Los trastornos psiquiátricos y la pasión por crear están en el centro de la historia del pintor noruego, que vuelve a ponerse en foco cuando se cumplen 80 años de su muerte este mes
Edvard Munch fue un artista de vanguardia, pintor y grabador noruego, referente del simbolismo y precursor del expresionismo. Murió a los 80 años mientras dormía, hace ocho décadas, un 23 de enero de 1944, en su país natal. El mundo lo recuerda este mes por el prolífico legado de casi dos mil cuadros y otros tantos dibujos, textos, poemas, prosas y páginas de diarios. Y probablemente también por haberle puesto a la humanidad nuevos lentes para mirar distinto y expresar estados de una dimensión interior.
Recorrer la obra de Munch implica adentrarse en las contradicciones de la condición humana. Pintor del miedo, la angustia, el dolor, el amor, el sexo, el placer, los celos, la muerte y, por supuesto, todo eso que es la vida, su obra tiene la genialidad propia de quien a pesar -o a causa- de haber transitado tormentos desde su infancia encontró en el arte un camino de sublimación, dando forma y color, en telas y cartones, a todas las luces y sombras que merodearon un mundo en el que pronto sonarían bombas entre las trincheras.
El arte y el tormento
Edvard nació en la ciudad de Ådalsbruk, en Noruega, el 12 de diciembre de 1863. Su primera infancia transcurrió en la antigua ciudad de Christiania, actualmente Oslo, junto a su madre Laura, quien padeció reiteradamente tuberculosis hasta fallecer en 1869 con solamente 33 años. Fue el segundo de cinco hermanos: Sophie era la mayor, y Andreas, Laura e Inger, los menores. Su padre Christian, era un médico militar, muy religioso y de difícil temperamento. La figura materna, entre la enfermedad, los embarazos, y, finalmente, la muerte temprana, estuvo bastante ausente. También Edvard pasó en cama inviernos enteros y su hermana mayor murió al igual que su madre, de tuberculosis, en 1877.
El artista llevó frecuentemente a su arte esas sensaciones áridas y desoladoras de la infancia, en una actitud tal vez comparable a la que años después describía Milan Kundera en su obra cumbre, La insoportable levedad del ser: “El hombre, llevado por su sentido de la belleza, convierte un acontecimiento casual (...) en un motivo que pasa ya a formar parte de la composición de su vida. Regresa a él, lo repite, lo varía, lo desarrolla como el compositor el tema de su sonata (...). Sin saberlo, el hombre compone su vida de acuerdo con las leyes de la belleza aún en los momentos de más profunda desesperación”.
La niña enferma (1886), por ejemplo, muestra a una pequeña pelirroja, con el pelo transpirado y los ojos abiertos, descansando en su cama, y a una mujer vestida de azul, con gesto de plegaria. Una escena que permite pensar en el lecho de su hermana difunta.
En Muerte en la habitación (1893), reaparece esta temática con la imagen de una familia de luto. Todos visten de azul y un hombre está rezando. Los personajes, con rostros dolientes, exclaman tristeza, pero no se abrazan.
La repetición es una característica de la trayectoria de Munch. “A partir de los primeros años del siglo XX, Munch empieza a autocitarse, a repetir en distintas versiones sus propias obras en distintas fechas. Por eso hay tantas versiones de El grito o de Madonna”, confirma a LA NACION la historiadora del arte Susana Smulevici.
Los tormentos continuaron. Sus relaciones de pareja fueron conflictivas. En 1885, Munch entabla una relación por cuatro años con Millie Thaulow, una mujer casada cuatro años mayor que él; y cuando ella lo deja, aparece fuertemente su inestabilidad: “Se vuelve violento, provoca escándalos callejeros y se pelea a puñetazos, algo que seguirá pasando con mucha frecuencia en su vida. Bebe hasta volverse incoherente y en ese estado vuelve a su casa donde permanece aislado, sin hablar con nadie”, relata Sylvia Iparraguirre en su libro Encuentro con Munch (Alfaguara), donde narra su experiencia con la obra del artista. En 1898 conoce a Mathilde (Tulla) Larsen. “Pero a Munch le invade la misma ambivalencia que caracteriza todas sus relaciones con las mujeres”, se lee en la página web del Museo Munch.
El alcohol en exceso, su inestabilidad emocional y psíquica que se deteriora con el tiempo, lo llevan a internarse en 1908, en una clínica privada de Copenhague, donde permanece por varios meses. Posteriormente, se instala en su país, en donde compra un terreno en Ekely, a las afueras de Oslo, y sigue pintando.
Un artículo de Harold W. Wylie Jr., publicado en la revista académica American Imago (1980), analiza la relación entre la estructura de personalidad psiquiátrica de Munch y su creación artística, y sostiene que su diagnóstico habría sido un trastorno narcisista de personalidad, con episodios de psicosis alcohólica aguda. Se trataría de una personalidad “altiva y reservada, con una inclinación a idealizar las relaciones y una necesidad constante de ver reflejado su yo; una personalidad solitaria, poco apta para el logro de la constancia y el amor, y con una incapacidad para llorar”. Otro artículo médico publicado en la Revista Médica de Chile (2013), sugiere que el noruego habría padecido un trastorno bipolar de personalidad.
La modernidad y las vanguardias
Fue Karen, la tía de Edvard, quien identificó su veta artística y lo incentivó a seguir ese camino. “Hace dos viajes a París. En el primero se fascina con el realismo de Courbet. Y en el segundo, descubre a Manet y al color. Munch, en su propia apreciación, muta esa idea de color; y sus colores, en lugar de tener las armonías exquisitas y refinadas de Manet, con blancos, cremas y rosados, son mucho más intensos, saturados y por momentos un poquito ácidos. Después los expresionistas de El Puente llevan todo eso al extremo”, sigue en diálogo con LA NACION la historiadora y docente Susana Smulevici.
Mientras que los impresionistas franceses pintaban y exploraban la forma de trabajar el color y las distintas maneras de representar la realidad exterior, el noruego miraba hacia adentro, lo espiritual, lo inmaterial. “Es tan natural como inevitable: lo único que posee el pintor es la materia humana, doliente hasta el hueso y perecedera, que él parece mezclar, destilar con una alquimia propia hasta el punto exacto en que se vuelve universal (...)”, reflexiona Iparraguirre en su libro.
Pero en sus líneas logró catalizar también el clima de su tiempo: “Pudo tomar muy sensiblemente y con lucidez las sensaciones de la gente en esa época. Representó perfecto esa aceleración que se da con las nuevas tecnologías, con los trenes a vapor, los buques transatlánticos, y toda la angustia existencial que todo eso generó”, explica a este diario Luciana García Belbey, historiadora del arte, curadora y directora de la Licenciatura en Curaduría y Gestión de Arte en el Instituto Universitario ESEADE.
A finales de 1889, falleció su padre. “Sale de esta crisis con nuevas ideas artísticas. Quiere que su arte sea personal y profundo, despojado de los estados existenciales del alma humana”, dice una línea de tiempo del museo que lleva su nombre. En esa época Munch produce sus obras más conocidas.
Al podio
En 1893 Munch pinta por primera vez El grito, motivo que repite luego cuatro veces y que se convertirá posteriormente en un ícono de la cultura popular. Cien años después de la primera versión, Andy Warhol produce una serie de 15 grabados con imágenes tomadas directamente de esa obra. En los noventa, Hollywood se inspira en la expresión de Munch para la publicidad de Mi pobre angelito. Hoy, todos podemos enviar por WhatsApp un emoji que emula el grito del noruego, para comunicar sensaciones de susto o de sorpresa. Hasta 2023, la obra emblemática se ubicó en el podio de las diez más caras vendidas en subastas, habiendo batido en 2012 el precio récord histórico hasta ese entonces para una subasta, con US$119,9 millones, en la casa de remates Sotheby´s.
Pero volviendo a Munch, pintó mucho más que su propio grito de angustia y el de una época que se modernizaba cada vez más rápido al ritmo del movimiento fisonómico de las ciudades que se transformaban en metrópolis modernas. En Pubertad (1894) también algo se pierde; la infancia en este caso deja espacio a la adultez, pero con una fuerte sombra que amenaza. En Madonna. Mujer haciendo el amor (1894), una joven desinhibida disfruta de un encuentro sexual. En Celos (1913), los sentimientos negativos de una relación se hacen presentes con la imagen de un triángulo amoroso.
El yo de Munch es una constante que se repite no solo en los temas de su vida que regresan y en los motivos de las obras que se citan entre ellas, sino también en sus autorretratos. En Autorretrato con cigarrillo (1895), por ejemplo, un hombre rodeado de un aura oscura que muta entre el negro y el azul, fuma un cigarrillo y mira hacia algún lugar más allá de sí mismo y del cuadro. Sube desde abajo una luminosidad que enciende el lienzo como llamando al espectador a calar un poco más en la pintura, a entrar, a conectar, a volver a mirar.
“Veo en las telas la mirada del que ve la finitud en todas las cosas, la mirada del que miró para adentro, un hombre a quien el hecho de intuir que alguien frente a sus cuadros se conmovería en un futuro tan remoto como hoy, no consolaba. Sólo hizo lo que no pudo dejar de hacer: pintar. Dar el salto, inventar su propia forma, anticipar una respuesta”, dice más adelante la autora de Encuentro con Munch.
Dónde ver obra de Munch
- Se encuentra principalmente conservada y exhibida en el Museo Munch y en el Museo Nacional de Noruega.
- Hasta el 31 de abril hay una muestra en el museo Barberini, en Potsdam, Alemania.
- Entre el 16 de febrero y el 23 de junio, habrá una muestra Munch y Kirchner: Ansiedad y Expresión, en la Galería de Arte de la Universidad de Yale.
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