El pirata que creó una leyenda
Edward Trelawny escribió memorias notables en las que contó su pasado de bucanero. Fascinó con sus aventuras a Byron y tejió en torno al poeta, a Percy y a Mary Shelley relatos en los que realidad y ficción se mezclan de modo cautivante.
"HOY he conocido a la encarnación de mi Corsario", anunció lord Byron en enero de 1822, cuando llegó a Pisa el enigmático y maravillosamente brioso Edward Trelawny. Sus vecinos, los Shelley, quedaron tan subyugados como él: la astuta Mary, que al principio se había preguntado si sus modales no serían "en parte fingidos", pronto se rindió al encanto de su compañía, a sus historias de aventuras en alta mar. Ocho años después, al enviarle Trelawny el manuscrito de su autobiografía, Mary puso en duda el decoro de su asombrosa historia, no así su autenticidad. Probablemente, se ajustaba bastante a los relatos, portentosos e increíbles, con que Trelawny había hechizado a todos en los pocos meses de tranquilidad que precedieron la muerte de Shelley, ahogado al zozobrar un bote que había diseñado su nuevo amigo. (Su pretendida pericia en la construcción de embarcaciones era aún más infundada que el resto de sus fabulaciones).
Hoy, la verdadera historia de los primeros 30 años de Trelawny es archiconocida. No obstante, ha sido totalmente sustituida por el mito, como lo señala con razón David Crane en su excelente biografía Lord Byron´s Jackal (Harper Collins), fruto de una investigación a fondo. ¿Cuál de los dos queremos? Podemos tener la verdadera historia de un niño malhumorado e infeliz, que a los 12 años se embarcó y, tras una floja carrera naval, desposó a una beldad veleidosa que, tres años después, se fugó con un compañero de alojamiento. O bien, podemos tener al héroe fanfarrón nacido de sus fantasías melancólicas, el marino desertor convertido en pirata intrépido y camarada de De Ruyter, el príncipe de los bucaneros. (Trelawny nunca desertó, no hubo ningún pirata De Ruyter, ni existió la encantadora noviecita árabe, cuyo amor ferviente, sin duda, consolaba a su inventor de la infidelidad flagrante de su esposa de carne y hueso).
La muerte de Shelley, en 1822, marcó el comienzo del único período en que Trelawny tuvo una oportunidad de vivir sus fantasías. Acompañó a Byron a Grecia, en apoyo de lo que, para la mayoría de los europeos, era una lucha heroica por defender y revivir una cultura gloriosa, y se le adelantó voluntariamente como emisario suyo, mientras Byron se demoraba en Cefalonia.
La pasión desmedida de Crane por el paisaje griego y sus sólidos conocimientos de la ferocidad, duplicidad y espíritu vengativo de una guerra harto ignominiosa hacen que ésta sea la parte más fuerte del libro. Dudo que Trelawny haya compartido con otros su excitación al cruzar el río Alfeo y entrar en la antigua Arcadia, o que haya pensado por un momento en la horrenda masacre de Tripolitza (Trípolis de Arcadia), acaecida dos años antes. Aquí, Crane corre peligro de volverse tan romántico como su biografiado, pero nadie nos ha brindado semejante abundancia de datos sobre esta etapa de la vida de Trelawny, ni ha manejado mejor la espinosa tarea de conciliar las bravatas huecas con el heroísmo genuino de que éste era capaz. Por supuesto, da risa leer las cartas jactanciosas en las que el pretendido ex pirata afirma haberse convertido en un verdadero caudillo griego y lo despreciamos por haberse dejado hechizar por el traicionero Odysseus Androutses. Pero, ¿quién puede culparlo por regocijarse de compartir el nido de águila del bandido, encaramado en lo más alto de una ladera del Parnaso? Sobre todo, teniendo en cuenta que Odysseus le ofreció por esposa a su atrayente hermana de 13 años... ¿Quién puede menos que admirarlo cuando libera al asesino fallido que casi lo mata de dos tiros traicioneros, disparados por la espalda?
Estos relatos de sus hazañas reforzaron la reputación fabulosa que él ya se había atribuido; al parecer, nadie cuestionó el contenido de sus notables memorias The Adventures of a Younger Son , editadas en 1831. Agasajado como un héroe, inició la fase siguiente de autoembellecimiento del mismo modo en que había emprendido la primera: contando historias. Su nuevo personaje fue una creación más rica y literaria: amigo de los poetas o, para ser más exactos, de Shelley. En Records of Shelley, Byron and the Author (1858), se asignó la tarea de trastrocar la reputación de sus dos amigos poetas combinando atinadamente lo anecdótico y lo calumnioso. Byron había sido famoso en vida; Trelawny estaba resuelto a procurar que la posteridad diera a Shelley la parte del león.
Una de las principales víctimas de esta visión de sí mismo, como mensajero honrado y sincero de la posteridad, fue Mary Shelley. Debemos agradecer a Trelawny su imagen perdurable de mujer fría, insulsa, amante del trato social, que nunca compartió el profundo aprecio de Trelawny por los valores de su marido. Resulta difícil establecer la causa de su inquina. Que Mary le haya negado la posibilidad de escribir la primera biografía de Shelley parece un motivo insuficiente. ¿Estaba celoso de los derechos que le confería su condición de viuda del poeta? ¿O acaso ella, que se movía en los mismos círculos londinenses, amenazó su papel de experto, cada vez más respetado y dominante? Una vez narradas sus historias crueles, el daño ya estaba hecho. Los relatos de Trelawny eran demasiado vívidos para resultar increíbles y, como toda historia altamente admisible, solían contener una pizca de verdad.
El lector indignado anhela un desenlace; sin duda, alguien sabía lo suficiente para desenmascarar a Trelawny, devenido en viejo bribón mentiroso. Nada más lejano de la realidad. El paso del tiempo, el mismo proceso de envejecimiento pareció confirmar la imagen que presentaba Trelawny. Ya no era tan sólo el amigo de Byron y Shelley: sus visitantes se enteraban de su amistad con Keats, a quien nunca había visto. Algunos de sus admiradores se retiraban llevando reliquias de huesos calcinados; de haberlos reunido, tal vez habrían armado un esqueleto completo. Todos se marchaban con la sensación estremecedora de haberse comunicado con una leyenda viviente.
Alcanzar una edad muy avanzada, convertido en una mentira viviente y vacía, quizás haya sido un castigo suficiente. Así lo sugiere Crane. El mismo Trelawny ya no podía distinguir lo verdadero de lo falso. Lo más probable es que la veneración de que era objeto confirmara como cierta la identidad proclamada durante tantos años.
Curiosamente, el tiempo le ha dado la razón. Sobrevive el Trelawny apuesto y gentil, el héroe fanfarrón con un corazón de oro. El verdadero Trelawny, el guardia marina fracasado, el marido cornudo, el vejete mujeriego que envió por correo a su esposa griega sus pertenencias y el cuerpo de su bebé, en un ataúd sellado, parece apenas una sombra junto al personaje ficticio.
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