Del diputrucho y el idioma de Bilardo a la banda delictiva de los niños cantores de la Lotería Nacional, chantadas y trampas en un libro para reír y reflexionar sobre un país donde lo inimaginable se vuelve realidad; anticipo del capítulo sobre un auto emblemático, que en 1991 piloteó Carlos Menem
El auto baja lentamente por la rampa de entrada al estacionamiento. Es mediodía de un jueves de verano y, a contra luz, la silueta de lo que sucede en el sótano se adivina por las luces de stop que se han encendido: de trompa a la pared, el motor se ha apagado.
A los pocos segundos, la puerta del conductor se abre y un hombre baja en dos tiempos. Primero se ayuda con su codo izquierdo, que hunde sobre el respaldo. Luego, con su mano derecha, repite la mecánica sobre el apoyabrazos. «Ni se la siente —dice y sonríe al tiempo que cierra la puerta—. Anduve rápido en una ruta totalmente despejada».
Es 3 de enero de 1991 y el presidente de la Nación Argentina, Carlos Saúl Menem, acaba de llegar a Pinamar desde la Quinta de Olivos al volante de una Ferrari. El viaje, que demoraba cinco horas y media, él lo hizo en dos horas menos.
Así como la temporada de Punta del Este no comenzaba hasta que veíamos a mucha gente vestida de blanco en una revista, durante el menemismo el año no empezaba hasta que Eduardo Menem, su hermano y senador por la provincia de La Rioja, cumplía años. Desde Pinamar, en el balneario CR con bronceados ocre y torsos al viento, miembros del gabinete y políticos del oficialismo declaraban a la prensa, entre el crujido de las sillas de mimbre arenadas, lo bien que estaríamos los próximos meses.
Esa vez, ese 3 de enero, los amigos del presidente le habían pedido que no viajara en la Ferrari que le había regalado un empresario italiano. Pero Menem quería probar el coche deportivo. A las reformas que le hizo a la Quinta de Olivos (cancha de golf, de fútbol, de tenis y de paddle, polígono de tiro, gimnasio, helipuerto, ring de boxeo, pileta y solarium), le faltaba una pista de carreras.
Además, ya había recibido un no: pensaba ir a Punta de Este a pasar unos días en la casa de su secretario privado, Miguel Ángel Vicco, pero no pudo. La Constitución Nacional dice que el presidente «puede ausentarse del territorio de la Nación con permiso del Congreso. En el receso de este, solo podrá hacerlo sin licencia por razones justificadas de servicio público». Lo usual es que a fin de año las Cámaras voten la ley que le da el permiso de viaje al presidente en función para todo el año. Cuando 1990 se extinguía, José Luis Manzano, el entonces ministro del Interior, no logró que sesionaran y votaran la que le permitía a Menem en enero de 1991 cruzar a Uruguay. Se venía un verano de cabotaje para el presidente: los diputados volverían más tarde de lo habitual a la Cámara porque la imprenta del Congreso, cercana al recinto, se había incendiado y los trabajos de refacción y acondicionamiento llevarían su tiempo.
Lo también usual es que cuando llega el mes de diciembre haya tres preguntas comunes a todos los argentinos: con quién pasarás las fiestas, a dónde podrás irte de vacaciones y qué estallido se viene. Será el sinsentido de que todo se acaba y todo comienza en unos días, esa pueril esperanza que trae el festejo de Año Nuevo. Será que fue el mes en el que volvió la democracia, cuando el 10 de diciembre de 1983 asumió la presidencia Raúl Alfonsín. Será que no pensamos bien porque estamos hervidos en asfalto.
El estallido de diciembre de 1990 fue un alzamiento carapintada: el 3 de diciembre Mohamed Ali Seineldín lideró la rebelión militar que dejó trece muertos y trescientos cincuenta heridos. Dos días después, George Bush llegaba al país y lo felicitaba en la Casa Rosada por «la rápida solución del conflicto militar». Hacía treinta años que un presidente estadounidense no bajaba hasta el fin del mundo; la última vez había sido en 1960, cuando Frondizi recibió a Dwight Eisenhower.
La felicitación, que el presidente agradeció con un partido de tenis en Olivos y dos buques de guerra argentinos para colaborar en «Tormenta del Desierto», la coalición armada para derrocar a Saddam Hussein en Irak, posiblemente lo haya distraído de su sueño húmedo del momento: montar la Ferrari en ruta. Sentir las carnes de las pantorrillas trepidar, la potencia de los caballos subir desde el empeine derecho sobre el acelerador hasta tronar en el pecho. Un orgasmo de ingeniería italiana.
Al tiempo que comenzaban las «relaciones carnales», las tapas de los diarios se ocupaban de la investigación a la sedición, de la llegada de los cepos para los autos mal estacionados en la ciudad de Buenos Aires y de Xuxa, que había visitado a Menem en la quinta presidencial. Crecía, entonces, el rumor de una nueva ola de indultos. La primera había sido en 1989, se lo habían concedido a los jefes militares procesados que no habían sido beneficiados por las leyes de Punto Final y Obediencia Debida.
En los estertores del año 1990, el 29 de diciembre, el presidente firmó varios decretos. Por su perdón quedaban en libertad Jorge Rafael Videla, Emilio Massera, Orlando Ramón Agosti, Roberto Viola y Armando Lambruschini. También Ramón Camps, Ovidio Riccheri, Guillermo Suárez Mason y José Alfredo Martínez de Hoz. Y Mario Firmenich, líder de Montoneros.
Los números hacían que los comerciantes de la costa bonaerense se frotaran las manos: entre el 30 de diciembre y el 2 de enero de 1991 al Municipio de la Costa habían llegado cien mil turistas más que el año anterior a pesar de la (hiper) inflación que en 1990 fue de 2314 %. Es que en 1989 había sido de 3079,5 %.
Temprano en la mañana, cerca de las 7.30 del jueves 3 de enero de 1991, Carlos Saúl Menem tenía todo listo para dejar la Quinta de Olivos y encarar la ruta. Hacía poco más de cinco meses que había cumplido sesenta años. Tenía el cabello negro azabache y las patillas en retirada (ya no eran tan tupidas). Dos motas de algodón que parecían haberse deslizado desde los oídos ganaban lugar en cada mejilla.
Dos días antes de su llegada a Pinamar, el gobernador de la provincia, Antonio Cafiero, había lanzado el Operativo Sol XXIII de control caminero con acto en la entrada de Mar del Plata. Cafiero, decían las crónicas periodísticas, se mostraba esperanzado en que hubiera menos accidentes en las rutas. Los números lo acompañaban: en 1990 habían bajado a la mitad respecto del año anterior.
En el acto, además de hablarle a los policías, porque «en sus manos está la vida de la población y el hacer cumplir las leyes», Cafiero anunció las novedades. Tres mil quinientos hombres de la fuerza provincial estarían abocados al control del tránsito, apoyados por más de doscientos patrulleros, tres aviones ultralivianos y un helicóptero. Solo en Mar del Plata había 30 % más policías que en otras ediciones.
Menem no viajaba solo: en el asiento de acompañante iba su secretario privado, Ramón Hernández. Juntos tenían cuatrocientos kilómetros por delante en los que probarían la máquina. Es posible que los haya acompañado al menos un rato desde el pasacasette su profesor de chistes, Albino Rojas, «El Soldado Chamamé». Así como durante un tiempo el presidente tomó clases de inglés –su maestro era el hijo del embajador de Inglaterra, Humphrey Maud, el primero desde la guerra de Malvinas–, El Soldado era quien le enseñaba a contar anécdotas y rematar historias.
Según registros del Operativo Sol, el presidente llegó a Dolores pasadas las diez. Allí tomó la ruta 67 para luego empalmar con la 11 que lo llevaría hasta Pinamar, a donde arribó a las once. Recorrió ciento cincuenta kilómetros en una hora. A cuánto fue en el tramo anterior puede inferirse con un dato: aún no existía la autopista Buenos Aires-La Plata, que se construyó en 1995.
En la puerta del Hotel del Bosque, ubicado sobre la avenida Bunge a la entrada de Pinamar, lo esperaban varios periodistas. Uno de ellos le imprime a la escena una elegancia que no tiene: «El presidente de la Nación está bajando con mucho cuidado», dice el cronista cuando ve al hombre de sesenta años en pugna por descender con decoro de un auto deportivo, bastante más bajo que cualquier otro.
El espectáculo puede verse completo en YouTube; es uno de los documentos fílmicos del Archivo General de la Nación. El video dura 1.03 minutos y se titula «El presidente Menem en la Costa Atlántica, 1991». De jeans claros y chomba Lacoste color fucsia, Menem sonríe y, con ambas manos sujetas a la hebilla del cinturón, mete un poco la panza y se atilda. Hacía ya seis meses que lo vestía Ante Garmaz, exmodelo y conductor de TV. El sastre Jorge Mazzola y su estilo más sobrio habían caído en desgracia.
El presidente camina unos metros acompañado por el grupo de periodistas.
—Cada vez que usted está programando algún viaje, hay algún golpecito económico —dice uno—. ¿Qué opina del mismo?
—Bueno, ¿cuál es el golpe económico? —responde el presidente.
—En este momento el temblequeo del dólar.
—No, no. No hay ningún temblequeo del dólar.
Cuatro días antes el dólar había llegado a los 5800 australes.
Según los cálculos de Ramón Hernández, alcanzaron los doscientos treinta kilómetros por hora. A Gabriela Cerruti, enviada especial del diario Página/12 en Pinamar, el presidente le dijo que «[a la Ferrari] la traje a más de ciento cincuenta kilómetros por hora». La velocidad máxima permitida en la ruta era de ciento diez kilómetros. El conductor que la superase o se adelantara en una curva, sería multado en australes con el equivalente a cuatrocientos cincuenta litros de nafta Súper.
Para el mediodía del 3 de enero, Menem ya estaba sentado a la mesa de su hermano cumpleañero. Junto con Eduardo Bauzá, Roberto Dromi y Fernando Niembro escuchaban los números del sociólogo Julio Aurelio: en agosto serían las primeras elecciones legislativas que renovarían las cámaras y eran las primeras que enfrentaba el menemismo.
Dos días después volvió a montar la Ferrari. 7.40 ya estaba en el Hotel Hermitage, en Mar del Plata. Uno de los que lo recibió fue Alberto Samid. Por entonces le quedaba solo uno de los dos cargos que había ocupado: el de diputado nacional por la provincia de Buenos Aires, pero ya no era asesor presidencial. Cuatro meses atrás, en septiembre de 1990, lo corrieron del puesto por haber mandado ciento cuarenta toneladas de carne vacuna a Irak en medio del embargo de Naciones Unidas contra Saddam Hussein, bloqueo económico al que Argentina había adherido.
Arriba a la izquierda, la tapa del diario Clarín del 6 de enero de 1991 tituló: «Menem: “Hay que votar a los candidatos del Presidente”». Abajo, a la derecha: «Fútbol en la playa». En la fotografía, el presidente avanza con la pelota al pie sobre la arena. Viste short, chomba, medias altas y calzado de tenis. El picadito surgió apenas finalizado el partido sobre polvo de ladrillo. Esta vez, a diferencia del encuentro que mandó a armar en julio de 1989 a quince días de haber asumido como presidente, no estaba Maradona. En aquella oportunidad jugó con él y con Claudio Caniggia, Nery Pumpido, José Luis Bown, Sergio Batista, Ricardo Giusti, Julio Olarticoechea, Néstor Fabbri y Alejandro Alfaro Moreno ante cuarenta mil personas en la cancha de Vélez. La Selección venía de Brasil, donde había perdido en semifinales frente a Uruguay en la Copa América.
Menem aseguraba que, de no seguirse sus consejos, «vamos a volver a 1988, a esos siniestros meses del gobierno anterior que obligaron al expresidente (Raúl Alfonsín) a abandonar su cargo». Lo dijo en la conferencia de prensa que brindó en el Salón de Piedra del Hotel Hermitage. Para él, así lo comentó a los periodistas, los comicios de septiembre eran un plebiscito a su gobierno.
Valuada en ciento veinte mil dólares, la Ferrari 348 TB, que podía alcanzar los 275 kilómetros por hora, fue un regalo de empresarios italianos: los hermanos Franco y Giancarlo Castiglioni y Leopoldo Braghieri, los dueños de Corimec. A comienzos de 1990 y con un crédito que había aprobado el Banco Hispano Americano por cien millones de dólares, la empresa italiana MAT fue la elegida para construir cincuenta estaciones de GNC que se instalarían a lo largo de toda la Argentina. Pero MAT no construyó ni una porque antes de siquiera empezar, sus dueños, que demandaron al Estado argentino, fueron presionados primero a pagar una coima y luego, tras haberse negado, a ceder el control del negocio a otra empresa italiana: Corimec.
Corimec tampoco llegó a hacer ni una estación, pero no por pereza. Resulta que el crédito que se le había otorgado –a otro– para edificar estaciones de servicio cambió de rubro. Con ese dinero se construirían dos hoteles cinco estrellas.
Ese verano en las playas argentinas la Ferrari era motivo de charla. Juan Carlos Robles, porteño de cuarenta y seis años, se ofuscaba frente a sus hijos: «Es peligroso lo que hizo, no puede largar el Operativo Sol y al otro día viajar a ciento cincuenta kilómetros por hora», le decía al cronista de un periódico. Un adolescente de quince años también opina: «A mí me parece perfecto. Lo felicito. Me encanta que el presidente tenga una Ferrari y no sé por qué la gente hace tanto lío con eso». En una queja sí estaban todos de acuerdo: el sándwich de milanesa el 31 de diciembre se compraba por diez mil australes y el 3 de enero ya costaba doce mil.
La agenda presidencial en Mar del Plata era bastante escueta. El presidente tenía una única actividad oficial: solo debía inaugurar la carpa de promoción del Ente Nacional de Turismo (EMtur). No fue. En su lugar se presentó Francisco «Paco» Mayorga, secretario de Turismo. Por la noche cenó en Tío Curzio. El show estaba a cargo de Ricky Maravilla. Ese enero fue de pote de helado sobre el regazo y guerra por tele. Los televisores enseñaban un combate monocromático: todo era verde. Los destellos, en un verde más encendido que el resto de la pantalla, daban la pauta de que allí había acción. ¿Eran explosiones? ¿Bombas? ¿Cohetes? En enero de 1991 la televisión transmitía el bombardeo de Estados Unidos a Irak. La Guerra del Golfo fue el primer gran reality.
Al mismo tiempo, un escándalo maceraba en inglés: el embajador de Estados Unidos, Terence Todman, preparaba la denuncia que terminaría en el Swiftgate. Todman decía que un representante del gobierno argentino había pedido coima a la empresa frigorífica Swift Armour para agilizar trámites impositivos. En criollo, para hacer entrar rapidísimo las máquinas que necesitaban en la planta de Rosario.
El primer gran escándalo político del gobierno de Menem provocó un cambio de fichas en el gabinete. Emir Yoma renunció al cargo de asesor presidencial –¿cuántos había?– y Antonio Erman González dejó de ser el ministro de Economía. Lo reemplazó Domingo Felipe Cavallo.
En medio de las denuncias de corrupción, se decía que el presidente no había pagado los impuestos por los derechos de importación del auto. Tampoco impuestos internos y otros gastos. Solo de patente se calculaba que debía unos veinte mil dólares.
Habitual entrevistado en Tiempo Nuevo, el programa político de aquel entonces conducido por el periodista Bernardo Neustadt, en el que juntos babeaban al explicar los beneficios de la convertibilidad como dos leones merodeando una cebra, no se había hablado de la Ferrari hasta esa noche, cuando sucedió algo que solo puede entenderse como fuego amigo o tiro en el pie: «Lo felicito, es un gran gesto donar la Ferrari al Hospital de Niños», palabras más, palabras menos, lanzó Neustadt en prime time por la pantalla de Telefe. «Me la donaron a mí, ¿cómo la voy a regalar?», respondió Menem. El momento incómodo no pareció afectar la relación.
Seis años después, en 1996, Neustadt fue operado del corazón. En reposo, el periodista vio su propio programa desde la cama porque se hizo igual: el presidente Carlos Menem lo reemplazó en la conducción.
Menem aguantó la Ferrari todo lo que pudo. Hasta sugirió un guiño al que lo sucediera. Decía: «El próximo presidente la podrá disfrutar tanto como yo». Pero debió ceder: el auto deportivo que había probado en la ruta 2 a más de doscientos kilómetros por hora y en la pista de Maranello, en Italia, a doscientos sesenta, iría a subasta pública.
El primer remate se hizo el 16 de mayo de 1991 y fue declarado desierto: fracasó por caro. La base era de mil doscientos millones de australes, es decir, ciento veinte mil dólares, porque desde hacía un mes y medio regía la Ley de Convertibilidad. La cosa es que según los entendidos, en el auditorio del Banco Ciudad era un despropósito el precio y nadie levantó la mano para llevársela.
Finalmente fue subastada en ciento treinta y cinco mil dólares en junio de 1991. Para América Noticias, el ganador no quiso hablar, pero sí lo hizo el segundo postor: «La Ferrari tiene un valor especial porque era de Menem. Yo aparte soy amigo de Menem, lo amo, yo lo adoro, y me pongo muy contento porque se ha vendido muy bien, porque quedó más plata para el país. Que ese muchacho que la compró la disfrute mucho, lo felicito. Acá el amigo mío me preguntó a mí y le dije “no vale, una 92 no vale esa plata, no es una Testarrosa”; es una TB 348, que es la más barata».
El hombre, el único en la sala que lleva anteojos de sol, se llama Jacobo Winograd.
Recién ocho años después, en 1999 –año en el que Carlos Menem dejó la presidencia al terminar su segundo mandato–, se sancionó la ley que regula la «ética en el ejercicio de la función pública». De acuerdo a la ley 25.188, «los funcionarios públicos no podrán recibir regalos, obsequios o donaciones, sean de cosas, servicios o bienes, con motivo o en ocasión del desempeño de sus funciones. En el caso de que los obsequios sean de cortesía o de costumbre diplomática, la autoridad de aplicación reglamentará su registración y en qué casos y cómo deberán ser incorporados al patrimonio del Estado, para ser destinados a fines de salud, acción social y educación o al patrimonio histórico-cultural si correspondiere».
El presidente que lo sucedió no la disfrutó pero sí la usó. Paradójicamente, fue la Ferrari la que llevó al entonces jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Fernando De la Rúa, a ganar las elecciones presidenciales en 1999.
A cámara, en el spot de campaña, De la Rúa declama: «Dicen que soy aburrido… aburrido, ¡ja! ¿Será que no manejo Ferraris?». La imagen que acompaña es la de Menem, vestido de traje, acurrucándose en la cabina de un auto de F1. «¿Será para quienes se divierten mientras hay pobreza?
¿Será para quienes se divierten mientras hay desocupación?» Menem sonríe, ventanilla mediante, desde la butaca de la Ferrari. «Aburrido… ¿es divertida la desigualdad de la justicia? ¿Es divertido que nos asalten y nos maten en las calles?
¿Es divertida la falta de educación? Yo voy a terminar con esta fiesta para unos pocos».
El candidato de la Alianza se consagró presidente con el 48,5 % de los votos.
Los ciento treinta y cinco mil dólares para llevársela de la subasta pública los pusieron cuatro hombres de Chivilcoy. El plan era hacer una gira por varias ciudades del país para exhibirla y luego rifarla. Sin encender el motor, la Ferrari viajó desde la ciudad de Buenos Aires a Chivilcoy a bordo de un tráiler del Automóvil Club Argentino y quedó en exhibición en la concesionaria Ford del pueblo. Imprimieron cuarenta y cuatro mil números pero vendieron solo catorce mil.
¿Quién la ganó? Nadie. El número sorteado estaba en el pilón sin vender.
Unos años después apareció en una concesionaria de Vicente López y de ahí a promocionar vino en cartón: la compró el dueño de Pico de Oro, la bodega productora de vino en Tetrabrick. Y de ahí, a la tele: en Ta Te Show, el programa de juegos de Telefe, Leonardo Simons explicaba que si enviabas una etiqueta recortada de Pico de Oro, participabas en el sorteo para llevártela. La ganó un hombre de Ciudad Evita.
Cada tanto, entre dueño y dueño, aparecía en las exhibiciones que hacía el Ferrari Club Argentino. El último propietario que se le conoció fue Héctor Méndez, un empresario fabricante de contenedores plásticos de basura y tres veces presidente de la Unión Industrial Argentina (UIA). Méndez se la compró en 2014 a Juan Nápoli, un agente de bolsa que seis años antes se la había comprado a un empresario metalúrgico. Cuando la vio en Módena, el restaurante del Museo Nacional de Bellas Artes frente a la Facultad de Derecho, Nápoli pensó, como los hombres de Chivilcoy, estar ante un buen negocio. No solo había pertenecido a un presidente: también la había conducido Michael Schumacher en 1998, cuando visitó Buenos Aires y corrió y ganó el último Gran Premio de F1 que se hizo en el país.
Aquel verano de 1991, a todo automóvil que superara los ciento diez kilómetros, el Operativo Sol le hacía un seguimiento especial. Cada posta policial daba aviso sobre el infractor que llegaría a la próxima. Pasadas las diez de la mañana del jueves 3 de enero de 1991, la policía distinguió un auto ultimísimo modelo de color rojo que se hacía paso a altísima velocidad. Luego de comprobar que era una Ferrari, la indicación entre los puestos policiales cambió: ya no debía seguírselo, solo dejarlo avanzar. Quien conducía la Ferrari, sabían, era el presidente de la Nación.
En las crónicas de la época se menciona que se le labraron multas por exceso de velocidad. En absolutamente todas las imágenes que hay de la Ferrari de ese y otros días, hay una constante, y es una ausencia. Menem posa sentado sobre el capó y no está. Menem desciende y tampoco se la ve. Menem se sube; nada. Menem baja la ventanilla y saluda y nada. Tampoco aparece en los videos de la subasta.
La Ferrari del presidente de la Nación jamás tuvo chapa patente.
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