Cuando los sirvientes se convierten en amos
Por María Esther Vázquez
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Cuando habla, lo hace con precisión, no deja frases sin terminar y lo que dice está dicho con la seguridad de quien ha razonado bien su pensamiento. Esto va subrayado con la expresión atenta, casi alerta del rostro; el ejercicio de la profesión lo ayuda. Gustavo Bossert, premiado autor de cinco libros anteriores, cuatro de cuentos y una novela -además de sus doce obras jurídicas- es juez. Su última novela, Los sirvientes , se publicó en febrero en la versión francesa ( Les domestiques ), en breve se filmará en Francia, y en estos días apareció en Buenos Aires. Aclara que como género le encanta el cuento. "La novela, en cambio -dice-, es una obsesión en cuyo largo camino se pueden incorporar acciones y personajes que se relacionan inmediata o mediatamente con la línea argumental. El cuento es, valga la metáfora, una moneda de metal y la novela es un billete que se puede plegar y desplegar. Los sirvientes tiene muchos dobleces."
- El tema es la patética relación entre una pareja y unas personas que se les imponen como sirvientes, mucamo, cocinera, etcétera, en una dramática situación invertida. ¿Se trata de una pura ficción?
-Sí, pero tiene que ver con una de mis obsesiones: mi aversión al dominio de una persona sobre otra, a la intromisión en su intimidad. Esto significa una forma de abuso del poder y puede ocurrir en todas partes; en un país, en un club, en una casa. Por otra parte, desde chico miré con asombro la vida de las mujeres llamadas mucamas con cama adentro; muchachas que se entregaban a una familia, viviendo en casa ajena, atentas todo el día al campanillazo de llamada y que para sí y su propia familia tenían, en aquellos tiempos, sólo los jueves a la tarde y los domingos. Este fue el núcleo, la masa a la cual se agregó una escena muy reprochable de invasión, que necesité escribir, y así nació la novela.
- Una novela de suspenso, porque hasta el final no se sabe qué va a pasar con esa pareja, avasallada y humillada por los intrusos.
-Se trata de una gente ya mayor, con una renta, que ha elegido la soledad y la paz del campo entre colinas, para vivir apaciblemente. Ni siquiera tienen teléfono. La casa está a media hora de auto de un pueblo chico.
- El lenguaje recuerda el de los paisanos de Buenos Aires, de Santa Fe...
-Yo soy rosarino. Tenemos el campo al lado, conozco los hábitos, el trato de los paisanos. Es gente linda, medio gringa, que va al boliche y conoce la vida de todos. Son desinteresados, como el farmacéutico, como el dueño del almacén de Ramos Generales de mi novela, que cuando llegan los de la ciudad les pregunta por las cosas que no se ven en el campo.
- Ahora la televisión muestra el mundo, pero en el campo se conserva, sin embargo, ese modo de vivir. ¿Qué te propusiste en la novela?
-Tejer una telaraña para encerrar a la pareja y también a los lectores, creando un clima de ahogo insoportable, una situación ante la cual los protagonistas quedan tan indefensos y asombrados que no saben cómo salir. La indefensión del débil, del hombre de paz es un tema universal; el débil, humillado por el bravucón, que le convierte la vida en un infierno; el humillado por el sistema, cuando denuncia un abuso y nadie lo ayuda. ¿Qué hacer cuando alguien pone una música tan fuerte que impide dormir?
- No cuentes el final, pero tu pareja, ¿podría salvarse o no?
-No sé. Cuando los personajes cobran vida ya son independientes de uno.
- ¿Qué fue lo más difícil para vos en Los sirvientes?
-La duda de si está bien o mal lo que estoy haciendo. La incertidumbre de incorporar ciertos elementos; por ejemplo, ahí hay un gato que tiene un protagonismo y yo me preguntaba: ¿será adecuado o no?
- ¿Quedaste contento con el libro?
-Conmigo mismo nunca estoy contento, para qué te voy a macanear. Me alegré con la exitosa versión francesa, gracias a mi excelente traductor, me alegraré si acá la novela le gusta a la gente.





