“La cultura no puede ser mensurable en términos económicos”
Guardián de la música clásica, preside el Mozarteum Argentino, creado hace 73 años por su madre, Jeannette Arata de Erize
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“La supervivencia de una organización musical de origen privado en la Argentina es un milagro”, afirma Luis Alberto Erize (79), presidente del Mozarteum desde 2013. “Entre otros factores —explica el abogado que sucedió en el cargo a su madre, la icónica e inolvidable Jeannette Arata de Erize, modelo insuperable de dama argentina y alma mater de la más sólida y prestigiosa institución privada dedicada a la música clásica desde hace setenta y tres años—, es un milagro por el estado de crisis permanente en el que vive nuestro país.”
El Mozarteum Argentino fue fundado en 1952. Desde entonces ha ido incorporando ciclos como los Conciertos del Mediodía en Buenos Aires, creados en 1959, y las programaciones en las provincias, más otras actividades que marcaron el panorama cultural a lo largo de varias generaciones. No solo para el público melómano que recibe cada temporada una propuesta de conciertos de abono con figuras internacionales de altísimo nivel en el Teatro Colón, sino para los jóvenes músicos locales que encuentran posibilidades concretas a través de sus programas de becas y, en un plano más genérico, el aporte de esta institución a la imagen de la Argentina en el mundo. “Somos parte de eso”, reconoce Erize a LA NACION.
A lo largo de nuestra historia reciente han existido organizaciones de alto nivel dedicadas a la música clásica. Cada una con su perfil específico, concentradas en algún repertorio, compositor, período o género. Luego, ya sea por la inestabilidad económica y las recurrentes crisis, la falta de estructura o incapacidad para adaptarse a circunstancias nuevas, o incluso por una dependencia exclusiva de a figura de su fundador, esas entidades fueron desapareciendo.
–El Mozarteum es un caso único de continuidad y trascendencia. ¿Cuál ha sido la clave para sostener con éxito siete décadas de vida?
–La supervivencia de una organización musical de origen privado en la Argentina es un milagro. Y ese milagro se debe a una combinación de factores. El primero: conservar esa tradición inquebrantable por la cual siempre hemos logrado concretar las cosas. Esa tradición se traduce en el hecho de que, por ejemplo, cuando convocamos a un artista, el artista tiene la garantía de que todo será perfecto, que no habrá ningún tipo de problema. Y eso en la Argentina es mucho porque hemos debido atravesar revoluciones, golpes de estado, tanques en las calles, manifestaciones. Muchas situaciones de ese tipo a lo largo de 73 años. Como haber tenido a Narciso Yepes dando un concierto para siete mil personas en pleno Cordobazo. La base de esa tradición que nos distingue es algo fundamental.
“El segundo factor: nuestra gente. El público del Mozarteum se siente muy identificado, tiene un fuerte sentimiento de pertenencia. Es un vínculo que lleva tiempo construir, pero lo hicimos y fue creciendo desde aquellas 150 personas que estuvieron en el origen, a la organización que somos hoy. Finalmente, es un milagro porque desde el punto de vista financiero, la Argentina es un albur permanente. Nuestro país es lo que es. Vive bajo un sistema de crisis que hace las cosas sean más complejas y difíciles. Nos ha pasado tener que tomar decisiones dificilísimas por motivos financieros porque uno puede querer dar un salto muy grande, traer la orquesta más importante del mundo ¡pero hay que ser capaz de sobrevivir a eso! Y el Mozarteum jamás hizo una cancelación ni dejó de pagar lo acordado. Siempre pagamos lo convenido en tiempo y forma. Y gracias a esa seriedad es que grandes artistas del mundo hacen el esfuerzo de venir al país con nosotros".
El último público de la Argentina
–Entre esos factores se destaca uno muy particular y distintivo: el sentimiento de pertenencia. ¿En qué se basa ese vínculo y cómo piensan el traspaso generacional del público?
–Creo que hubo instituciones que envejecieron más que nosotros. No solo en la Argentina sino en el mundo. Un director observaba recientemente que la gente ahora no está dispuesta a escuchar una sinfonía completa. Si uno traspone esa afirmación al ámbito doméstico y se pregunta ¿qué escucha la gente en su casa? Serán muy pocos los que dediquen el tiempo a escuchar una obra entera. Estamos ante una clara involución. Y esto excede el ámbito del arte y la cultura. Es una involución del hombre en general. Mientras que, lo que justamente define la magia del ser humano, es su intelecto, la capacidad de concentración y la memoria. Esas son dos capacidades del ser humano que en la música se desarrollan al máximo.
“En una serie tímbrica escuchamos una nota, que suena un instante y al siguiente ya no está, desapareció o se fundió en otro sonido. Quien une todo eso, quien establece la conexión donde los sonidos se suceden de manera ordenada, es la propia persona a través de su oído. Pero si uno no se concentra, luego no recuerda, y si no recuerda el principio de un movimiento, tampoco comprenderá su desarrollo. Este es un proceso vital en todas las dimensiones del ser humano, pero en la música particularmente. Creo que si no se retroalimenta esa costumbre —la de oír con concentración y memoria porque “el oído se hace,” como decía Daniel Barenboim, y esa es la maravilla que implica que todos pueden disfrutar de este arte maravilloso—, que si nos vamos a quedar reduciendo el tamaño y la duración de las cosas, el traspaso generacional va a ser algo muy complicado.

“Otro tema respecto del público es que yo diría que hay familias y son todas distintas. Está la familia del ballet, la de la ópera, la de los conciertos. Cada una tiene su audiencia y es muy distinta de la otra. En materia de música sinfónica y de cámara, de artistas extranjeros de altísimo nivel, el público del Mozarteum es el último que queda. Porque como veníamos hablando, si antes había unas cinco organizaciones musicales de gran nivel, muy presentes en la Argentina, eso ya no existe más. Y hoy, de esa categoría, solo nos queda el Mozarteum”.
–Porque ustedes como institución han sido capaces de crear un sistema de continuidad con las generaciones jóvenes
–Es un traspaso que se ve tanto desde el punto de vista del público como de la gente que está a cargo de la institución. En el 71, cuando salía de un terrible accidente que me dejó dos años en cama, le propuse a mi madre –si me daba la parte de arriba del Coliseo que no estaba muy poblada– organizar algo nuevo para la gente joven. Así armamos lo que se llamó “Música para la Juventud”, un formato de encuentro que hoy ya no sería posible. Allí teníamos una clase previa, después un café donde se conversaba sobre lo íbamos a escuchar y recién a continuación íbamos al concierto. ¡Yo alguna vez le cerré la puerta en la cara a un impuntual que años más tarde se convirtió en ministro de economía! Por suerte, muchos de ellos siguen viniendo. De hecho, en la comisión directiva tenemos a Ferdinand Porak, uno de aquellos jóvenes. Pero hoy los chicos están muy solicitados por sus estudios y por una interminable variedad de estímulos de otra naturaleza. Para nosotros sigue siendo una preocupación constante ver cómo mantener esa conexión con la juventud. Por eso ofrecemos entradas sumamente accesibles en las localidades altas, como para que los chicos puedan venir a los conciertos y hacerse al hábito de la música.
–Siguiendo con la idea de pertenencia y fidelidad, llegamos al abonado, figura decisiva en el sostenimiento de la organización
–Sin ellos directamente es imposible porque una institución no puede funcionar a todos los niveles sin socios. Sin esa planificación, sin esos socios abonados que se comprometen a acompañarnos, es absolutamente imposible sostener una organización como esta. Y ese es el problema más grande que existe hoy. No solo en la Argentina sino en el mundo entero.
–¿Cuál sería ese problema?
–El de la fragmentación. Todo está fragmentado. La gente hoy elige esto y mañana aquello saltando de un lugar a otro, cuando en cambio la constancia brinda tantos beneficios. Quien viene al Mozarteum tiene la garantía de una calidad altísima, de que aquí nunca encontrará propuestas mediocres. Además, se hará al hábito de escuchar buena música y abrir la cabeza. También es notable, tal como lo señaló Riccardo Muti, que el arte musical ha pasado en los medios de prensa a la sección de entretenimiento. Todo es valioso, pero la música necesita de los espacios para que la gente se entere, se ilustre y conozca. Es importante conocer algo de los artistas, los compositores, las obras y el mensaje que puede inspirar al público. Es esencial a nuestro quehacer.
La música en la adversidad
–Mencionaste tu accidente, los dos años en la cama, y un proyecto que surgió en esas circunstancias difíciles. ¿Qué rol cumplió la música y cómo te ayudó a superar esa etapa?
–Los conciertos ya eran parte de mi vida. Yo iba desde los 8 años e incluso más tarde hacía las grabaciones de las temporadas del Mozarteum. En el 71 tuve un grave accidente al evitar a dos ciclistas borrachos sin luces en la ruta. Me tiré de contramano para no matarlos y me tragué un ómnibus de frente. Soy un sobreviviente de ese choque. Pero estuve a punto de morirme y un milagro me salvó la vida. Pasé tres meses internado con una infección brutal, más dos años en cama con operaciones cada 90 días. Quedé un poco rengo… pero lo superé. En cuanto a la música, recuerdo largos períodos de fiebre muy alta debido a las infecciones en los huesos con los estafilococos aureus, que son de lo peor. En esos momentos tan duros y dolorosos, yo ponía mis grabaciones y la música me acompañaba. Llegaba a bajarme la temperatura hasta dos grados. Porque hay un efecto físico muy positivo que se da en el cuerpo, en el hecho de poder concentrarse y relajarse junto al sonido.
–¿En qué enseñanzas y valores podrías condensar la personalidad excepcional de tu madre –Jeannette Arata de Erize–, una mujer que combinó la rectitud y los principios firmes con la afabilidad y una calidez extraordinaria en el trato con la gente?
–Una personalidad irrepetible. Mi madre arrancó en los 50 con un entusiasmo enorme, en una sala pequeña del Museo Fernández Blanco, cuando la actividad del Mozarteum ya había salido de los ámbitos familiares de los socios de la entidad que eran músicos y gente allegada a la música. Fue Friedrich Gulda quien le dijo: —Jeannette, ¿no querrías que toque gratis para el Mozarteum? —Ay, Maestro, ¡nos haría un gran favor! Y así empezó. Luego vino el gran salto con Stravinsky. Originalmente él iba a venir al Colón pero como después no pudieron pagarle lo solicitado, ella dijo ¡Esto no puede ocurrir! ¡No puede ser que no lo tengamos a Stravinsky! Y logró que viniera y que ese concierto se hiciera para el Mozarteum.
“Con Stravinsky comenzaron los grandes programas. Yo resumiría su personalidad en la perseverancia, la humanidad y sinceridad, la obsesión por el detalle donde no había separación entre lo más importante y lo menos importante. Jamás dejaba una carta sin responder, por ejemplo. Otra característica de ella, cuya impronta trasladó a la institución, es la idea de dar continuidad a los vínculos como lo venimos haciendo desde el comienzo con ensambles icónicos como el Quintetto Chigiano, I Musici o el Trio di Trieste, conjuntos de cámara que hemos seguido toda la vida. No convocamos a los artistas como un numerito para llenar la programación de cualquier forma. Nosotros construimos un vínculo basado en un conocimiento que atraviesa temporadas”.
La cultura y su sustento
–Hay un tema de debate recurrente en lo que hace a la cultura y su sustento. Si es pública o privada y en qué medida. Si la subvención es pública, cuándo, cómo, cuánto y a quién se destina. Si hay riesgo de propaganda cuando la administra la política a través de recursos estatales, etc. En este sentido, el Mozarteum es un modelo a gran escala y a largo plazo de una gestión privada exitosa y estable. ¿Cuál es tu postura respecto del debate entre lo público y lo privado?
–No creo en la cultura del Estado. Es decir, si uno va a apoyar la cultura como una manifestación puramente estatal, la cultura está muerta. La ventaja del Mozarteum es que aprendimos a sobrevivir sin depender del Estado. Ahora bien, afirmar desde esa posición que la cultura por el contrario tiene que funcionar como un mecanismo económico, que tiene que ser un negocio como cualquier otro, implica que estamos muy mal. La cultura no es un negocio. Es un bien que forma parte de la base de formación intelectual de las personas, volviendo al tema inicial de nuestra conversación sobre los principios de la concentración y la memoria que sirven para todas las manifestaciones de la vida. De modo que el que piense que esto forma parte de un entretenimiento autosostenible, está ignorando su propia esencia. Hay un libro interesante de Ferguson: Civilización [NR: Civilization. The West and the Rest, del historiador británico-estadounidense publicado en 2011] donde el autor explica el origen y decadencia de los imperios y cómo un continente como Europa (que en 1411 estaba destrozado por las pestes y las guerras constantes, y que incluso era una parte minúscula de la población mundial frente a civilizaciones enormes que estaban establecidas como la Dinastía Ming con la ciudad Imperial y su muralla China, o la civilización azteca y otros grandes imperios con ciudades mucho más grandes), llegó de alguna manera a ser lo que después fue el Occidente en el siglo XIX con vigencia hasta nuestros días. Ferguson analiza estas cuestiones y demuestra que, en el fondo, el éxito y el desarrollo se debieron al gran impulso de las ciencias y a la valoración de la cultura en todos sus aspectos. De modo que, en sentido contrario, la decadencia de una nación, si bien se da por razones múltiples, proviene precisamente de la desvalorización que esa nación hace de su propia fuerza cultural.

–¿Y hay una desvalorización generalizada en este momento?
–Creo que sí. Que se arrastra desde hace décadas. No es algo que haya surgido ahora pero sí que se ha profundizado. ¿Cuánto dura un TikTok? Insisto en señalar esa dependencia y esa línea de concentración que no se puede prolongar más allá de unos escasos minutos. Hoy nadie tiene desarrollada esa capacidad de atención sostenida y yo creo que es una situación compleja porque nos adaptamos contentos a todos estos sistemas nuevos que nos facilitan la vida, pero también nos enfrentan al gran debate que se nos abre frente a la inteligencia artificial. Un amigo psiquiatra me explica que este corrimiento de la atención hacia la novedad permanente, al impacto visual cada vez más veloz, más intenso y superficial está provocando un verdadero cambio neuronal. Porque el cerebro humano se va adaptando a los estímulos que recibe. Esto es un tema grave. Por otra parte, si uno no aprecia de verdad el significado y la importancia que tiene la cultura para aspirar a una sociedad armónica donde se privilegie el intelecto, estamos en un problema serio.
La música no es negocio
–“La música no es un negocio” acabás de decir y enumeraste antes una serie de factores que hacen al “milagro de la supervivencia”. Entre ellos, el factor económico y la independencia. ¿Cómo han logrado esa solidez y qué recomendarías imitar de los aciertos del Mozarteum?
–Un esfuerzo enorme y una gran modestia. Porque cuando empiezan a aparecer las “figuras top” en una organización, la organización ya está muerta. Eso es algo que pasa en muchas fundaciones cuando sus directivos lo que buscan en verdad es una gratificación y un beneficio personal. No está allí por un interés genuino en la cosa en sí (en este caso la música), sino por el lucimiento y el rédito social de ocupar esa vidriera. Eso es un problema. Alguien de una organización importante en nuestro ambiente me dijo: “Es que la música clásica no es negocio…”, como diciendo que para funcionar tengo que estar midiendo un estado de resultados. ¡Pero si ya sabemos que no es negocio!
“El Mozarteum ha sido muy flexible en adaptarse a las circunstancias. Cuento un ejemplo: en octubre de 2021 liberaron los aviones por primera vez después de la pandemia. La invitamos a Joyce DiDonato que, siendo una gran artista, obviamente no venía gratis. Pero nos largamos igual y reabrimos la actividad a un costo muy importante. Lo hicimos para demostrar que no somos un muerto, que tenemos la capacidad de volver a empezar. Era diciembre de 2021, de modo que el concierto no estaba asignado a ninguna temporada y desde el punto de vista del “negocio” era una aberración total. Pero para nosotros era el valor de volver a estar presentes. Porque si uno revisa los listados de los grandes artistas que llegaron al Teatro Colón a través del Mozarteum, la conclusión es que somos parte de todo esto y somos parte de la imagen de la Argentina en el mundo.
–Hablamos del público y los abonados como una alianza imprescindible, e igualmente vital es la de los patrocinadores. ¿Con qué se identifican las empresas que se asocian a la “marca Mozarteum”?
–Hay una cosa básica para esta actividad en todo el mundo y es que la gente dirige sus impuestos colocándolos en determinados rubros a través de fundaciones. En la Argentina ese mecanismo no existe. Toda contribución de este tipo debe entrar en el balance de las empresas, con lo cual se hace extremadamente difícil conseguir esos auspicios. Lo único que existe en nuestro país es un régimen de mecenazgo [en la Ciudad de Buenos Aires] cuya dirección está en manos del Ministro de Cultura, que es quien tiene que aprobar y mantener una política determinada. Nosotros recibimos una parte pequeña mediante este mecanismo, que la dedicamos enteramente a nuestros becarios, un programa que por suerte podemos mantener sumando algunos complementos porque esa contribución, si bien es necesaria, tampoco es suficiente y se ha ido reduciendo. En síntesis, el problema básico es que en nuestro país las empresas no pueden dirigir sus impuestos. Otra cuestión relacionada al tema es lo que llamamos “publicidad institucional”, la imagen de una empresa. Y si bien hay una cierta imagen de clase e industria del lujo a la que le sigue resultando valioso adherirse a determinados símbolos, esa visión hoy está solicitada por una cantidad de alternativas que hacen la subsistencia cada vez más difícil.
–Compitiendo con las redes, por ejemplo, que son un escaparate infinito en el tiempo y el espacio. ¿Qué haría falta para revitalizar este mecanismo que, si bien existe, no está tan extendido ni desarrollado?
–La Argentina vive de crisis en crisis. En forma cíclica caemos siempre en un tema de tipo legal: la emergencia. ¡Vivimos en emergencia! Y así, cada cuestión que uno plantea, como debe existir en el marco de una economía de emergencia, se enfrenta indefectiblemente a lo urgente, lo impostergable. Debemos llegar a un cierto nivel en el que se abandone esa teoría de la emergencia a la que recurrimos permanentemente como una especie de enfermedad. Y aquí vuelvo al libro de Ferguson que explica cómo las instituciones han sido una fuerza de la civilización, porque las instituciones son la estabilidad que hace a la grandeza de nuestro mundo occidental. Lo que yo diría que hay que revitalizar es la idea de que la cultura tiene un valor de vigencia enorme para la sociedad, pero que ese valor no puede ser mensurable en términos económicos. Cuando Sarmiento arrancó con la alfabetización de toda la Argentina y fuimos, gracias a él y a sus maestras, uno de los países más alfabetizados del planeta, desde una visión económica pura ese plan no tenía un rendimiento concreto. La cultura tiene un efecto expansivo profundo en una sociedad moderna, pero es una semilla que tarda mucho tiempo en germinar y dar sus frutos. Pienso finalmente que es un gran tema para que alguien un día lo retome de verdad cuando la Argentina se decida a superar la emergencia.
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