El marxismo rococó
En este texto, que seguramente suscitará controversias, como ya ocurrió en otros países, el escritor norteamericano ataca de modo virulento a los intelectuales de izquierda y a varias corrientes progresistas. Convertido en abanderado del nacionalismo más extremo, defiende, por ejemplo, la intervención en Vietnam, disculpa veladamente la caza de brujas de McCarthy y se ensaña contra Susan Sontag. Su posición es una muestra del inquietante pensamiento de cierta derecha imperialista. En una próxima edición del Suplemento, Tomás Eloy Martínez analizará el artículo de Wolfe
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¿Dónde estaba? ¿En la página equivocada? ¿En otro canal? ¿Fuera de banda? El 31 de diciembre de 1999, cuando los administradores de edificios neoyorquinos clausuraban los ascensores a las 23.30, para que la gente no quedara atrapada entre dos pisos por culpa del Y2K, y cuando los pirotécnicos autorizados lanzaban fuegos artificiales permitidos, desde lugares acordonados del Central Park, exactamente en el primer segundo del 1º de enero de 2000, para marcar la llegada del siglo XXI y del tercer milenio, ¿algún sabio solitario, único, señaló que había terminado el Primer Siglo Norteamericano y comenzaba el Segundo Siglo Norteamericano? ¿Que bien podría haber cinco, seis u ocho más por venir y, por ende, mil años de Pax Americana? ¿O me lo perdí?
¿Tan siquiera un historiador mencionó que el actual dominio mundial de los Estados Unidos es de tal magnitud que Alejandro Magno, que creía que no había más mundos por conquistar, se hincaría y daría puñetazos en el suelo, desesperado por haber sido un simple guerrero que nunca oyó hablar de fusiones y adquisiciones internacionales, rock y rap, films meteóricos, televisión, la NBA, la Red y el juego de la "globalización"?
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Tuve la impresión de que un Siglo Norteamericano sucedía a otro con la pompa y circunstancia con que se desliza un ratón de PC. Tal fue mi impresión; pero fue sólo eso, mi impresión. Recurrí, pues, a los legendarios archivos de encuestas de opinión del Departamento de Comunicaciones de la Universidad de Michigan. Me enviaron los resultados de cuatro, que enfocaban el tema desde distintos ángulos. Según una encuesta, el 73% de los norteamericanos no quiere que su país intervenga en el exterior, salvo en colaboración con otros, presumiblemente para que toda la culpa no recaiga en los Estados Unidos. ¿Entusiasmo? Los norteamericanos no experimentan ningún sentimiento intenso a favor o en contra de la supremacía de su país.
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Hubo profetas que ya lo vieron venir aquel 22 de junio en que culminó, con descarada pompa, el Jubileo inglés de 1897. Uno fue Rudyard Kipling, Poeta Laureado de facto del imperio, que en su poema Recessional ("Himno Recesional"), escrito especialmente para el Jubileo, advirtió: "¡Ved, toda nuestra pompa de ayer / Es como la de Nínive y Tiro!" El, y muchos otros, tuvieron la sensación inquietante de que los cimientos de la civilización europea ya se movían bajo sus pies; así lo indica el uso frecuente de la locución adjetiva fin-de-siécle . Por supuesto, literalmente sólo significaba "fin de siglo", pero en Europa connotaba algo moderno, desconcertante y perturbador. En sus obras maestras, Nietzsche y Marx intentaron explicar el misterio. Ambos utilizaron la palabra "decadencia".
Pero, si la había, ¿qué estaba en decadencia? La fe religiosa y los códigos morales vigentes desde tiempo inmemorial, dijo Nietzsche, que en 1882 formuló el aserto más famoso de la filosofía moderna -"Dios ha muerto"- y tres predicciones sorprendentemente exactas para el siglo XX. Hasta dio la fecha estimada en que empezarían a cumplirse: hacia 1915. Ellas son: 1) Los hombres dejarían de creer en Dios y pondrían su fe en "hermandades" bárbaras "dedicadas a robar y explotar a quienes no perteneciesen a ellas". A su debido tiempo, resultaron ser los nazis alemanes y los comunistas rusos.
2) Habría "guerras como nunca se han librado en la tierra". Resultaron ser la Primera Guerra Mundial y la Segunda Guerra Mundial.
3) Ya no existiría la Verdad, sino la "verdad" (así, entre comillas), la cual dependería de la mixtura de verdades eternas que los bárbaros modernos juzgaran más útiles en cualquier momento dado. El resultado sería el escepticismo, el cinismo, la ironía y el desprecio universales.
La Primera Guerra Mundial estalló en 1914 y terminó en 1918. Como si Nietzsche aún viviese para dirigir el drama, a una señal, surgió en Europa una figura totalmente nueva con un nombre totalmente nuevo: esa encarnación de escepticismo, cinismo, ironía y desprecio que es el Intelectual.
El término "intelectual", usado como sustantivo para referirse al "trabajador intelectual" que asume una posición política, fue utilizado por primera vez por Georges Clemenceau en 1898, en la época del caso Dreyfus, para felicitar a Marcel Proust, Anatole France y otros "intelectuales" que se habían unido a Emile Zola, el gran defensor de Dreyfus. Zola era una forma totalmente nueva de eminencia política: un novelista popular. Su famoso "Yo acuso" fue publicado en primera plana por el diario L´Aurore, que imprimió 300.000 ejemplares y contrató a centenares de canillitas extras. A media tarde, ya se habían vendido casi todos.
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Zola fue un reportero extraordinario (o "documentador", como él decía) que había devorado los pormenores del caso Dreyfus; sabía tanto de él como cualquier juez, fiscal o secretario de juzgado. Pero pronto se olvidó ese detalle poco conveniente de su biografía. El nuevo héroe, el intelectual, no necesitaba imponerse la tediosa faena de informar o investigar. Tampoco necesitaba una educación especial, ni erudición, ni formación filosófica. Con sólo indignarse contra las autoridades y los burgueses tontos que las acataban, ya se era un intelectual.
Después de la Primera Guerra Mundial, los escritores y eruditos norteamericanos tuvieron su primera oportunidad de viajar en masa a Europa. Allí pudieron observar al Intelectual de cerca y con detenimiento. Ese desprecio, ese distanciamiento altivo de las masas, esos índices largos, inmaculados, alabastrinos, con que señalaban desde su altura los escombros de una civilización chapucera, eran irresistibles. El único problema fue que cuando nuestros intelectuales neófitos regresaron a los Estados Unidos a ponerse en pose, no había escombros que señalar. Lejos de ser una civilización en ruinas, los Estados Unidos habían salido de la guerra como el nuevo astro que ocupaba el centro del escenario mundial.
Pero los jóvenes escritorzuelos, ebrios de escepticismo, cinismo, ironía y desprecio (como lo había predicho Nietzsche) no estaban dispuestos a permitir que tales... circunstancias... se interpusieran en su camino. Desde el vamos, los intentos del intelectual norteamericano -ese primo campesino- por alcanzar a su modelo urbano europeo fueron conmovedores, como sólo pueden serlo los esfuerzos de un súbdito colonial. En los años 20, la primera tarea fue igualar a los intelectuales europeos en su escarnio de la "burguesía", iniciado cuarenta años antes. En la literatura de ficción, la solución fue destapar a este país nuestro, de mejillas sonrosadas y comidas preparadas por mamá, y decir: "¡Miren! ¡Observen qué hay debajo! ¡Huelan la podredumbre a flor de tierra!". Así lo hicieron Sinclair Lewis en Main Street y Babbitt (esto le valió ser el primer norteamericano ganador del Premio Nobel de Literatura) y Sherwood Anderson en Winesburg, Ohio . Anderson se especializó en desenmascarar al hipócrita norteamericano de los Estados centrales; por ejemplo, al predicador del Medio Oeste, rígidamente correcto y sexualmente un mirón retorcido. Creó un personaje y un argumento estereotipados que, desde entonces, otros han hecho rodar trabajosamente en libros, series televisivas y films, desde Peyton Place ( La caldera del diablo ) hasta American Beauty ( Belleza americana ).
La Gran Depresión de los años 30 proporcionó a nuestra versión de esta nueva especie, el intelectual, material de sobra para indignarse saludablemente. Para variar, los Estados Unidos presentaban un aspecto verdaderamente espantoso. Pero, aun entonces, las cosas no eran tan arrobadoramente abominables como en Europa, cuna del intelectual. Después de todo, además del fascismo, Europa tenía ahora la Depresión. La solución, en la que habrían de especializarse nuestros intelectuales coloniales, era la locución adjetiva pegadiza. ¿Europa tenía el verdadero fascismo? Y bien, nosotros teníamos el "fascismo social". ¿Y qué era eso? Era el nombre dado por los intelectuales de izquierda al New Deal de Roosevelt. Sus "reformas" tan sólo enmascaraban el fascismo. En realidad, la palabra "fascismo" fue acuñada por los marxistas. Tomaron el nombre del partido de Mussolini ( Fascisti ) y lo aplicaron a los nazis de Hitler, ocultando mañosamente el hecho de que los nazis eran socialistas revolucionarios, igual que los comunistas soviéticos, abanderados del marxismo. Los marxistas europeos lograron imponer la idea de que el nazismo era el último jadeo, decadente y brutal, del "capitalismo". Entre sus primos coloniales norteamericanos, pocos devinieron en marxistas adoctrinados y doctrinarios, pero la mayoría pronto quedó envuelta en una pesada bruma marxista. La fábula marxista de "las masas" -"el proletariado"- oprimidas por los "capitalistas" y la "burguesía" prendió aun entre los intelectuales contrarios al marxismo. Antes del pacto nazi-soviético de 1939, el Partido Comunista norteamericano movilizó con gran éxito a los coloniales en favor de causas "antifascistas", como la batalla de los leales contra el "fascista" Franco en la Guerra Civil Española.
Conforme a pautas objetivas, los Estados Unidos pronto llegaron a ser la nación más poderosa, próspera y popular de todos los tiempos. Desde el punto de vista militar, podíamos hacer estallar el planeta Tierra con sólo manipular un par de llaves en una base subterránea de lanzamiento de misiles, pero también llevamos a cabo la hazaña técnica más pasmosa de la historia: rompimos las ataduras de la gravedad terrestre y volamos a la Luna. Y ocurrió algo aún más asombroso. Nos transformamos en el país soñado por los socialistas utopistas del siglo XIX, por los Saint-Simon y los Fourier: un El Dorado donde el trabajador medio tendría la libertad política e individual, el dinero y el tiempo libre para realizarse como mejor le pareciese. No bien los Estados Unidos suavizaron las restricciones a la inmigración, en los años 60, comenzó a afluir gente de todas las tierras, colores y credos, de Africa, Asia, América del Sur y el Caribe.
Pero nuestros intelectuales se atrincheraron con la tenacidad de los terriers y, como lo habían hecho al concluir la Primera Guerra Mundial, se rehusaron a someterse a... las circunstancias. Calaron El Dorado y crearon las locuciones adjetivas pegadizas más inspiradas del siglo XX. El fascismo y el genocidio verdaderos habían terminado junto con la Segunda Guerra Mundial, pero los intelectuales usaron el caso Rosenberg, el caso Hiss, el macartismo -digamos la caza de brujas comunistas- y, por sobre todo, la guerra de Vietnam, para salir a hablar de..."fascismo incipiente" (Herbert Marcuse, muy apreciado como auténtico marxista europeo de la "Escuela de Francfort" venido a nuestras playas), "fascismo preventivo" (otra vez Marcuse), "fascismo local" (Walter Lippmann), "estar al borde" del fascismo (Charles Reich), "fascismo informal" (Philip Green) y "fascismo latente" (Dotson Rader), para no mencionar la expresión más inspirada de todas: "genocidio cultural". Esta última aludía a la negativa de las universidades norteamericanas a adoptar políticas de ingreso irrestricto que posibilitaran la matriculación de los grupos minoritarios prescindiendo de evaluaciones, exámenes y otros instrumentos de represión fascista.
"Genocidio cultural" era una frase inspirada, pero en toda esta ópera bufa de fascismo, racismo y genocidio fascista-racista, el verdadero sobreagudo lo dio una tal Susan Sontag. En un artículo de 1967 para Partisan Review titulado "What´s Happening to America" ("Qué les está pasando a los Estados Unidos"), escribió: "La raza blanca es el cáncer de la historia humana; la raza blanca, y sólo ella -sus ideologías e invenciones-, es la que erradica a las poblaciones autónomas por doquiera se extienda, la que ha trastornado el equilibrio ecológico del planeta, la que ahora amenaza la existencia misma de la vida en sí". ¿La raza blanca es el cáncer de la historia humana? ¿Quién era esta mujer? ¿Quién y qué? ¿Una epidemióloga antropológica? ¿Una renombrada autoridad en la historia de las culturas del mundo? En realidad, sólo era una escritorzuela más que se pasaba la vida firmando adhesiones a actos de protesta y subiendo pesadamente a los estrados, entorpecida por su propio estilo, y poseedora de una oblea de estacionamiento para discapacitados válida en Partisan Review .
Después de todo, tener la mínima noción del tema del que se hablaba no venía al caso.
El científico o erudito que sólo poseyera un profundo conocimiento de su disciplina no llenaba los requisitos para ser considerado un intelectual. El mejor ejemplo de esto fue Noam Chomsky, un lingüista brillante que determinó, por sí solo, que el lenguaje es una estructura incorporada al sistema nervioso central del Homo sapiens, teoría que los neurólogos han empezado a verificar recientemente porque antes carecían de los instrumentos necesarios. Chomsky no fue conocido como un intelectual hasta que denunció la guerra de Vietnam -de la que sabía poco y nada- y, con ello, se clasificó para su nueva distinción.
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Para los intelectuales norteamericanos de la fase del Fascismo Adjetival, 1989 fue un año terrible. En junio, los estudiantes chinos se rebelaron, en Pekín, contra el ancien régime maoísta, desafiaron los tanques e introdujeron en la Plaza de Tiananmen una estatua de la Diosa de la Democracia. Luego, el 9 de noviembre, cayó el Muro de Berlín; en un santiamén, la Unión Soviética colapsó y su imperio de Europa Oriental se desintegró.
De acuerdo, fue un desbarajuste; de eso no cabe duda. Hizo infernalmente difícil expresar el escepticismo, el cinismo, el desprecio, en términos marxistas. "Capitalismo", "proletariado", "las masas", "los medios de producción", "la izquierda infantil", "la noche oscura del fascismo" y hasta "el antifascismo", todas esas nociones, más que equivocadas, de pronto parecieron viejas. Se las reconoció como representativas de lo que dio en llamarse el "marxismo vulgar", es decir, simplón. Lo importante era no admitir ningún error fundamental. No dejar que nadie pretendiera hacernos creer que sólo porque los Estados Unidos habían triunfado y porque, al abrirse los archivos soviéticos, habían salido a luz (¡Maldición!) algunas cosas desafortunadas... Así parece que, en verdad, Hiss y los Rosenberg eran agentes soviéticos... y hasta la caza de brujas, pilar de nuestras creencias (¡maldición, otra vez!), esos libros de Klehr y Haynes en la serie de Yale sobre el comunismo norteamericano, y los de Radosh y Weinstein, dejan bastante en claro que, si bien Joe McCarthy fue el embustero despreciable que siempre supimos que era, los agentes soviéticos se infiltraron realmente en el gobierno de los Estados Unidos. ¡Yale, tan respetable! ¿Cómo pudo dar su imprimátur a investigadores derechistas renegados que hacen semejantes cosas? ¡Y ni hablar de los... archivos de la Guerra Civil Española! Resulta que los leales llamaron secretamente a los soviéticos apenas iniciadas las hostilidades y, de haber triunfado ellos, ¡España habría sido el primer Estado títere soviético!
Y ahora Vietnam, nuestro segundo pilar, nuestra causa más sacrosanta... ¡otra vez esos malditos archivos! ¡Abrir los registros secretos! ¿Cómo pudo haber alguien tan pérfido? ¡Presentan las cosas como si chinos y soviéticos, en connivencia con los comunistas de Vietnam del Norte, hubieran manipulado siempre a los vietcong! ¡Como si la intervención norteamericana hubiera sido una especie de cruzada idealista, emprendida con el único fin de frenar la embestida de las hordas del comunismo magiar en el sudeste asiático!
El hecho de que los Estados Unidos hayan ganado la guerra fría no lava las manchas que dejaron en ella, ¿verdad? Aún tenemos al mismísimo diablo, a la bestia, a Joe McCarthy, Richard Nixon, la Comisión de Actividades No Norteamericanas y toda esa caterva que dejó sin trabajo a tanta gente de Hollywood y del ámbito universitario, ¿no es así? ¿Y el racismo? El mero hecho de que las autoridades hayan otorgado los así llamados derechos civiles y de sufragio a todas las personas no significa que se haya eliminado esa enfermedad virulenta que nos caracteriza.
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En 1993, hallándome en Nueva York, conocí casualmente a un estudiante húngaro que sabía de memoria los discursos de Patrick Henry, el gran orador de la Revolución Norteamericana. Sabía no sólo aquél, tan famoso, de 1775 ("Dadme la libertad o dadme la muerte"), sino también el de 1765 sobre la Ley de Sellos, pronunciado ante la Cámara de Burgueses del Williambsburg colonial. Podía recitarlo casi textualmente: "-César tuvo su Bruto; Carlos I, su Cromwell, y Jorge III...
-¡Traición, traición! -gritó el presidente de la Cámara.
-...puede sacar provecho de su ejemplo -dijo Patrick Henry-. Si esto es traición, ¡aprovéchenla al máximo!" En Europa Oriental, donde escritores como Solzhenitsin y Václav Havel custodiaban la llama de la libertad, los jóvenes como éste buscaron de manera natural figuras literarias norteamericanas para aprender de ellas los grandes principios democráticos de la nación más libre de la Tierra. Pero, casi sin excepción, nuestros escritores son... intelectuales.
¿Hacia dónde, si no, pueden volverse los millones de seres recientemente liberados de la fenecida tiranía soviética? ¿Hacia el clero norteamericano? ¡Ay! Salvo unos pocos sacerdotes católicos corajudos, sus integrantes están desconectados de la opinión pública, a menos que cedan a la tentación -muchos lo han hecho- de hacerse intelectuales.
Quedan nuestros filósofos académicos, nuestras versiones 2000 de Immanuel Kant, John Stuart Mill y David Hume. Aquí nos topamos con uno de los mejores capítulos de la comedia humana. Los departamentos de filosofía, historia, inglés y literatura comparada, y, en muchas universidades, los de antropología, sociología y hasta psicología, están divididos en dos bandos: los Jóvenes Turcos y los Tontos, para usar la deliciosa terminología propuesta por John L´Heureux en The Handmaid of Desire (La sirvienta del deseo). La mayoría de los Tontos son viejos de 55 a 65 años, pero cualquiera puede serlo fácilmente, ya tenga 28 o 58 años, si pertenece a esa minoría de docentes que todavía creen en las modalidades germánicas decimonónicas de la llamada erudición objetiva. Hoy los claustros de humanidades son colmenas de doctrinas abstrusas: estructuralismo, posestructuralismo, posmodernismo, deconstrucción, teoría de la respuesta del lector... Los nombres varían, pero el subtexto siempre es el mismo: el marxismo quizás esté muerto y el proletariado es un caso perdido, pero podemos encontrar nuevos proletariados -mujeres, gente de color, etnias blancas maltratadas, homosexuales, transexuales, pervertidos de toda índole, pornógrafos, prostitutas (trabajadoras sexuales)-, transformarnos en sus benefactores ideológicos y usarlos para expresar nuestra indignación contra las autoridades y nuestro altivo distanciamiento de sus secuaces burgueses.
Esto no será un Marxismo Vulgar; será... un Marxismo Rococó, con la elegancia de Fragonard y la socarronería de Watteau. No insistiremos demasiado en cuestiones políticas que, de todos modos, nunca parecen salir bien. En vez de eso, pondremos en evidencia las "verdades" que los Tontos, en su ignorancia, cultivan, y deconstruiremos las mixturas de verdades eternas con que se engañan a sí mismos. Mostraremos cómo los gobernantes, con una eficiencia ponzoñosa, manipulan nuestro lenguaje corriente para apresarnos en un panóptico invisible (recurro a un neologismo de Michel Foucault). Foucault y su compatriota Jacques Derrida son los grandes ídolos del Marxismo Rococó norteamericano. ¿Podía ser de otro modo? Hoy, como en 1900, nuestros intelectuales siguen siendo pequeños súbditos coloniales que trotan, sudorosos, detrás de sus ídolos franceses. En la actualidad, guían la jauría dos académicos: Stanley Fish y Judith Butler.
Fish, de 61 años, recibió el título de doctor en filosofía en Yale y es un estudioso de Milton. Alcanzó el estrellato como director rococó del Departamento de Inglés de la Universidad Duke. La de Illinois, en Chicago, lo ha contratado por 230.000 dólares anuales más ciertos privilegios para que organice un grupo de astros rococó en estudios sobre el paraproletariado que, según él, incluyen "las partes del cuerpo, las funciones excretorias, el comercio sexual, los consoladores, la bisexualidad, el travestismo y la pornografía lesbiana".
En el nivel conceptual, Fish es más conocido por su "teoría de la respuesta del lector", según la cual los textos literarios nada significan de por sí; el significado es tan sólo una construcción mental urdida por el lector. Hay un corto paso de esta premisa al argumento de que quienes están en el poder se han divertido cargando el lenguaje de una terminología calculada para que urdamos las construcciones mentales que ellos quieren y, así, manipular nuestra mente.
La reina indiscutida de la teoría feminista es Judith Butler, de 44 años, doctora en filosofía -título que recibió en Yale, como Fish-, versada en Hegel. La llaman la diva de los Estudios Estrafalarios (u Homosexuales). Aunque menuda y poco atractiva, los estudiantes de posgrado de todo el país claman "¡Diva!" con sólo oír su nombre. Un grupo de ellos edita la revista Judy (!) que, dirigida a sus fanáticos, sigue paso a paso la prédica enérgica de su teoría de la "ejecutabilidad" ("performativity"), que ve en la palabra y la conducta sexual dos formas de anarquía.
La batalla entre los Tontos y los Jóvenes Turcos se ha intensificado más allá de las palabras. En 1987, los tradicionalistas fundaron la National Association of Scholars, una organización defensiva que tuvo mil afiliados. Fish, por entonces en Duke, los marcó públicamente con la R de racistas, la S de sexistas y la H de homófobos, y envió un memorando al administrador de la universidad recomendándole excluirlos a todos de las comisiones clave. El funcionario se rehusó. Los miembros de la asociación acusaron a Fish de intentar ponerlos en una lista negra.
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Recientemente, un estudiante me contó que seguía un curso transdisciplinario titulado "Civilizaciones de América del Norte". "Transdisciplinario" ("cross-disciplinary") es un término de última moda en el ámbito universitario. No debe confundirse con "interdisciplinario", ese viejo vocablo con que los Tontos designan el uso de conceptos de dos o más disciplinas convencionales para estudiar una determinada materia; por ejemplo, utilizar conceptos sociológicos y económicos para escribir historia. No. "Transdisciplinario" se refiere al cruce o travesía de todas las disciplinas -imaginemos un Boeing 747 cruzando el Polo Norte a 12.000 metros de altura y por encima de un manto impenetrable de nubes- rumbo a una meta única: el Marxismo Rococó. El instructor informa a la clase que, si bien es posible que tengamos más dinero, posesiones territoriales, ventajas tecnológicas y comodidades que los mexicanos o los canadienses, en materia de "divisiones sociales" -raciales, genéricas, étnicas, de clase y por desequilibrios regionales- los primitivos somos nosotros. Tenemos que sentarnos sobre las rodillas de los mexicanos y canadienses y aprender de ellos los fundamentos de la vida.
¿De los canadienses y los mexicanos? ¿Acaso los franceses de la provincia de Quebec, tan amargados por la mayoría británica, no estuvieron al borde de la secesión hace apenas cinco años? Y hace apenas seis, los indígenas de Chiapas, el Estado más sureño de México, ¿acaso no se alzaron en armas? En cuanto al género... ¡por Dios! ¿No es un secreto a voces que las compañías extranjeras prefieren el personal femenino para sus líneas de montaje en México porque a las mexicanas les enseñan constantemente a someterse a la autoridad masculina? ¿O estoy soñando? "Oiga, no lo sé. El nos dijo eso", replica el estudiante encogiéndose de hombros.
¿Qué pretenden conseguir exactamente los intelectuales con sus acrobacias mentales de Marxismo Rococó? ¿Quieren el cambio para todos los paraproletariados cuyos benefactores ideológicos dicen ser? Desde luego que no. Un cambio real implicaría un trabajo duro y tedioso. Entonces, ¿qué quieren?
En el fondo, es una cuestión sencilla. En lo más recóndito de su corazón, el intelectual sólo quiere aferrarse a lo que le fue dado por arte de magia un siglo atrás, en un momento resplandeciente. Sólo pide permanecer en su altura, apartado -como dijo Revel- del vulgo, de los filisteos... de la clase media.
¡Imaginen cómo se hubiera divertido Nietzsche si, tan siquiera, Dios no estuviese muerto! Si hubiese podido pasarse un siglo (murió en 1900) en el Paraíso. Casi oigo su voz, exhortando, apostrofando... Ustedes, escritores y académicos, cómo pudieron conformarse con un papel tan fácil e indolente, ¡y por tanto tiempo! ¿Cómo pudieron haber preferido el esnobismo fácil al trabajo duro, interminable, hercúleo, de adquirir conocimientos? Creo que él habría meneado la cabeza ante esas complejas teorías sobre la cognición y la sexualidad. Que se habría hartado del escepticismo, el cinismo, la ironía y el desprecio obstinados de estos académicos, y habría dicho: "¿Por qué no admiten ante mí (nadie tiene por qué enterarse, después de todo, estoy muerto) que, si debieran calificar las naciones en este momento histórico, sus "malditos" Estados Unidos serían el micrómetro por el que deben medirse todas las demás?" Y habría tenido razón.
Los marxistas del imperio soviético de Europa Oriental tuvieron su Havel; los de la Unión Soviética, su Solzhenitsin, y los marxistas rococó norteamericanos ("¡Chauvinismo! ¡Patriotismo!", gritan los intelectuales) pueden sacar provecho de su ejemplo. Si esto es patriotismo, ¡aprovéchenlo al máximo!
Harper´s Magazine Foundation y La Nación
Traducción de Zoraida J. Valcárcel




