aproximamos y bajan los pasajeros de la tanda anterior. Es nuestro turno. Los asientos, espalda con espalda, nos ubican frente a las ventanas. La nave empieza a bajar, al son de Under the sea, la canción del cangrejo Sebastian, de La Sirenita. Los que lograron entrar primeros al submarino tienen premio: pueden ver al capitán operando la nave, y también mirar a través de su gigantesco visor.
Los oídos no duelen para nada y la profundidad sólo se percibe por el contador digital que marca al lado del asiento del capitán los pies que vamos bajando. Empieza el show: cardúmenes plateados; tortugas que se camuflan con las piedras del fondo; una morena gigantesca, chatita como una moneda y ancha como una alfombra; peces de todos los colores y tamaños; corales, de los que aprendemos que son animales que generan su esqueleto en la parte exterior del cuerpo a un ritmo de crecimiento de entre medio y dos centímetros por año. El buque hundido en 1971, del que pasamos a centímetros, marca el final de los 45 minutos de recorrida, que terminan musicalizados por, claro, Yellow submarine.
Pero hay más aventuras en las profundidades. Visitar Harrison´s Cave es aunar el pasado con el presente y el futuro. Las cuevas tienen unos 50.000 años de existencia y fueron abiertas al público en 1981. Llevan el nombre de un mercader (Thomas Harrison) que era dueño del terreno donde se encuentran, dotado ahora de un ascensor de paredes transparentes que permite el descenso. El lugar cuenta con un centro de visitantes, muy moderno e interactivo, en el que basta con pararse bajo un cono y elegir en una pantalla táctil el material que uno quiere ver para que el sonido llegue directo a nuestros oídos, sin interferir la proyección del turista que está a 20 centímetros, frente a otro monitor y bajo otro equipo de audio.
Ryan, nuestro guía, nos invita a subirnos al trencito eléctrico. Empezamos a recorrer las cuevas (sólo se visita un tercio del total de 4,8 km de extensión, en un paseo que dura 45 minutos), y va encendiendo las luces de la caverna a medida que el vehículo avanza entre cascadas, piletas naturales con arenas movedizas y añejas estalactitas y estalagmitas que crecen apenas un centímetro cada? ¡120 años! Obviamente está prohibidísimo tocar alguna de esas columnas amarillentas.
El sector más impactante es el conocido como The Cathedral, por la amplitud de la sala. Otro hito es el llamado Cristal Room, donde el trencito hace una parada para que los visitantes bajen y tomen fotos. Los apuntes se humedecen porque todo el tiempo el cieloraso ?del que cuelgan formas extrañas, incluyendo algo parecido a una palaciega araña.
Bridgetown y más. En la ciudad capital, frente al Parlamento (un bonito edificio de piedra clara) se encuentra el Waterfront Café, un restaurante donde cuatro noches a la semana se escucha jazz en vivo y donde se pueden pedir seafood tapas (bocados con frutos de mar) para dos a cambio de 32 dólares, un plato de caribbean crab cake (pastel de langosta) a 15, jerk chicken (pollo adobado con ají, clavo, canela), por 14 o un filete grillado de dolphin por 28. El dolphin es un pez ángel (también llamado mahi mahi: se pronuncia mei mei), nada que ver con Flipper; su carne es riquísima. Como postre, una carrot cake (torta de zanahoria: 9 dólares) que cuesta lo mismo que una porción de coconut cream pie (parecido al flan de coco) o que una stewed guava, es decir guayaba en compota.
Al lado, unos bolichitos ofrecen recuerdos típicos que van desde pareos hasta simbólicos steel pan (tambores metálicos cóncavos que se tocan con dos palitos de madera y tienen un sonido muy dulce) en versión mini. En esta zona, varios carteles ofrecen excursiones de pesca de medio día para cuatro personas a cambio de 400 dólares, con carnada y equipos incluidos. Muy cerca, la plaza Trafalgar Square sorprende porque es 15 años más vieja que su homónima londinense.
Victoria Street es la calle de las ofertas; Broad Street, la de las tiendas más caras. Detrás del área comercial está la zona roja de la ciudad, único sector donde recomiendan tener cuidado de noche.
El calor manda, y nos encamina hacia los puestos callejeros que venden helados bajan, a un dólar. Se los llama Sou Cones, y los arman dentro de un vaso plástico con una bocha de granita (hielo molido) a la que le agregan leche condensada y jugos de naranja, ananá, menta, granadina. El de coco es deliciosamente empalagoso. Los demás, también.
Caminando por Bridgetown, confundimos a los locales. "¡Italianos!", nos llaman los vendedores. Les decimos que no, que pese a la pinta, los ademanes ampulosos y el hablar fuerte somos argentinos, bah, italianos del hemisferio sur. "¿Argentina? Diego Arrrrrrmando Maradona", enuncian luego, para aclarar que Lionel Messi es bueno, sí, pero como el 10 albiceleste nadie nunca jamás.
La mayor densidad de argentinos en la isla se da en los campos de polo: hace diez años había sólo una cancha pero ya suman cinco, en las que una veintena de connacionales juegan o cuidan caballos. Martín Jáuregui llegó con 4 de handicap desde San Antonio de Areco y es una de las estrellas del open local. Nos cuenta que este deporte, monopolizado por la elite blanca, protagoniza un boom en los últimos años, tanto que el príncipe Harry suele viajar para ver los partidos.
¿Por qué Barbados y no otra isla del Caribe? Las razones son muchas: el clima siempre apto para la bikini; una suave brisa permanente que hace más tolerables los veranos; la ausencia de corrientes marinas fuertes, un reaseguro para la práctica de deportes acuáticos; una administración política estable y sin conflictos; una buena red de buses; el alto nivel cultural de la población (98,8% de alfabetismo, con educación gratuita desde los 2 años hasta la universidad); la excelente gastronomía y el hecho de que todas las playas sean accesibles, a diferencia de otros destinos donde algunas arenas quedan reservadas para los que pueden llegar en helicóptero o en barco.
El 40% de los que la visitan son británicos, seguidos por los estadounidenses y los canadienses.
Es precisamente desde Inglaterra que llegó a Barbados la familia Hunte, alrededor del año 1.600. Centurias después, Anthony Hunte emerge en medio de la espesura de su botánico propio, de su prolijísimo museo verde y vivo. Decenas de mariposas sobrevuelan este predio donde hace miles de años había una cueva. Pero el suelo colapsó y se creó un hueco gigante con terrazas naturales. Allí conviven especies exóticas (palmeras de Tailandia y de Filipinas, un árbol africano ? calabash? cuyo fruto se usa como vasija, unas flores que parecen calas muy rojas, otra planta que tiene hojas gigantes y negras) y autóctonas, como cocoteros y mangos.
"En 1990 compré este lugar, que era una antigua plantación de azúcar. En la planta elaboradora instalé el vivero, y siete años atrás adquirí los establos, de 150 años de antigüedad, lugar donde ahora vivo. Construí escaleras, infraestructura para recibir a los visitantes y hace cuatro años abrí al público", cuenta Anthony, enfundado en unos jeans embarrados con los que hasta hace minutos trabajó la tierra.
Anthony dice que jamás estudió botánica, pero que colecciona plantas desde los 27 años. "Y ahora tengo 68, así que junté muchas", sonríe. Nunca riega sus jardines, habitados por lagartijas y picaflores, porque se autoabastecen con las lluvias.
Como premio a los visitantes que llegan a Hunte´s Gardens, Anita, asistente de Anthony, sirve quizás el mejor rum punch de la isla: frutado, suave, con hielo y el toque exacto de Angostura.
Dónde vivir en la isla del ron. Las villas son condominios en los que hay desde apartamentos hasta mansiones. Tienen la ventaja de que permiten tener todo resuelto (ofrecen mayordomo, cocinero, chofer, mucama, seguridad, personal de mantenimiento, servicio de conserjería las 24 horas que se ocupa de reservar jornadas de spa, arreglar los transfers desde el aeropuerto, conseguir tickets para un concierto o satisfacer cualquier otro capricho, y hasta un profesor de baile que imparte local dance lessons a los adolescentes de la familia) con mucha mayor intimidad que la que permite un hotel. Es la modalidad de alojamiento que más está creciendo en la isla, y resulta óptima para grupos familiares o varias parejas porque la mayoría de las casas tiene entre cuatro y seis dormitorios.
Amy Winehouse se alojó en una de las villas que ofrece la empresa Bajan Services, en la que las persianas eléctricas se levantan lentamente desde el living para dejar ver una piscina gigantesca, un jardín increíble, una glorieta con una barbacoa. Suena Rod Stewart en el equipo de música de la sala y se lo escucha hasta en el último rincón del caserón. Rhyana, la responsable del alquiler de 120 propiedades de este nivel, detalla que de diciembre a abril hay que desembolsar hasta diez mil dólares diarios a cambio de esta vida de príncipes. "Ofrecemos el servicio del mejor hotel pero at home. Y damos más privacidad, más espacio, más libertad. Por otro lado, si se alojan cinco parejas no resulta tan caro", suaviza.
Barbados es la cuna del la marca más antigua de esta bebida en todo el hemisferio occidental, Mount Gay, que se comercializa desde 1703. Una visita a la planta, guiados por Rhea y Demian, permite conocer que se vende en 80 países, que el 70% de lo que se produce tiene como destino los Estados Unidos y que envasan un mínimo de 35 mil botellas diarias. Producen variedades con sabor a almendra, moka, banana y vainilla, entre otras variantes. Nos hacen probar el suave Extra Old, añejado 17 años y que se vende a 19 dólares. Y miramos de reojo el Old Cask Selection, que ?dicen? vale los 97 dólares que cuesta.
En el extremo norte del país se ubica St Nicholas Abbey, una pintoresca casa de estilo jacobino construida alrededor de 1650. Por entonces se comenzó a cultivar caña de azúcar en la finca, actividad que sigue en forma ininterrumpida hasta hoy. La propiedad abarca unas 220 hectáreas, la mitad de las cuales está ocupada por las plantaciones. El lugar, que pese a su nombre jamás fue una abadía, es sin embargo un templo para los amantes de la bebida típica de Barbados: tiene fama de ser la destilería que elabora el mejor ron artesanal de la isla.
Experiencia Mach 2. Las costas norte y este de la isla, bañadas por el Atlántico, no son aptas para los que quieren nadar por sus fuertes corrientes. De hecho, el este es la meca de los surfers. En cambio, el sur y el oeste, sobre el mar Caribe, son ideales para los remojones, con pocas rocas y escasas olas. Todas las playas a lo largo de los 97 km de extensión costera son públicas y de libre acceso.
Paralelo a la playa y desde el hotel Accra Beach parte un sendero, el boardwalk, que se extiende por un kilómetro y medio. Es un deck de madera por el que la gente corre o camina mientras presencia los atardeceres más hermosos. Está prohibido andar en bicicleta, skate o rollers. En su recorrido tiene miradores, pérgolas, juegos para chicos y policías montados en segways, monopatines motorizados que suele usar el personal de vigilancia.
En el noroeste de la isla se encuentra la ciudad más antigua de Barbados, Speightstown, conocida antiguamente como Little Bristol porque era un puerto comercial muy vinculado a esa urbe inglesa. Desde la terraza de un bar a simple vista se perciben cinco áreas de arrecifes de coral: a unos 500 metros mar adentro hay unas manchas oscuras en el agua. Esos son los lugares en los que, a cambio de 50 dólares, puede practicarse una hora de buceo, equipo e instrucción incluidos.
En esta ciudad se ubica la casa-museo Arlington, angosta y larga y construida en tres plantas a principios del siglo XVIII en el estilo single house, típico de Carolina del Sur, ya que los barbadienses estuvieron entre los primeros colonizadores de ese estado. En una parte de la construcción, descascarada a propósito, puede verse el adobe súper resistente con el que la vivienda fue construida, una mezcla de piedra coralina con melaza y clara de huevo de más de 60 centímetros de espesor. Y también apreciar un mapa de 1820 que detalla la ubicación de los cinco fuertes que protegían la isla, experimentar en la palma de la mano la sensación de un viento huracanado soplando a 250 km por hora y manejar el timón de un barco virtual.
Para los que buscan volar con la imaginación, desde 2007 se puede revivir parte de lo que sintieron los pasajeros del Concorde que unía Barbados (el de Bridgetown es el aeropuerto más importante del Caribe) con Londres en apenas cuatro horas y diez minutos. La nave voló esa ruta entre 1977 y 2003. En el hangar en el que se la exhibe, se pueden ver luces que se asemejan a las de una pista y un resplandor en las turbinas. Luego se percibe un temblor como de despegue. Hay "azafatas" que entregan boarding pass apócrifos, que habilitan a curiosear de cerca objetos históricos (menúes, vajilla, check list, manual de vuelo) exhibidos en la falsa sala de embarque, y luego a subir la escalera para recorrer el estrecho pasillo. Se ven esas ventanitas minúsculas que permitían observar la curvatura de la Tierra, y uno se puede sentar en las butacas de cuero y presenciar la proyección de un video en el que memoriosos pasajeros juran que la aceleración (volaba al doble de la velocidad del sonido, en Mach 2) hacía que sus espaldas se incrustaran en los asientos.
La semana pasó. Un último chapuzón en el mar, como despedida, y a armar las valijas, que ahora pesan más, cargadas de nostalgia.
Llegamos y partimos de la isla de noche. No pudimos, entonces, tomar una imagen panorámica que muestre desde el aire toda su belleza. No fuimos capaces de robarla. Pero no importó: Barbados ya nos había dado todo.
Por Cristina Mahne. Nota publicada en revista Lugares 187.
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