Gatos en la terraza y burros de película
Hace más de una semana, una gata se paseaba por los techos de casa con gesto explorador. A la noche, se había instalado en un mueble de la terraza: se le veían los ojitos brillantes allá al fondo, a la luz del celular. A la mañana siguiente, abrí la puerta para explicarle socráticamente que no podía quedarse ahí toda la vida. Me miró fijo. Hubo un instante de duda. Acto seguido, salió disparada por un hueco oculto. Solo en ese momento me di cuenta de que había dejado atrás dos crías recién nacidas. Horas después, y dado que la madre no volvió, no me quedó más que tomar a los dos cachorros y llevarlos a la veterinaria.
Haber roto la cadena de crianza materna sin buscarlo es, más allá del primer sentimiento de culpa, una responsabilidad. Los gatos bebés –una hembra y un macho– entran cada uno en la palma de una mano. Cada tres horas, poco más, poco menos, hay que darles su leche especial con una jeringuilla. Son casi idénticos. Duermen cuando no comen. A falta de la progenitora, hay que enseñarles a hacer sus necesidades. Evolucionan bien. La rutina se volvió más ajetreada.
La humanidad está acostumbrada a los gatos desde tiempos remotísimos. La precocidad de los dos reciénvenidos, sin embargo, sirve para confirmar que los animales no viven con nosotros, como si nos pertenecieran, sino que vivimos junto a ellos. Su animalidad, en tanto seres vivos, no difiere de la nuestra. La ecología o la filosofía (pienso en Lo abierto, donde Giorgio Agamben disecciona la histórica antropogenia al respecto) han producido en las últimas décadas un giro irrebatible en relación con esa convivencia.

Los gatos abundan en libros o en poemas. Es más difícil encontrarlos, a diferencia de otros animales, como protagonistas absolutos de una película. Tal vez sean demasiado elusivos como para ser filmados de manera convincente y por eso resultan, en cambio, omnipresentes en las películas de animación.
En todo caso, fracasé en mi intento de encontrar una, en busca de identificación felina. Me tocó otra, centrada en un animal por completo distinto. Eo, del polaco Jerzy Skolimovski, no es sobre un perro ni sobre un simio: su protagonista es un burro, uno de los animales más crónicamente maltratados y explotados, bullying que se extiende al desprecio que se hace de su nombre en la lengua cotidiana. Los burros, sin embargo, son de los animales más próximos a los humanos. Por su docilidad y resistencia se los usa como bestias de carga, pero la terquedad por la que tantas veces se los descalifica no es más que producto de su instinto de autopreservación: se niegan a hacer aquello que los pone en peligro. Si eso no bastara como prueba de inteligencia, podemos acudir a su sensibilidad: la falta de afecto, por no decir los desaires, los ofende profundamente. Eso es lo que refleja la película de Skolimovski, a través de la ordalía que debe iniciar Eo, que, en una campaña contra el maltrato animal, es rescatado del circo (donde tiene como compañera a una acróbata que lo adora) para deambular por granjas y otros lugares de donde solo termina por escapar.
Eo –lo habrán notado los cinéfilos– es un homenaje a Al azar Baltasar (1966), obra maestra de Robert Bresson que, de manera idéntica, seguía la vida de un burro de amo en amo. Católico que creía en la predestinación, el director francés explicó por qué tomó como héroe a ese estoico ser de orejas largas. “En la vida de un burro –dijo en una entrevista– encontramos las mismas etapas que en la vida de un hombre: la infancia y las caricias; la edad madura, que para el hombre y el burro es el trabajo; luego el talento o el genio, después finalmente el período místico que precede a la muerte”.
Los burros son conmovedores. Es una suerte, de todas maneras, que no aparezcan en una terraza a dejar sus crías. Al lado de esa posibilidad, ocuparse de dos gatos en estado de lactancia parece de pronto un juego de chicos.





