Ver el mal aunque venga de la mano de los personajes más delirantes, caprichosos y esperpénticos es una moraleja que entrega este anticipo del libro “Historias extraordinarias” sobre el capitán que envió a ese “austriaco tocado” a una reunión del Partido Obrero Alemán sin saber en lo que se convertiría
El mal existe. Claro que existe. Pero si no siempre sabemos definirlo, y mucho menos identificarlo, quizá sea porque con frecuencia, pese a ser trágico, no es serio. Esta es una certeza que se nos muestra con claridad al detenernos en el nacimiento del mal, de cualquier mal. Ahí, cuando las atrocidades aún no han estallado, cuando los nombres que las protagonizan aún pueden ser pronunciados sin un temblor de labios, es cuando vemos hasta qué punto el terror puede nacer de los personajes y las historias más delirantes, caprichosos y esperpénticos.
Tomemos como ejemplo al capitán Karl Mayr, quien muchos años después de los hechos que nos ocupan, enfrentado al pelotón de fusilamiento de la posterioridad y de su propia conciencia, había de recordar aquel día en que mandó a Adolf Hitler a una reunión de un partido extremista pero insignificante. Alemania era entonces un país agotado y anárquico que se disponía a ensayar la democracia después de perder la Primera Guerra Mundial y Hitler, uno más de los miles de hombres que después de combatir se encontraban sin presente ni futuro.
Mayr necesitaba gente para formar un grupo de propagandistas y espías del ejército y Hitler le pareció ideal. Era «un perro callejero en busca de amo». De él sabía que antes de la guerra había soñado con ser un pintor famoso y que no había pasado de vender por la calle cuadros copiados de postales turísticas. También que era un ser extremadamente vago e irascible y que no tenía un solo amigo. Sin embargo, estaba seguro de que Hitler haría lo que le ordenaran, pero conocía otros detalles que le hacían desconfiar de sus capacidades. Por ejemplo, que ese austriaco estaba tan tocado por la guerra que había suspendido el examen de cartero por no pasar el test de inteligencia, o que tenía cierta deformidad física, así le constaba a Mayr en un informe médico, que quizá explicara su carácter, su aislamiento y su incapacidad social. Pese a todo, le encomendó vigilar la aparición de brotes comunistas entre los soldados y de promover las ideas contrarias, además de visitar mítines y asambleas de partidos radicales. Por eso, un mal día, el 12 de septiembre de 1919, Hitler fue enviado a una reunión del minúsculo Partido Obrero Alemán en una cervecería del centro de Múnich.
Solo tenía que reunir datos para redactar luego un informe, pero lo que oyó allí le gustó: nacionalismo, antiliberalismo, anticapitalismo, anticomunismo, antisemitismo. Todos los antis y los ismos que le atraían. El partido, sin embargo, le pareció una simple reunión de incapaces, parecida a tantos otros grupos que en aquel momento proliferaban en cada rincón de Múnich. La visita no habría pasado de ahí si no hubiera sido porque al final, justo cuando estaba a punto de irse, le contrarió cierta opinión de un asistente y se puso a discutir con él. Lo hizo con tanta energía que su interlocutor decidió marcharse mientras Hitler seguía gritándole desde el otro extremo de la sala: estaba tan sudado por la excitación que los miembros del partido dirían que parecía «un caniche mojado». En cuanto cerró la boca, lo invitaron a unirse.
Mayr, pese a que los soldados no podían afiliarse a una agrupación política, le dio permiso. Qué podía salir mal. El partido era tan insignificante que, contando a Hitler, solo tenía cincuenta y cinco miembros, y tan patético que lo inscribieron con el número 555 porque habían empezado a contar en el 501 para hinchar la lista. Sin embargo, después de que se les uniera el caniche mojado ya no necesitarían más trucos infantiles con los que fingir musculatura. Hitler convirtió ese partido en su partido y solo diez años después tendrían más de dos millones de afiliados y también otro nombre: Nacionalsocialista Obrero Alemán. Es decir, los nazis.
Nuestra necesidad de establecer relatos cerrados y convincentes, de encontrar un patrón y un sentido en todo, hace que con frecuencia nos resistamos a aceptar la casualidad y el factor humano como principio de acción de los grandes acontecimientos, porque hacerlo implica asumir que el caos, la estupidez, la vanidad y las bajas pasiones que tan bien conocemos pueden condicionar el curso de las cosas. En la historia anterior, por ejemplo, hay múltiples instantes en los que querríamos meter la palanca para volcar el relato y provocar que todo hubiese sucedido de otra manera. Pero sucedió. Y sucedió de un modo tan absurdo y ridículo que nos da miedo.
Karl Mayr sintió ese miedo con la intensidad de quien había facilitado el nacimiento del mal casi sin querer. Intentó ponerle remedio y, tras pasar de la ultraderecha al socialismo, se convirtió en un fiero opositor al partido de ese subordinado al que conocía tan bien. Por eso, cuando los nazis tomaron el poder Mayr tuvo que exiliarse a Francia y, desde allí, abrumado por el peso de la conciencia, escribió un artículo titulado «Yo fui el jefe de Hitler» en el que se justificó alegando que, en realidad, todo había sido el resultado de las maquinaciones de sus superiores y que él nunca había ordenado ni permitido nada. Un año después Alemania invadió Francia y Mayr fue detenido por la Gestapo. Lo que le pasó es fácil de imaginar.
Sirva esta historia, y las que siguen, para desear que lo absurdo y lo ridículo de algunos nacimientos no nos nuble la vista, y para que sepamos ver el mal aunque venga de la mano de los personajes más delirantes, caprichosos y esperpénticos.
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