La enredadera del paraíso
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Tengo esta situación extravagante con el maracuyá. Ya saben, esa fruta de aspecto dudoso cuando está madura y que, sin embargo, al abrirla, contiene una delicia celestial. Por supuesto, son gustos. En mi caso, está primera allá arriba en la lista de preferencias, muy lejos de todas las demás; y eso que las frutas son mi debilidad.
Pero, además de eso, es el único comestible cuyos sabores y perfumes no puedo rememorar a voluntad. Por esas cosas de la ruleta genética, me ha tocado un don de lo más útil, aunque un poco difícil de explicar. Todos tenemos estos superpoderes pequeños, invisibles o raros. Conozco a alguien, por ejemplo, que sufre cada dos por tres accidentes con sus plantas (se le caen, las riega de más, y así). Luego trata de arreglar el estropicio con métodos –digamos– exóticos, y después de eso el vegetal prospera como si lo hubiera fertilizado el mismísimo Creador. Notable. Casi que te sentís tentado de darle macetas para que las rompa, así tus plantas se ponen más lindas.
En mi caso, soy capaz de recordar perfumes y olores, y mezclarlos en mi cabeza, in absentia. O sea, puedo venir manejando del diario mientras concibo la comida de la noche; me pasa con todo, desde el café al romero, desde el laurel a los mariscos, e incluso con el huidizo tomate o el más exótico cardamomo. Pero no con el maracuyá. Habrá, casi aseguro, un vínculo entre esta fruta, para mí paradisíaca e irresistible, y esta incapacidad para traer a la memoria su milagro organoléptico. Tal vez porque recordar es una forma de experimentar.
Cuando me mudé a la casa nueva, y dada la enormidad de luz que hay en este lugar (el maracuyá necesita once horas de sol para florecer), decidí que iba a cultivar mis propias Passiflora edulis. Elegí una fruta madura en el supermercado (no hagan esto en sus casas; solo funciona con un puñado de frutales), extraje las semillas, las limpié, las dejé secar y elegí varias para el experimento. El experimento se ha convertido en una enredadera inmensa y enérgica, de unos seis metros de extensión que este verano se cubrió de esas flores magníficas y casi extraterrestres, con la misma estructura que las del mburucuyá, su prima hermana, aunque con tonos más violáceos (son las de la foto, sí).
Ambas, el maracuyá y el mburucuyá (Passiflora caerulea, mejor conocida como pasionaria, cuyo fruto también es comestible, aunque más pequeño y de otro sabor), tienen un polen muy pesado. De modo que hay dos formas de polinizarlas: con la ayuda de los abejorros y las avispas o usando un pincel. Las abejas no pueden transportarlo.
Con cientos de flores, lo del pincel no iba a funcionar. Pero, por fortuna, la enredadera enseguida se llenó de gordos abejorros y avispas malhumoradas. Cuando descubrí esto, a mitad del verano, canté victoria. Tampoco hagan esto en sus casas.
Resumo: floración abundante y polinizadores fornidos, pero a poco de cerrarse, las flores se caían de la planta y no obtuve ni un solo fruto. Intenté lo del pincelito, pero tampoco anduvo. ¿Por qué? Investigué un poco más y descubrí que, como ocurre con varias otras plantas, el maracuyá puede no ser capaz de fertilizarse a sí mismo. Es un mecanismo que usa la naturaleza –y no lo inventó la semana pasada– para evitar la endogamia.
Dicho más simple, y puesto que al parecer no hay muchos maracuyás en la zona, iba a necesitar otra enredadera. Alcanza con que sea una planta diferente, con otra genética, para que la fecundación funcione. Así que volví a fojas cero: elegí una fruta madura, de nuevo extraje las semillas, las dejé secar un par de semanas y sembré tres, que ahora son unas vigorosas plantitas que en un año o dos darán sus primeras flores, vendrán los abejorros y las avispas, y entonces habrá más noticias. Espero que buenas.
Amigos y parientes encuentran sorprendente que, con mi mal carácter, tenga tanta paciencia y resignación en el jardín y la huerta. Pero es una lección que la gente de campo conoce bien. A veces la naturaleza te da un par de sopapos y no te queda más remedio que empezar de nuevo. En la vida funciona igual.
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