Entre la derrota y la plenitud
Miguel Vitagliano despliega en Cielo suelto un agudo sentido de observación y afirma el poder irresistible de la vida aun frente al dolor.
lanacionarOBRA viva: término náutico para definir la parte de un barco que está por debajo de la línea de flotación y, por lo tanto, permanece oculta a la mirada.
Obra viva era, también, el título que Miguel Vitagliano había pensado en un primer momento para su último trabajo, Cielo suelto (Tusquets). "Quería hacer una novela de aventuras en la que no pasara nada -explica el autor-; protagonizada por viejos diferentes, que no representaran la ternura o la memoria. Los viejos en esta novela son presente y cuerpo. Les pasan cosas, tienen sensaciones. Son viejos enamorados, con sexo, con piel. No hablan de su pasado: el pasado lo construye el lector". A bordo del Fayauay, el Capitán, con la apostura viril algo marchita de un Hemingway averiado, convoca a una tripulación de prófugos de geriátrico a cortar amarras con tierra firme y abrazar el río como única forma de vida posible.
Cualquiera que se asome por la borda de Cielo suelto puede pensar que Miguel Vitagliano es un enamorado del río, y eso es cierto. También puede pensar que es un veterano de las velas al viento, con alguna que otra audacia marcada en la piel, como haber tocado la costa uruguaya desafiando un río embravecido; y se equivoca.
"Antes de escribir este libro -explica- no sabía nada de navegación. Para poder escribirlo me puse a estudiar náutica, hice un curso especialmente, fui a navegar. Me gusta el Río de la Plata; me gusta que sea barroso, sucio. Tiene mucho de lo que yo quiero que sea mi literatura: el color, la aspereza, la anchura". En Cielo suelto vuelve la sombra amenzante del geriátrico Belvedere, donde se desarrollaba buena parte de la acción en Los ojos así. No es un guiño, dice Vitagliano, aunque asegura que guiños hay. "En todas mis novelas aparecen mujeres que tienen un vestido azul, porque me gusta que las mujeres tengan vestidos azules. También le pongo a un personaje el nombre de alguien que detesto. Por ejemplo: el ingeniero Rolandelli que aparece en esta novela está inspirado en una persona real".
El ingeniero Rolandelli de Cielo suelto es todo aquello que el Capitán no es ni querría ser jamás, excepto por un detalle: a pesar de su debilidad por el éxito, la alta tecnología y las reflexiones baratitas de manual de autoayuda, el lánguido play-boy italiano realmente navega.
"Conocí a un ingeniero Rolandelli que me alquiló una vez un departamento en Pinamar. Este hombre nos decía que el departamento era de dos plantas. Claro, uno da por supuesto que los dos pisos son a partir del nivel del suelo hacia arriba, no hacia abajo. Cuando mi mujer y yo llegamos a Pinamar descubrimos que nuestro cuarto estaba en un sótano. Me dije que alguna vez me vengaría de Rolandelli y acá está esta venganza chiquitita, íntima".
La luz que fulmina con fatalidad de relámpago es la culpable de que Vitagliano parezca diez años mayor en la foto que ilustra la solapa de Cielo suelto. Vitagliano no es ese hombretón de rostro grave, instalado en la vida y en la literatura por el peso de su tórax contundente. A los 37 años, es una cara sin sombras, una risa optimista.
Profesor de Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires y autor de tres novelas anteriores (Posdata para las flores, El niño perro y Los ojos así), a Vitagliano le interesa reflexionar sobre su literatura porque cuando un escritor no reflexiona sobre lo que escribe, dice, otros lo hacen en su lugar.
No quiere parecer pedante cuando se pregunta por qué a los escritores se los compara sólo con sus pares, y no con músicos o plásticos; ni machista, cuando dice que la literatura es mujer.
La última novela de Vitagliano está conectada con un momento particular: "Terminaba de escribirla mientras un primo mío se estaba muriendo. Tenía veintiocho años, se llamaba Raúl y se estaba muriendo de un cáncer que le habían descubierto durante su luna de miel, un mes antes. Yo lo visitaba, y cuando salía del hospital, me iba a escribir el libro. Las últimas páginas de Cielo suelto tienen que ver con esa situación: mientras que en la vida real alguien muy joven se estaba muriendo; en la literatura, yo afirmaba la existencia de alguien muy viejo. Esto me daba mucha culpa y mucha fuerza al mismo tiempo, porque era lo único que tenía para decir en ese momento: una afirmación de la vida pese al dolor".
Los personajes de Vitagliano sufren y pierden. Siempre. "En las novelas hay alguien que busca y, en general, encuentra. El desafío para mí como escritor está en torcer ese final; volverlo, por qué no, terrible. No para bien de los personajes, sino para felicidad del lector".
Cielo suelto es, ante todo, un ejercicio de fina observación. Situaciones y personajes cargados, como nubes redondas de tormenta madura, hacen de la inmovilidad una épica. Vitagliano dibuja con economía de trazos firmes. Si quiere señalar que tal personaje ya se había acostumbrado a vivir en el barco, dará como única información que el fulano agachaba la cabeza en un acto reflejo cada vez que pasaba por la puerta. Si se propone definir la temperatura de las relaciones entre el hijo del Capitán y el resto de la tripulación, dirá que, mientras el joven dormía en el piso, el único indicio de que los demás notaban su presencia era que trataban de esquivarlo.
Según Vitagliano, la capacidad de observación que aparece en sus libros es el resultado de la enseñanza paterna. "Mi padre era actor y, desde que yo fui muy chico, me decía que si quería ser artista tenía que observar. Todos los domingos me llevaba al cine o al teatro y, después, a comer a Pippo. Era típico que, en algún momento, mi padre se quedara callado y de pronto dijera: Fijáte cómo está sentado ese hombre que come solo. Yo me daba vuelta y sí. En la manera como estaba sentado y comía se revelaba de la profunda soledad de ese hombre".
"Me encanta observar y convertirme en otra cosa -se entusiasma y avanza, temerario-. Yo estoy seguro de que cuando escribo soy mujer. La literatura, el arte son mujer. Las mujeres tienen una posibilidad de creación enorme que los hombres no tenemos; por eso pueden dedicarse a cosas pequeñas mientras nosotros soñamos con los grandes proyectos. Por ejemplo: mi mujer está embarazada y mi hija, a punto de cumplir quince años. Hablan del embarazo y mi chica se estremece por anticipado y de un modo vicario con los dolores del parto. Me maravilla que tenga la certeza de que va a parir en algún momento de su vida. Para mí el parto es el dolor imposible; y es increíble ver cómo una muchacha de quince años puede hablar de eso sabiendo que ese dolor, imposible para mí, ella lo va a poder resistir".
Quizá porque Vitagliano no es un hombre de agua, en Cielo suelto consigue extraer una rara poesía del lenguaje de los navegantes. En ese mar de perdedores, donde ni el capitán ni sus ajados marineros se atreven a poner nombre al naufragio de la utopía, el autor pesca una palabra que lleva en sus letras el talismán contra el fracaso. "En términos náuticos, el rumbo que lleva un barco se llama derrota. Para la tripulación, el éxito consiste en no apartarse de la derrota. Por eso estos tipos no pueden fracasar: porque tienen su derrota decidida."
Por Verónica Chiaravalli
Para La Nacion - Buenos Aires, 1998
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