Hombres magníficos y máquinas voladoras
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La magia de los primeros tiempos de la aviación no parece marchitarse nunca. Surge de las páginas de Tumult in the Clouds: The British Experience of the War in the Air (1914-1918), de Nibel Stell y Peter Hart, editado por Hodder, como se levanta la bruma en un campo de aviación silencioso en los minutos que preceden a la patrulla del amanecer.
Un aeroplano encara al sol; es una caja-barrilete motorizada, construida en madera de abeto y tela de lino irlandesa, tan frágil que, a veces, parece más liviana que el aire. La dotación de tierra tironea su hélice de madera, el motor tose y cobra vida bajo una cubierta sujeta por correas. Un piloto de rostro juvenil, con borceguíes, gafas protectoras y flameante bufanda, da la señal desde una cabina abierta, equipada como un viejo automóvil deportivo, y ajusta las miras de la ametralladora Vickers por encima del parabrisas.
Al verlo corretear por la pista de césped, cuesta creer que, en verdad, pueda hacerse daño o causárselo al enemigo que lo aguarda allá arriba, entre las nubes. Con un alegre ademán de despedida, despega, atraviesa la niebla y se remonta hacia el sueño romántico filmado por Howard Hughes -Angeles en el Infierno -perpetuado en las páginas amarillentas de los anuarios Chums.
Sin embargo, como bien lo señalan Steel y Hart en este libro apasionante, la primera guerra aérea -librada en el norte de Francia, por sobre las trincheras, entre agosto de 1914 y noviembre de 1918- cambió el mundo para siempre. Impulsada por "el catalizador de la batalla" -así lo llaman los autores- la aviación militar evolucionó con una rapidez pasmosa que los hermanos Wright jamás habrían creído posible alcanzar cuando, allá por 1903, hicieron el primer vuelo a motor en Kitty Hawk, Carolina del Norte.
La aviación transformaría el espacio bélico, borrando el distingo entre los combatientes del frente y las poblaciones civiles que se quedaban en casa.
Desde entonces, ningún lugar estuvo a salvo de la aviación, ya fuese el solitario avión de reconocimiento que fotografiaba objetivos potenciales o la Armada de mil bombarderos capaz de arrasar ciudades enteras. Apenas 30 años separan las granadas de mano, arrojadas en 1915 desde la cabina de los primeros biplanos, de las bombas atómicas que volatilizaron a Hiroshima y Nagasaki.
Cuando los primeros pilotos del Royal Flying Corps (RFC) llegaron con sus máquinas al norte de Francia, en 1914, el alto mando británico no tenía la menor idea de qué hacer con ellos. El principal peligro que afrontaron provino de las tropas apostadas en sus propios frentes: abrazaron con entusiasmo el deporte del tiro al blanco, disparando contra ellos. Los generales se rehusaban a admitir la importancia del reconocimiento aéreo. Un piloto regresó a la base con un testimonio directo sobre grandes movimientos de tropas alemanas; lo derivaron al comandante en jefe, el mariscal de campo sir John French, que, tras desechar su informe, le dijo: "Y ahora, mi muchacho, explícame todo lo referente a un aeroplano. ¿Qué haces si se te para el motor?"
Los biplanos no poseían armamento fijo debido a la potencia insuficiente de los motores; hasta el peso de una Lewis trababa su rendimiento.
Los pilotos británicos llevaban rifles o revólveres, flanqueaban al avión enemigo y, en ocasiones, disparaban hasta cien tiros contra los pilotos alemanes, que devolvían el fuego con sus pistolas Mauser. En los campos de aviación, se hacía marchar una y otra vez a compañías de infantería para achatar el césped y endurecer la tierra.
Empero, este amateurismo decayó a medida que la industria aeronáutica británica y alemana fue proveyendo máquinas más potentes. Venían equipadas con ametralladoras, pero persistía el problema de cómo dispararlas sin destruir la hélice. Anthony Fokker, uno de los mejores diseñadores de aviones, había desarrollado un interruptor eficaz que coordinaba la velocidad de fuego con las revoluciones de la hélice. Fokker era holandés; por ende, ante la ley era un ciudadano neutral. No obstante, ofreció primeramente sus servicios a los británicos; ni falta hace decir que el Ministerio de Guerra los rechazó. Fokker se ofreció entonces a los alemanes y creó para ellos un monoplano avanzado, con una ametralladora que disparaba al frente. Fue el primer avión monoplaza verdaderamente de caza: el Eindecker o EI.
Provistos de este avión notable, los pilotos alemanes barrieron los cielos en 1915, creando las leyendas que pronto rodearon a hombres como Max Immelmann y Manfred von Richthofen (el Barón Rojo). Los británicos replicaron con el DH2, un aeroplano de Geoffrey de Havilland que inició una serie de máquinas mas potentes que culminaría con el Sopwith Camel, para muchos pilotos el mejor caza de esa guerra. "Si un huno avista un De Hav, huye a escape; ellos no quieren acercárseles", informó el alférez Gwilym Lewis, del RFC.
Uno de los encantos de Tumult in the Clouds es la abundancia de extractos de cartas y documentos privados. Para los pilotos británicos sus antagonistas germanos eran siempre "los hunos" o "los boches", mas tales apodos parecen haber tenido pocas connotaciones insultantes. Esta jovialidad hacia el enemigo, propia de un club de rugby, determinó el talante de los pilotos y, quizás, ayudó a distanciarlos de las realidades de la guerra aérea.
Volaban congelados en sus cabinas abiertas, sin calefacción; amenazados por súbitas ráfagas de ametralladora que podían matarlos en forma instantánea o, cuando menos, destrozarles los ojos y los dedos; sentados sobre tanques llenos de petróleo, a riesgo de convertirse en antorchas humanas. Hugh Trenchard, comandante del RFC y, más tarde, mariscal del aire de la RAF, había prohibido el uso de paracaídas por temor a que los pilotos, presa del pánico, saltaran al vacío en vez de seguir luchando. Una llamarada en un avión averiado presagiaba una muerte espantosa. La guerra aérea cobró cada vez más víctimas y expandió ominosamente su campo con los raids de los Zeppelin sobre Londres. El Káiser autorizó personalmente el bombardeo, si bien -preocupado, sin duda, por sus parientes de la Casa Real británica- ordenó no atacar nuestros palacios reales.
El principal campo de batalla aéreo fue el norte de Francia. Pese a las bajas crecientes, no escasearon los voluntarios deseosos de combatir. Cabe presumir que la política de Trenchard de cubrir inmediatamente las bajas (la consigna era: "Ninguna silla vacía a la hora del desayuno") minimizó el miedo de los pilotos. Con todo, muchos sucumbieron al estrés y describieron su colapso mental en términos conmovedores.
Sin embargo, en general, se diría que el hechizo y la excitación del combate sostuvieron a los aviadores. "Había una alegría, un estremecimiento alborozado -llámenlo como quieran- que redujo la caza del zorro, las regatas, el fútbol y el esquí a pequeñeces carentes de interés". escribió el teniente Duncan Grinnell-Milne. Otro piloto reflexionó: "Una vez que despegábamos, ningún poder terrestre era capaz de hacernos descender nuevamente, salvo nosotros mismos". La lectura de este libro conmovedor y nostálgico casi nos hace sentir que ellos todavía están allá arriba.
Por J.G. Ballard
Para LA NACION-Londres, 1997
(Traducción de Zoraida J. Valcárcel)
(c) The Sunday Times y La Nación





