Es más simple, y se van a sorprender
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Hay una dimensión de nuestras vidas que parece estar fuera del tiempo, aunque discurre igual que los demás eventos y circunstancias. Hasta los sueños dan la impresión de ocupar más espacio en nuestra agenda, porque tienen –en general– el pudor de aparecer solo cuando dormimos. Pero esto es diferente, y para peor es también engañoso.
Les pasará a menudo. Deben decirle algo incómodo a alguien. O hacer algo que anticipan irritante. Entonces se dispara un mecanismo mental (que imagino que al psicópata le falta) que nos advierte de las reacciones con las que nos podríamos encontrar. Eso nos ayuda a morigerar el tono en el que daremos esa noticia o a elegir el momento menos inoportuno para hacer lo que fuera que debemos, queremos o necesitamos hacer. Ejemplo simplísimo: si tenemos que usar el taladro para reparar algo, es altamente probable que (salvo que seamos unos psicópatas sin remedio) no elijamos justo esas dos horas del domingo en las que nuestro cónyuge descabeza un sueñito bien merecido.
Nada mal. Pero démosle una vuelta de tuerca. Tenés que hablar con tu jefe sobre un asunto áspero. Sin poder evitarlo, te pasás todo el día anterior repasando sus posibles respuestas y lo que contestarías a cada una, más lo que a su vez podría replicar, excepto que salga con un domingo siete, para lo que también preparás un alegato, y así en una trama dialéctica que reíte de los bizantinos.
Mientras estás enredado en esta conversación imaginaria, llevás adelante algunos asuntos menores. Lavás los platos, paseás al perro o regás los geranios. Tu cerebro tiene más actividad que la de un ajedrecista en cincuenta partidas simultáneas, pero tu vida sigue, como si nada.
Aparte de un montón de inconvenientes que este torbellino oculto en nuestras mentes puede acarrear, lo más enojoso es que resulta casi enteramente inútil. Es verdad que el psicópata carece de empatía y que va a decir lo que se le pase por la cabeza cuando quiera y como quiera, sin advertir que su interlocutor atraviesa un duelo, está a punto de casarse o acaba de salir del quirófano. Le da igual. ¿Pero, en el extremo opuesto, qué es esto de anticipar diálogos, debates y refutaciones?
Cierto, hay un menú social básico que todos conocemos. Pero resulta que al día siguiente, cuando por fin, después de tanto rumiar, te sentás con tu jefe y le decís lo que tenías que decirle, te responde:
–Me parece genial, dale para adelante.
Y vos te quedás ahí con doscientas treinta y seis posibles respuestas, réplicas y retruécanos atragantados, farfullás un “Gracias, gracias” perplejo y te pasás el resto del día preguntándote qué hacer con todo ese complejo guion que te armaste en la cabeza para una situación que, simplemente, nunca ocurrió.
El domingo a la hora de la siesta puedo no solo usar un taladro, sino también una amoladora, un martillo neumático y detonar cargas de dinamita; de todos modos, mi cónyuge no se va a despertar. Adivinen quién es el que tiene el sueño tan liviano que alcanza la musiquita de espera de un servicio técnico en un celular en el jardín para que se despierte. Exacto. El que se abstiene de usar el taladro a la hora de la siesta. Parafraseando, no vemos a los demás como los demás son, sino como somos nosotros.
Tengo suficientes años para darme cuenta de que he invertido una enorme cantidad de energía y de ese tiempo cero de la mente –que transcurría aunque no se notara, mientras estaba haciendo otras cosas, la vida pasaba y me perdía de su belleza– discutiendo con fantasmas proyectados por mis propios temores, mis propias zonas ardidas, mis supuestos y mis deseos. No hagan eso. Fuera de las buenas maneras y el intento oportuno de no importunar, eviten invertir el precioso tiempo interior, que es intangible y por eso pesa más, en anticipar las reacciones de los demás. Pregunten. Es más simple, y se van a sorprender.
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