La apoteosis del narrador
El Campito
Por Juan Diego Incardona
El grueso de la historia de El Campito transcurre en un relato incluido. El ciruja Carlos Moreno les cuenta a Juan Diego y sus amigos, en varias tardes, sus aventuras por La Matanza, rodeado por una fauna estrafalaria. Narra la batalla de los Barrios Bustos, aquellos que Eva Perón mandó a construir a la CGT en honor de los héroes del primer peronismo, en contra de la oligarquía, un conglomerado que incluye señoras de Barrio Norte y sus contactos con la NASA, paramilitares, conservadores y el Ejército. Las fuerzas son asimétricas: mientras que los peronistas cuentan con los enanos del Barrio Mercante, las amazónicas censistas, médicos del Carrillo y columnas de descamisados, los contreras poseen recursos imbatibles: de satélites estadounidenses y tanques de guerra a un Golem gigante bautizado el Esperpento. Lo que está en juego, a ojos de Carlitos, no vale mucho: basurales, pantanos, calles muertas, carboneras y barrios contaminados. Es, sin embargo, el territorio que aman: Villa Celina, La Sudoeste, el Mercado Central y los barrios secretos.
En El Campito no abundan las perspectivas narrativas: el relato de Carlitos no sólo no es puesto en duda sino que se transforma en la apoteosis del narrador; un narrador que se parece a Juan Diego: simpático, soñador y peronista. Él asume lo que el relato marco, de un costumbrismo contenido, delega: la epopeya en clave fantástica, esperpéntica, tramada con materiales de toda índole ( La Divina Comedia y Daniel Santoro; el tango y Leopoldo Marechal) y una estrategia, a veces, voluntariamente pueril. Ese desembrague refuerza el verosímil que el autor postula desde sus primeros textos: un universo de camaradería barrial, colectiva, más bienintencionada que existente, en la que se filtran elementos ideológicos del Estado peronista, del catolicismo y de la resistencia montonera.
Incardona (Buenos Aires, 1971) apuesta por un maximalismo que, administrado con una negligencia calculada, provee choques armados, lucha organizada, tácticas risueñas y personajes emblemáticos, si no apenas nominales. Condensa épocas y crea sentidos a partir de rumores, eslóganes y creencias populares; mitos y figuras del dilatado imaginario peronista, como santa Evita o los oligarcas; hitos del martirologio justicialista (el bombardeo a Plaza de Mayo, los fusilamientos en basurales de José León Suárez) y materiales insinuados en Villa Celina , su obra anterior. El Campito es un texto para ser leído con menos indulgencia que la que se respira en la atmósfera de carnaval moderado que envuelve a sus personajes, y también un documento sobre las posibilidades y los riesgos de escribir ficción con la historia argentina.
© LA NACION
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