Anfibios entre lo real y lo abstracto
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Cada era, cada época, a veces incluso cada década o cada año exponen un abanico de conflictos y de paradojas.
Nunca me había puesto a pensar, hasta ahora, en los nombres de las partes que constituyen un abanico, una práctica fascinante para los coleccionistas de palabras, porque suele depararnos sorpresas hermosas. Las varillas de un abanico reciben varios nombres, de acuerdo a su posición. En la zona del clavillo se llaman fuente; por encima, son guías o espigas. Sobre las guías va la tela, que en general se adorna con algún diseño y que por eso recibe el nombre de país o paisaje. Tomaré pues solo un sector del paisaje de este abanico de conflictos y paradojas que expone nuestro tiempo. Ese fragmento no explica todo, pero es significativo. No es suficiente, pero me parece necesario observarlo.
Por supuesto, esta introducción no es inocente. La palabra país tiene un origen de lo más interesante. Deriva del francés pays, que a su vez se origina en un vocablo del latín tardío, pagensis; es decir, los que habitaban un pago, o pagus, en latín; de ahí viene también pagano (paganus). Para Cicerón, Virgilio y Tácito, pagus era una aldea o un pueblo. Julio César ya usa la misma palabra para significar un cantón o un distrito de la Galia y la Germania.
Todas esa significaciones están obsoletas y, para nosotros, país es, sin entrar en detalles, una nación. Así que las palabras son entidades abstractas. No hay nada de la rosa en el nombre de la rosa.
Así como las pronunciamos, se vuelven concretas y cada una tiene su propia música, su textura, su personalidad; incluso resonarán en nuestra historia personal de diversas maneras, y tal resonancia evolucionará con el paso de los años. Sabemos asimismo que las palabras pueden herir más que una puñalada. O curarnos para siempre.
En nuestra consciencia, lo concreto tiene un pasaporte VIP. Los mamíferos evolucionamos durante al menos 300 millones de años en contacto con el mundo real y empírico. El don de la palabra y su potencia simbólica, que derivarán en la lógica y la matemática, son algo muy nuevo, y por lo tanto más trabajoso para la mente. La abstracción requiere entrenamiento.
Pues bien, uno de los conflictos del tiempo que nos ha tocado vivir es que mucho de lo que antes era concreto se ha vuelto abstracto y, al mismo tiempo, las destrezas para pensar en abstracto se imparten cada vez menos. Esto resultó en generaciones de personas (lo veo en mis alumnos) que tropiezan con ejercicios aritméticos elementales. Ni hablar de la equivalencia masa/energía de Einstein o el Principio de Indeterminación de Heisenberg.
Paradójicamente, gran parte de nuestras relaciones e incluso, ahora, tras la pandemia, parte de nuestro trabajo se han escindido del mundo concreto. Vivimos mucho más en abstracto. No me verán quejarme de eso. Todo lo contrario. Con uno de los dos mejores amigos que me ha dado esta vida, Eduardo Suárez, que falleció el 21 de diciembre de 2014 y a quien echo de menos todos los días, nos veíamos solo dos veces al año, porque vivíamos a 100 kilómetros y él estaba confinado (en el mundo real) a una silla de ruedas. La virtualidad de ninguna manera es poca cosa o menos emocionante. Pero ambos nos habíamos formado en el goce del pensamiento abstracto y como consecuencia teníamos siempre un millón de cosas para conversar. O sea, para chatear. Es cierto, un abrazo vale más que mil horas de chat, y esos dos encuentros anuales, para su cumpleaños, en marzo, y para el mío, en octubre, sabían a revancha después de tanta abstracción.
Pero me temo que estamos preparando un cóctel nefasto, en el que el intervalo de atención ha sido atomizado en fragmentos que solo duran unos segundos, la gimnasia abstracta está casi por completo ausente y, al mismo tiempo, vivimos en un mundo intervenido por la virtualidad y los algoritmos. No parece una receta muy prudente.

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