El viaje interior del cronista
Martín Caparrós, el autor de Larga distancia , vuelve a la crónica, esta vez con una mirada introspectiva, que convierte a Una luna en su libro más personal, a mitad de camino entre la autobiografía en tránsito y la bitácora periodística
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<b> Una luna <br></br> Por Martín Caparrós </b>
Antes de convertirse en libro, Una luna fue cotillón. Y es que, para conmemorar su medio siglo de existencia, Martín Caparrós editó este texto por su cuenta y se lo regaló a sus amigos. La edición -bonita, sobria, cálida- consta de 222 ejemplares numerados a mano por el autor, y su prólogo ilumina el sentido de esta obra íntima y singular, probablemente la más personal de todas las suyas.
"Quizás tenga que aceptar que sí es un libro -escribe Caparrós en ese prólogo, ausente en la actual versión corregida y aumentada que acaba de lanzar Anagrama-. Pero, si lo fuera, me gustaría que fuese un livre d´amis , en el sentido en que los franceses dicen chambre d´amis en lugar de cuarto de huéspedes: un espacioreservado para esos cuantos que, por razones varias, entran en esa categoría confusa. Que si Una luna es un libro sea un libro para mis amigos, el cotillón de mis cincuenta". Hoy Una luna es una novedad editorial disponible en la extensa red de librerías hispanoamericanas, y aquella primera edición casera quedará en el recuerdo como un tesoro de culto. Sin embargo, por espíritu y talante, este "diario de hiperviaje" aún conserva mucho de cotillón. Un cotillón inesperado y revelador, el souvenir con el que el viajero entrenado en recorrer el mundo regresa para hablar de aquello que no todo cronista se animaría a mostrar.
Porque esta vez el viaje es al interior de sí mismo. No en apariencia, ya que un encargo de las Naciones Unidas exige que Caparrós aparezca en Moldavia, España, Francia y Liberia, entre otros países, para contar las siempre duras historias de aquellos que "viajan de verdad", es decir, los migrantes. Para el autor, el desafío es doble: por un lado, le permite "viajar de otra manera", bajo coordenadas precisas y con fechas de vencimiento; y por el otro, lo obliga a ejercitar su prosa con textos de dos mil palabras ("en mis crónicas, lo que suelo usar para aclararme la garganta") y escritos en tercera persona ("la tarea de desaparecer"). Así, la curiosidad por el estilo de la travesía y el reto de una nueva gimnasia narrativa -no necesariamente las historias que podría encontrar en Africa y Europa- dibuja el mapa del auténtico interés de Caparrós, viajero que "va hacia tantos lugares que es lo mismo que decir ninguno". En estas páginas, la geografía se evapora y sugiere que el único lugar posible es la literatura, reverso anhelado de las tantísimas tarjetas de embarque y último conjuro contra un mundo irreconocible. Invadido por la nostalgia y con el ánimo dispuesto a subirse al s evero ring de la autocrítica, el autor añora la época en que "desplazarse suponía ciertoesfuerzo" y extraña los buenos tiempos idos en los que viajar le despertaba más intrigas culturales que dudas existenciales.
"Se supone que viajar es lo que me gusta", apunta, preocupado, en la primera página del libro, para poco después rematar con que "viajar es, por supuesto, la confesión de la impotencia: ir a buscar lo que te falta a otros lugares (...) Pero la vejez -¿he dicho la vejez?- consiste en saber desde el principio que un viaje siempre se termina". En este Caparrós de dolorosa madurez, donde la conciencia del viaje final supone la urgencia introspectiva y solitaria, el encanto de tomar un avión y aparecer en la otra punta del planeta ya no es lo que era. Para entender el mundo, el autor necesita someterse a juicios que apuntan a preguntarse por qué hace lo que hace, averigüar si de veras le gusta y saber qué espera de ello. La palabra de los otros resuena fría e inalcanzable, el paisaje contemporáneo le resulta ancho y ajeno y, en definitiva, la realidad ya no es capaz de sorprenderlo. "Lo que sí me sorprende -dice- es mi vida: jueves de marzo, noche de lluvia, cielo fucsia, un suburbio alejado, un vestuario de clubcito pobre, argelino senegalés maliano. Y yo, que los escucho. Yo, que simulo que lo que dicen me interesa, aunque ya sé que no me sirve para nada".
En Cumpleaños , otro libro escrito por un autor en las proximidades de los 50 años, un César Aira más o menos autobiográfico se definió como "un simulacro de genialidad", el resultado de "una figura desequilibrada" de la que surge "la silueta de un monstruo". Por ambiciones y registro, Una luna está más cerca de la sombría honestidad de Cumpleaños que de las impetuosas y ya clásicas crónicas de Larga distancia o La guerra moderna . De esa manera, el libro vale por dos méritos: el del autoexamen que convoca, y aquel otro, nada menor, que expone las voces de sus entrevistados con eficacia y precisión. La moldava que su marido vendió al tráfico de mujeres, el liberiano víctima de la guerra civil en su país, la joven holando-marroquí incomprendida por las dos culturas de su origen y el marfileño que no tiene nada ni a nadie encuentran en Caparrós al interlocutor ideal para que sus respectivas historias ejemplifiquen y suenen como lo que son, tragedias actuales a la espera de algún impacto en quien las lea. Por cierto, ninguno de esos protagonistas pierde las esperanzas ni se anima a pensar que el mundo fue y será una porquería; Caparrós, en cambio, lo dice con todas las letras, más de una vez. Elegir una u otra opción en la mirada permite niveles de lectura que este libro notable y complejo construye a mitad de camino entre la autobiografía en tránsito y la bitácora periodística, el inestable lugar que este escritor transforma en el hogar preciso y justo de su mejor cotillón.
Como también ocurre en la novela y el cuento, la no ficción se alimenta de registros diversos y variados, todos legítimos en la medida que el rompecabezas del texto construya una singular máquina autónoma y coherente. Para Ryszard Kapuscinski, toda buena crónica debe tener una intención, política en lo posible, contraria al orden establecido siempre. En Una luna, Martín Caparrós combina la intención política y cultural de sus crónicas con un retrato intimista cuyo máximo triunfo consiste en asomarse al abismo y caminar sobre el vértigo (del periodismo, del mundo, de la vejez). "Adultarse es eso, adulterarse: empezar a saber que lo que uno ha supuesto para su vida no va a ser su vida", escribe. Lo curioso es que, haya o no haya sido como el autor lo imaginó en algún principio, Una luna deja claro que ese largo viaje ha valido la pena.




