Doble vida fantástica
La inglesa Marghanita Laski narra en El diván victoriano una fantasmagórica y lograda historia en que dos mujeres, de épocas diferentes, coinciden en el mismo cuerpo
Todo cuento –no es primicia– narra una historia visible y otra secreta. El diván victoriano de Marghanita Laski (Manchester, 1915 - Londres, 1988), una novela corta que bien podría considerarse un cuento largo, no escapa a esta regla que Hemingway denominó "teoría del iceberg". Sobre la superficie, una joven inglesa de clase acomodada de principios de los años 50 experimenta una leve mejora en su tuberculosis y, alentada por su médico, se levanta de la cama para descansar en otro ambiente de la casa. Bajo la superficie, otra joven, también tísica, muestra signos de empeoramiento no bien abre los ojos. A ras del agua, para seguir con la metáfora glaciar, flota un diván: el mismo en el que la primera se entrega al sueño y la segunda se despierta noventa años antes. ¿Pero cómo llega el cerebro de una joven de mediados del siglo XX al cuerpo de una moribunda de 1864? ¿Son Melanie Langdon y Milly Baines dos personas distintas? ¿Es una el avatar de la otra o se trata de un trastorno de identidad?
Este titubeo del lector entre la explicación racional y la aceptación sobrenatural de un hecho increíble es la piedra angular de la literatura fantástica y la demostración de que El diván victoriano no podría pertenecer a ningún otro género. El tema del doppelgänger o del doble fantasmagórico de una persona –en este caso, el de Melanie Langdon– es un clásico de lo fantástico, sobre todo de aquel que, según Italo Calvino, ya no se define como "visionario" sino como "mental", "abstracto", "psicológico" o "cotidiano" y que florece a partir de fines del siglo XIX. Si nos atuviéramos a la etimología –no será el caso– resultaría paradójico el empleo de este vocablo alemán que proviene de doppel, que significa "doble", y gänger, "andante"; textualmente "el que camina al lado", ya que Milly Baines, el álter ego de la protagonista, apenas puede mantenerse sentada.
Un título no es una elección fácil, su traducción a otro idioma tampoco. En este caso, en el pasaje del inglés al español hay algo que se pierde y algo que se gana. The Victorian Chaise-longue es sin duda más pretencioso como título que la versión en español porque la importación de una palabra francesa siempre lo es. Pero ese roce de idiomas trae consigo la promesa de otro desfase que en la versión castellana se borra. No obstante, el reemplazo un tanto freudiano de "chaise-longue" por "diván" es un hallazgo. No sólo porque este último es el mobiliario más adecuado para dialogar con el inconsciente, tan ubicuo en sueños o pesadillas como la que acaso haya sufrido Melanie Langdon, sino porque el diván en el que Melly (Melanie) y Milly permanecen recostadas durante casi todo el relato está relleno de pelo de caballo. Y es sabido que a Freud le gustaba frecuentar la metáfora del jinete y su corcel para ilustrar la relación que sus pacientes tenían con el reino irracional.
El cuerpo como cárcel del alma es una idea que el cristianismo hereda de Platón y que el filósofo a su vez había tomado de los órficos, para referirse a estas dos realidades (cuerpo y alma) de naturalezas y orígenes heterogéneos. Marghanita Laski lleva este concepto al límite al confinar el alma de Melanie Langdon dentro de una triple prisión: el cuerpo enfermo, remoto y ajeno de Milly Baines. Sin embargo, hay indicios que hacen inferir al lector, y a la misma Melanie, que el cuerpo de Milly no es una celda completamente extraña. El reconocimiento de parientes ignotos dentro del marco de portarretratos, la sensación de haber amado a alguien al verlo por primera vez o la imposibilidad de pronunciar ciertas frases –lapsus del habla sui generis que irrumpen de manera lógica y no a la inversa– como las dicta su cerebro hacen de El diván victoriano una novela intrigantemente siniestra.
Atea confesa, pero no por ello desinteresada de las cuestiones religiosas (escribió dos ensayos sobre el éxtasis místico), Laski aprovecha El diván victoriano para criticar la noción de pecado en 1864, poniendo el acento en la prohibición de las relaciones prematrimoniales: "Las dos amamos a un hombre y coqueteamos y bebimos unos tragos, pero cuando yo hice esas cosas, no tenían nada de malo, y para ti fueron un pecado espantoso y punible… porque las costumbres eran otras; sabrás que el pecado cambia, como la moda".
Al margen de la denuncia de la idea del pecado como instrumento de sumisión del sexo femenino en la época victoriana, la novela consigue, con economía de recursos, trazar una radiografía del lugar subestimado que ocupaba la mujer en aquellos tiempos, así como también a mediados del siglo XX: "Yo nunca fui muy lista, reflexionó, sólo sé lo que sabe la gente común, igual que Milly… Sé que soy boba comparada con la gente inteligente". Si bien el foco en El diván victoriano no está puesto en el costumbrismo frívolo como ocurre en To Bed with Grand Music, otra de las novelas de la autora, los matices de clase nunca se le escapan a Laski: "Le tomaba el pulso y miraba un gran reloj de plata que sostenía en la mano, no un reloj de oro como el del señor Endworthy, sino el reloj de plata de un médico no muy exitoso."
En sintonía con el epígrafe de T. S. Eliot –"muero en mi muerte y en las muertes de quienes me suceden"–, ver el doble de uno según ciertas leyendas nórdicas no es precisamente un buen augurio. Sin embargo, Marghanita Laski elige cerrar su aterrador relato con una palabra de aliento: "vida". Para algunos la ilusión de otro cielo; para otros, simplemente la negación de un final.
El diván victoriano
Marghanita Laski
Fiordo
Traductor: Martín Schifino
115 páginas
$69
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