
El espía de Dios
Este año se conmemora el centenario del nacimiento de Graham Greene, el gran escritor que volcó en numerosas novelas sus experiencias como agente secreto y la angustia de un creyente desgarrado por los misterios de la fe
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Tres cosas detestaba Mr. Greene: ser calificado -o descalificado- como "escritor católico", la mayoría de las películas basadas en sus relatos y la sospecha de algún académico, que él compartía, de que su obra no pertenecería jamás a la "gran literatura".
¿Qué amaba Mr. Greene? Sin duda el cinematógrafo al que había visto nacer, balbucear sus primeras palabras y teñir sus imágenes de colores; sin duda a las mujeres, a condición de que fueran blancas, negras, amarillas, altas, bajas, astutas, tontas, castas o disolutas. Este desprejuicio fue el origen de un catálogo amoroso confuso y abigarrado, de su separación matrimonial y, como consecuencia de su condición de hombre libre, de la posibilidad de dedicarse a otra pasión, los viajes con destinos poco apetecibles para un viajero común: Liberia y Sierra Leona. Lo cierto es que pertenecía a la clase de autor que prefiere las molestias de un traslado real a los prestigiosos viajes a la propia intimidad.
Henry Graham Greene había nacido el 2 de octubre de 1904 en la familia de un culto director de escuela, en Berkhamsted, Hertfordshire. Era el cuarto de una familia de seis hermanos y dice en su autobiografía que su familia tenía más sectores, intereses opuestos, enconos y alianzas que un ministerio estatal.
La familia Greene y la rama materna, los Raymond, padecían una peligrosa tendencia a desarrollar manías depresivas y psicosis graves, lo que impulsó a Charles Greene a enviar a su hijo Graham, que mostraba preocupantes rarezas y había intentado escaparse de su casa, a tratarse y convivir con un psicoanalista de moda, Kenneth Richmond. Los daños físicos y psicológicos que le causaban sus condiscípulos al tímido hijo del director son inimaginables. Así fue como el adolescente pasó de la comida sosa, los dormitorios helados y los compañeros hostiles a la casa próspera y cálida de su psicoanalista, donde su joven pero ya inflamable corazón se prendó de la bella señora Richmond, en una versión libre de la célebre transferencia amorosa con el terapeuta.
Si bien Greene siguió padeciendo una manía depresiva por el resto de sus días e inclusive podía determinar en qué fase de su enfermedad había escrito tal o cual novela, Richmond le dio una seguridad en sí mismo que le permitió enfrentar a alumnos y maestros con una nueva serenidad y hasta cierta petulancia. Lo curioso es que los Greene hayan accedido a un tratamiento tan poco convencional en los primeros años de la década que comenzó en 1920.
Greene descubrió la devastadora fuerza del aburrimiento y decidió aliviarla con varias experiencias solitarias de "ruleta rusa" -había escamoteado el revólver de un hermano mayor- pero en poco tiempo estos ejercicios casi suicidas perdieron su atractivo y sus padres, ignorantes de estas actividades, lo enviaron al Balliol College de Oxford, donde, pese a su poca aplicación, logró graduarse en Historia Contemporánea, publicar el casi ritual primer libro de versos, endeudarse y comenzar a escribir para las revistas de la universidad, en especial, sobre esa joven maravilla: el cinematógrafo. También en Oxford decidió, como muchos jóvenes universitarios burgueses, unirse al Partido Comunista, con un desconocimiento casi total del marxismo, pero con el oculto deseo de ser enviado a la entonces Leningrado o a Moscú. Fallida esperanza. Luego, emplearse en una compañía tabacalera le pareció el escalón necesario para llegar a China, pero desechado como candidato, tuvo la fortuna de ingresar como subeditor al diario The Times de Londres (1926-1930), donde refinaría su ya vibrante personalidad literaria y haría buenos y perdurables amigos.
Su temprano casamiento con Vivian Dayrrell-Browning en 1926 lo llevó a convertirse en un católico peculiar y crítico. Sus amores con Vivian habían comenzado con un furioso intercambio de cartas sobre el culto a la Virgen María, al que por lo visto se había referido Greene en un artículo. La tardía separación formal de su mujer (1948), católica ferviente, jamás se convertiría en divorcio.
El éxito de El hombre que va conmigo (The man within), lo indujo a dejar su sueldo y su cargo en The Times, pese a que ya tenía dos hijos. Siguieron dos malas novelas y la desesperación de consumir el final de sus ahorros y de prever la decisión de la editorial de retirarle su crédito.
El año 1932 comenzó sin notables esperanzas. La publicación de la novela El tren de Estambul, también conocida como Oriente Express, fue recibida con críticas moderadamente buenas, pero algo interfirió: J. B. Priestley, con esa pasión inglesa por los juicios por libelo, se sintió agraviado. Pensó que Greene lo había caricaturizado en uno de los personajes, un acosador sexual. Extrañamente, o quizá no tanto, ese hecho aumentó el atractivo comercial del libro e impulsó su versión cinematográfica. Poco después Greene publicó Campo de batalla, un fracaso de ventas, a pesar de los elogios de V. S. Pritchett, Ezra Pound y Ford Madox Ford.
Durante los años 30, los autores ingleses creyeron que lo urgente era visitar lugares lejanos, exóticos y en lo posible condimentados con algún conflicto interno que los hiciera peligrosos. Europa estaría siempre allí, civilizada, pacífica y cercana; así Greene partió a Liberia, donde pasó una temporada marcada por la fiebre, la monotonía y la escritura de Viaje sin mapas (1935).
Llevado por esa rutina de itinerarios y creación, Greene emprendió después de su aventura en Liberia, un viaje a Suecia que le inspiró Inglaterra me ha hecho así. En esta novela narra la relación de una pareja de hermanos gemelos, Anthony y Kate, siempre al borde del amor incestuoso, siempre eludido, siempre disfrazado por otras relaciones insignificantes. Greene dijo en su madurez lo que el lector descubre a su tiempo: Krogh, el gran industrial sueco, amante de Kate, no tiene sangre, es un mero muñeco de tinta y papel; tal vez el Greene de los años 30 no había conocido a suficientes personajes reales del tipo de Krogh como para darle vida.
Las cuentas y las demandas de su familia crecían y, "en el siempre peligroso tercer martini", Greene aceptó hacer las crónicas cinematográficas para las revistas Spectator y Night and Day. Durante los años anteriores a la guerra, se desempeñó como crítico con crudeza y justicia. Sus ironías sobre la supuesta sensualidad adulta y deliberada de la niña prodigio Shirley Temple, entonces de nueve años, le valieron un juicio por libelo ganado por la todopoderosa Twentieth Century-Fox.
En 1938, un año antes de que comenzara la Segunda Guerra Mundial, Greene publicó una de sus novelas más importantes, El poder y la gloria, que transcurre en México durante la sangrienta persecución religiosa y anticlerical. Por las características del protagonista (un whisky priest caído, que ha traicionado sus votos) fue puesta en el Index, a pesar de lo cual Greene fue presentado muchos años después a Paulo VI, que le manifestó su admiración personal por la obra.
Durante la guerra, Greene pasó un miserable período en Sierra Leona. Bajo la cobertura de un cargo de funcionario burocrático, era un espía del M16, el célebre servicio de inteligencia británico. Entonces escribió El revés de la trama, su novela preferida, que se publicaría en 1948 . Su trabajo como miembro del Servicio Secreto fue posteriormente muy discutido por sus amigos y detractores. Greene vivía en Freetown, una ciudad invadida por la basura, los excrementos, el lodo, las moscas y la miseria, donde, a la manera inglesa, había creado una parodia de respetable vida hogareña, que incluía a un cocinero nativo, borracho y psicótico. El jefe de Greene era Kim Philby, que, en la posguerra, se convertiría en espía de los rusos. Graham, como tantos intelectuales de aquella época, también haría el gran salto ideológico, impulsado entre otras cosas por una expresa antipatía hacia los Estados Unidos. Casi cuarenta años después, en 1980, Greene y Philby, los dos compañeros de Sierra Leona, se reencontrarían en Rusia. Los dos se habían hecho célebres pero por razones muy distintas. Greene, por sus libros; Philby por traidor a su patria, Inglaterra.
En la posguerra, Africa se convirtió para Greene en un lugar de inspiración y belleza: estuvo en Kenia, en pleno conflicto con los rebeldes Mau Mau (1953) y en el Congo, que le inspiró A Burnt Out Case (1959).
Por supuesto, Asia no podía faltar en sus destinos de viajero. Greene era un visitante asiduo de Saigón y Hanoi, entonces ciudades coloniales francesas, en lucha con la guerrilla comunista cada vez más activa y eficiente. Adoraba la belleza de sus mujeres, las fumeries de opio, compartir socialmente supuestos secretos militares, que luego reproducía y adornaba con la desvergüenza propia de todo escritor. Así surgió esa gran novela, El americano impasible (1955), que profetizó la entrada de una tercera potencia en la tragedia vietnamita.
Además de su trabajo estrictamente literario, Graham Greene escribía guiones de notable calidad. El del El tercer hombre fue el origen de una gran película, protagonizada por Orson Wells, Joseph Cotten y Alida Valli, dirigida por Carol Reed. La Viena de la reciente posguerra que describe Greene habría sido irreconocible para Stefan Zweig, quien sólo hubiese encontrado fragmentación, pobreza y un rancio ambiente internacional de corrupción y conjura, en la ciudad que había sido capital de un gran imperio.
La fama literaria de Greene ya era un hecho y El fin de la aventura(1951) terminó de cimentarla; como Evelyn Waugh, Graham estaba obsesionado por el problema de la gracia y por los infinitos, y a veces ambiguos y dolorosos, caminos en los que se manifiesta en nuestras vidas: Sarah, la protagonista, deberá elegir, desgarrada entre el amor por Bendrix, no casualmente un escritor, y su amor a Dios. Tal vez del mismo modo se habrá sentido desgarrada en la vida real una elegante mujer casada y madre de familia, que fue amante de Greene durante diez años. En la primera versión cinematográfica, Sarah fue la bella Deborah Kerr y Bendrix, Van Johnson, para profundo desánimo de Greene, quien pensaba que Miss Kerr merecía un compañero de trabajo más sofisticado, que no mascara chicle antes de las escenas amorosas, más parecido, se me ocurre, al propio Graham Greene.
También la voluntad divina es el tema principal en la nouvelle La visita a Morin. Su protagonista, un teólogo solitario, temerá volver a dar la Eucaristía, aterrado de comprobar que ha perdido su fe. El mismo conflicto religioso aparece en la obra teatral La casilla de las macetas, traducida por Victoria Ocampo para Sur: un sacerdote sufre el típico juego de escondite, característico de Greene, con un Dios incomprensible, lento y cruel. (Greene fue editado numerosas veces en la Argentina por Sur. Victoria Ocampo era una amiga cercana del novelista, que fue su huésped en Buenos Aires y Mar del Plata.)
Latinoamérica, tarde o temprano, con sus realidades esperpénticas, debía atraer a Greene, quien en 1958 publicó Nuestro hombre en La Habana, luego una buena película dirigida por Carol Reed. En ella describe a uno más de esos polvorientos hombrecillos, pendientes de órdenes a veces dislocadas y arbitrarias, dedicados a espiar para su gobierno y sólo a sobrevivir, tan alejados del glamour de James Bond. En "Yo espío", uno de los relatos de Veintiún cuentos, que contiene narraciones magistrales, vemos, a través de los ojos de un niño, la captura de su padre, espía del enemigo alemán. El hijo no rechaza la figura paterna sino que reconoce en sí mismo ese destino de husmear, de esconderse, de averiguar lo prohibido.
Entre los textos inspirados por la realidad latinoamericana también se encuentran Los comediantes (1966), basado en la tiranía de Papa Doc en Haití (1966), y El cónsul honorario (1973), que transcurre en Paraguay. Ambas narraciones fueron el origen de sendas e insatisfactorias versiones cinematográficas, y del enamoramiento de Greene por la provincia de Corrientes y las costas del Paraná, donde se filmó gran parte de El cónsul honorario.
La pasión de Greene por los personajes públicos lo llevó a iniciar una amistad con el General Omar Torrijos, que murió trágicamente en un accidente aéreo. Escribió en su homenaje Conociendo al General: crónica de un compromiso (1984).
Era más fiel como amigo que como amante y además de sus temporarias fascinaciones por hombres públicos (Fidel Castro, Ho Chi Minh, Torrijos, Salvador Allende), que luego casi inevitablemente transformaría en situaciones o personajes literarios, mantuvo relaciones afectivas, personales e intelectuales con T. S. Eliot, Herbert Read, Joseph Conrad (a los que admiraba profundamente en su juventud), Ian Fleming, Alexander Korda, Noel Coward, Evelyn Waugh y Carol Reed.
Greene no fue un dramaturgo nato; en el había un gran narrador, que consideraba el teatro como un lugar de descanso, en el que no había que preocuparse por la descripción de lugares y personajes, dada por la escenografía y los actores. Tenía experiencia en el trato con gente del espectáculo gracias a su actividad como guionista y crítico de cine. Llegó tardíamente a la escena, como hombre famoso y como un amateur, que a su tiempo volvería a escribir cuentos y novelas. En su producción teatral se distinguen El cuarto de estar, La casilla de las macetas, El amante complaciente, Tallando una estatua y La vuelta de Raffles, de valor variable.
Graham Greene murió en Vevey, Suiza, el 3 de abril de 1991. Lo acompañaba Ivonne Cloetta, su última mujer; dos días antes, había autorizado la publicación de la biografía de Norman Sherry. Deseo que al morir haya encontrado a un Dios más compasivo que el que atormentó a sus personajes; en un plano terrenal, sus cuentos y novelas seguirán inspirando a directores y guionistas y son un renovado placer para lectores nuevos y veteranos.



