
Faradje y Polacco, en las antípodas
La figuración de sello propio frente a la escultura como exaltación de la vida.
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EN Palatina (Arroyo 821) se despliega una notable muestra de óleos sobre tela del ya reconocido aunque aún joven artista Eduardo Faradje. Conocemos la rigurosa trayectoria que lo hizo pasar por España para perfeccionar el conocimiento de su bagaje de creador. Faradje no le ha temido al acto de crear a partir de las más tradicionales disciplinas del arte pictórico, tal como acontece con su reiterada inspiración a partir del desnudo femenino. Este último aparece a veces solitario o con dos modelos, como ocurre con el autorretrato en el que, desafiando la cúspide de un Velázquez, el artista, de pie, se refleja en un amplio espejo donde las modelos aparecen de frente y de espaldas.
También acompañan la muestra algunos paisajes del barrio y la estación de Constitución. El artista aprovecha las brumas del Sur para darnos sus ricas gamas de grises, de ocres y de negros, en un despliegue de sensibilidad tonal destinado a satisfacer los más exigentes gustos en materia pictórica. Las telas de mayor tamaño (150 x 150 cm) alternan con otras de tamaño menor que, por su densidad plástica, nos obligan a pensar en artistas de la talla de Lucien Freud, sobre todo, el de su última época.
Sus modelos permiten el calificativo de Ôfaradgianas´, hasta ese punto el maestro argentino les otorga una personalidad cuyo origen proviene sin duda de la sensibilidad del propio artista. En casi todas sus pinturas, emerge de los personajes, en actitudes de abandono o meditabundas, una suerte de soledad de la que no está ausente por momentos la melancolía. En contraste con ese clima nostálgico, la pincelada se hace presente con inusitado vigor que, en contados casos, reemplaza, en obras de pequeño formato, el rostro por una pincelada.
Hace ya un tiempo que señalamos en Faradje a uno de los más destacados pintores de la Escuela de Buenos Aires. Resultados como los que él ha logrado tan sólo pueden obtenerse con una enorme concentración y dedicación al trabajo. Faradaje ha volcado todo su ser en sus telas; el único modo de poder escalar estas alturas.
Ferruccio Polacco
Lo primero que experimenté al entrar a la sala de Atica (Libertad 1240), que con tino dirige Mónica G. de Carrizo, fue una sensación de alegría, de exaltación vital. Es que las piezas que exhibe, una frondosa muestra de esculturas, pertenecen al ya veterano escultor Ferruccio Polacco, quien ha cumplido así con ese mandato tan difícil de lograr: llegar a los años provectos con el entusiasmo y la joie de vivre de la juventud.
Las esculturas en cuestión nos presentan imágenes redondeadas, realizadas en tres materiales diferentes: bronce, acrílico y madera. Estas últimas están pintadas en distintos colores: algunas de blanco, otras de rojo y otras, combinando dos colores. Todas las piezas están formadas por tubos que se adhieren entre sí hasta formar escaleras visuales. Polacco sabe escuchar a sus materiales, que guían con destreza a quien confía en ellos, y a su propia inspiración. En la mayoría de las piezas quedan espacios internos abiertos, herencia que nos dejó el gran Henry Moore, quien a su vez tomó esa enseñanza de los mayas.
Acierta la inteligente crítica Elba Pérez cuando hace referencia al constructivismo y a lo apolíneo y cartesiano del numen del artista. Si el arte escultórico es más difícil de apreciar que el pictórico, es porque desde cualquiera de los ángulos desde donde lo contemplemos, estamos obligados a imaginar lo que ocurre en las caras que no vemos.
Todas y cada una de las piezas exhibidas son impecables en ejecución y concepción. Sin embargo, las que más conmovieron mi espíritu fueron los acrílicos, por la levedad con que sustentan sus propias masas escalonadas y los juegos de la luz que los ilumina. No creo exagerar si digo que Polacco es uno de los escultores llamados a perdurar en unas obras que, por su nobleza y perfección, desafían, como él mismo, el deterioro del tiempo histórico y se instalan en el presente de la eternidad.





