La felicidad del poeta
Hace veinte años moría el autor de El ingeniero. Su trayectoria fue excepcional. Cuando ya sus poemas le habían ganado prestigio en Buenos Aires, resolvió vivir en Roma y escribir en italiano. La calidad de sus textos hizo que fuera reconocido como uno de los grandes de la literatura peninsular. Aquí, Héctor Bianciotti recuerda su figura melancólica y su misantropía, y Ernesto Montequien, biógrafo de Wilcock, se ocupa de la vida y la evolución de su obra.
lanacionarJUAN RODOLFO WILCOCK (1919-1978) -uno de los novelistas, cuentistas y críticos más singulares y uno de los poetas más puros de las letras italianas de estas últimas décadas- fue, aproximadamente hasta fines de los años 50, uno de los más exquisitos poetas líricos argentinos de la generación del 40. No me permito recordarlo por impertinencia, sino porque entre los escritores argentinos con quienes me encontré, tanto en Europa como en mi reciente viaje a la Argentina, algunos conocían, por cierto, el nombre y la trayectoria literaria de Wilcock, pero muy pocos lo habían leído. Esto se explica: al parecer, ninguno de sus seis libros de poemas publicados en Buenos Aires entre 1940 y 1953 fue reeditado; en cuanto a su obra en italiano, sólo se tradujeron El caos (Sudamericana, 1974), catorce años después de su aparición, La sinagoga de los iconoclastas (Anagrama, 1981), y ahora El ingeniero (Losada, 1997).
Tenía 22 años cuando conoció a Silvina Ocampo, Bioy Casares y Borges. "Estos nombres", escribirá años después, "fueron la constelación y la trinidad de cuya gravitación saqué, especialmente esa leve tendencia, que puede advertirse en mi vida y en mis obras, a elevarme -aunque sea modestamente- por encima de mi gris, humano nivel original. Borges representaba el genio total, ocioso y perezoso; Bioy Casares, la inteligencia activa; Silvina Ocampo era, entre ellos dos, la Sibila y la Maga que les recordaba en cada movimiento y en cada palabra (suyas) la singularidad y el "misterio" del universo. Yo, espectador inconsciente de este espectáculo, quedé para siempre deslumbrado y conservo el recurso indescriptible que podría conservar, justamente, quien tuvo la felicidad mística de ver y oir el juego de luces y sonidos que constituye una determinada trinidad divina".
Tal fue, para Wilcock, la infancia de su arte. La fortuna eligió bien a las hadas que se inclinaron sobre su cuna. Traductor incomparable del inglés, alemán, francés y español al italiano, y de las tres primeras lenguas, más la italiana, al español (antes de emigrar de su país de origen), cabe preguntarse por qué eligió el italiano para realizar su obra.
Wilcock fue precavido y nos proporcionó la respuesta: "Como escritor europeo elegí el italiano para expresarme porque es la lengua que más se parece al latín (quizá el español es más parecido, pero el público español es apenas el espectro de un fantasma). En un tiempo, toda Europa hablaba latín, hoy habla dialectos del latín. (...) Por lo tanto la lengua tiene una importancia relativa; lo que cuenta es no caer en lo folclórico; qué decir, en fin, del inglés de los Estados Unidos, cuando emprende vuelo por cuenta suya y se aplana en 125 palabras. Es como si a un jugador de ajedrez le dijesen: "Aquí se juega a nuestro modo, con un solo caballo y sin torres". Beckett quizá no se da cuenta, pero escribe casi en latín; su poema Sans, de 1970, va más atrás en el tiempo, parece sumerio, más bien pictográfico".
A partir de 1972, después de haber visto editadas sus obras por Pombiani y Einaudi, entre otros, Wilcock tuvo la suerte de ser publicado por Roberto Calasso, gran ensayista y factótum de una de las mejores editoriales europeas: Adelphi. Fue una oportunidad de privilegio, por cuanto Wilcock ha sido uno de los primeros escritores vivientes que figuró en un catálogo consagrado a escritores de Mitteleuropa y, principalemente, a los muertos ilustres. Fue una oportunidad porque, aun en Italia, se tiende a olvidar a aquellos escritores que sólo han sido apreciados por sus pares. Adelphi representa una garantía de supervivencia.
En Francia le aguardaba pareja suerte, un éxito propio de los happy few : entre 1976 y 1985, Gallimard le publicó cuatro obras. A ellas se sumaría la espléndida traducción de Los hermosos días -el más bello entre sus libros de poemas argentinos- que Silvia Baron Supervielle entregó a la editorial La Différence.
Permítanme interrumpir por un instante esta crónica más bien pedagógica para evocar, a modo de reconocimiento póstumo a Wilcock, dos o tres recuerdos suyos.
Corría el verano de 1955. Yo estaba sentado en un banco de la Plaza San Martín, en Buenos Aires. Sin duda, compartía el desánimo de todos cuantos aspirábamos a la libertad. Vi venir hacia mí a Wilcock, al que había tratado en dos ocasiones y que me intimidaba por su ironía -como ha dicho su amigo Calasso, estaba "en acecho detrás de cada sílaba"-, su intolerancia frente a los lugares comunes o a cualquier frase de circunstancias. Al verme, se detuvo; nos saludamos; no quiso sentarse. Como si prosiguiera una conversación conmigo, me dijo: "Si no te vas de este país ahora, estás perdido para siempre". Por cierto que deseaba irme, pero no tenía los medios. "Hay un barco que parte para Italia, no es caro, dentro de veinticinco días. Tus amigos pueden organizar un espectáculo y reunir el dinero del pasaje. Yo me voy en él. No es caro", repitió, y siguió su camino.
Tomé ese barco, pero no lo encontré a bordo hasta dos o tres días después de haber zarpado. Ocupaba un camarote diminuto que daba a cubierta; estaba leyendo El viejo y el mar en la revista Esquire .
Comprendí al punto que no tenía muchas ganas de verme. Le pedí la dirección de alguna pensión romana. Me indicó una, en un barrio siniestro. Y nunca más volvimos a vernos. Había sido un emisario del destino; había cumplido su tarea para conmigo. Estaba bien así.
Cuando Wilcock publicó en Adelphi El estereoscopio de los solitarios y La sinagoga de los iconoclastas , en 1972, yo era lector (externo) de literatura italiana en Gallimard. La editorial había decidido traducirlos y, enterada de que yo conocía al autor, me pidió que le escribiera. Así lo hice pero, evidentemente, Wilcock se había olvidado de mí y mi nombre no le decía nada. Lamento no haber guardado su respuesta -la entregué al editor- pero recuerdo el contenido y aquel encabezamiento: " Caro signor Bianciotti ". "No comprendo cómo un editor tan serio como Gallimard puede querer traducir mis libros -decía-. Aquí, apenas si los consideran buenos para tirarlos a la basura. En todo caso, habría que esperar a que Adelphi, a la que creo menos ladrona que Bompiani, recupere los derechos de mis libros precedentes. De todos modos, no comprendo el propósito de traducirme al francés, ya que en Francia no hay traductores."
Transcurrieron unos tres meses y, cuando devolvió el contrato firmado, me escribió una carta encantadora. Se había acordado de mí.
El estereoscopio de los solitarios agrupa unos sesenta relatos breves. Pueden leerse como una novela, una vasta alegoría a lo Swift con personajes e historias que son otras tantas metáforas de un mundo irremediablemente absurdo.
Allí encontramos bordadoras trenzando galones militares en medio de un campo de batalla perpetuo; una poetisa desdichada, tan mala que ni siquiera es capaz de suicidarse para, al menos, poder castigarse a sí misma luego de haber transformado a sus amantes en estatuas; un leproso que procura engañar su soledad recurriendo a unos espejos que multiplican su imagen hasta el infinito; una gallina, lectora en una editorial, que despedaza y engulle los manuscritos que le desagradan; una sirena condenada a alimentarse del detritus de un río contaminado; unas valquirias desocupadas y envejecidas que recogen el pan duro que le arroja la gente...
Estos son sólo algunos de los sesenta y tantos personajes de esta comedia humana en que una cólera amarga, a lo Céline, se disimula bajo gags al estilo de los hermanos Marx.
La sinagoga de los iconoclastas , libro gemelo del anterior, narra más de treinta vidas imaginarias de hombres geniales: teóricos, utopistas, sabios, inventores en todas las disciplinas, cuyas ideas -de haberse desarrollado- habrían cambiado totalmente la faz del mundo... Entre ellos figuran el norteamericano Bobson, que no está lejos de descubrir el elemento atómico capaz de anular la gravedad; el francés Beloin, inventor de ferrocarriles submarinos; el rumano Gheorghescu, que espolvoreacon sal a los negros de Belém para que sus cuerpos, con un arenque en la boca y vueltos hacia Jerusalén, arriben al Juicio Final en buen estado de conservación; el genovés Felicien Raegge, que intuyó la naturaleza reversible del tiempo;Absalon Amet, relojero de La Rochelle, inventor de un aparato productor de frases, algunas famosas, como la proposición "el infierno son los otros", formulada en 1774...
Los relatos, a la vez cómicos y apaciblemente crueles, que componen estos dos libros -a mi juicio, los más representativos de la prosa de Wilcock- muestran una de las facetas esenciales de una obra múltiple, cuyo espíritu podría resumirse en esta confesión del autor, paradójica y elípticamente feroz: "Describir a los hombres es ejercer la compasión. Tratar a todos por igual: la literatura no tolera la injusticia".
En ocasiones, Wilcock imitaba a sus criaturas. Cuando reemplazó, por algunas semanas, al crítico teatral de Il Mondo (el diario en que, ante todo, era un crítico literario incomparable) se comportó como uno de sus personajes: asistir a las funciones lo aburría a tal extremo que muchas veces reseñó con bastante precisión, minucia e inventiva espectáculos inexistentes, haciéndoles creer a los lectores que se habían dado en Oxford, Tánger u otros lugares... Asimismo, firmaba unas crónicas con seudónimo y otras con su verdadero nombre para entablar polémicas encendidas... Dicen que su "invención" más acabada fue describir la puesta en escena de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein...
Recuerdo que Roberto Calasso me dijo, respecto a Wilcock: "Amaba a Wittgenstein, la poesía y la lectura de Scientific American (así, quizá, lo habría descrito Marcel Schwob); estas tres cosas le procuraban una felicidad suficiente".
Por Héctor Bianciotti
Para
La Nacion
- París, 1998
Ilustración de Héctor Luis Bergandi
Wilcock es un enigma que la literatura argentina podría jactarse de poseer si la literatura italiana no fuese infinitamente más pródiga en enigmas y jactancias.
Hijo único del matrimonio entre una argentina de origen italiano, Ida Romegialli, y un inglés, Charles Leonard Wilcock, Juan Rodolfo Wilcock nació en Buenos Aires, el 17 de abril de 1919. Su padre, que era ingeniero (acaso esto explique la razón que impulsó a su hijo a seguir esa carrera y también a abandonarla al año de haberse recibido) había abandonado a su esposa y a su hijo para regresar finalmente a Inglaterra.
A comienzos de 1940, Wilcock irrumpió en la escena literaria argentina cuando recibió de manos de un jurado que integraban Borges, González Lanuza y Luis Emilio Soto, el premio Martín Fierro por su Libro de poemas y canciones . Tenía entonces veinte años, cursaba cuarto año de ingeniería, era empleado subalterno de la Unión Telefónica y vivía en un modesto departamento de la avenida Montes de Oca 715 junto a su "abuela" suizo-francesa (en realidad era la madrastra de su madre, fallecida en 1939) y al tío Belo, un inglés espectral de parentesco dudoso.
En un lapso de siete años tuvo tiempo de publicar cinco libros de poemas de ascendencia neorromántica -el mencionado Libro de poemas y canciones , Ensayos de poesía lírica (1945), Persecución de las musas menores (1945), Los hermosos días (1946) y Paseo sentimental (1946)-; de editar, junto a Ana María Chouhy Aguirre, la revista Verde Memoria (seis números, entre 1942 y 1944) y de dirigir otra de una exquisitez despótica, Disco (diez números, entre 1945 y 1947). Luego de recibirse de ingeniero, en 1943, fue contratado para trabajar en la reconstrucción del Ferrocarril Transandino en Mendoza, donde vivió una suerte de simulacro de destierro prematuro que duró casi un año.
Silvina Ocampo y Bioy fueron sin duda quienes más cerca estuvieron de Wilcock en la Argentina, y su amistad pareció haber rozado la infatuación. Admiraba profundamente la obra de ambos ("Silvina es un Borges", le dijo una vez a uno de sus amigos más cercanos, que era también amigo de la escritora), pasó largas temporadas con ellos en Mar del Plata y, en 1951, los acompañó en un viaje por Europa.
Bioy ha declarado en varias oportunidades que en un comienzo Wilcock le había parecido antipático, caprichoso y arbitrario hasta la exasperación, y que la figura de Oribe, el poeta exaltado y punzante de El perjurio de la nieve , fue inspirada por aquel Wilcock primitivo. "Con una vocecita toda así, como de gato mimoso, solía decirle las cosas más terribles a la gente que se reunía por la revista Sur en Villa Victoria", recordó Bioy en una entrevista.
El autor de "Los Donguis" no sólo era lapidario con la gente de Sur sino que parecía estar dispuesto a corregir con una pose certera las malas posturas de sus contemporáneos más inmediatos. Durante una visita que los integrantes de la generación del 40 hicieron a Baldomero Fernández Moreno, los jóvenes poetas fueron invitados a beber una copa de licor. Uno de ellos, enrolado en el peronismo y que llegó a ser un funcionario eminente, declinó el ofrecimiento diciendo que era un "poeta lactante". En seguida se escuchó el ronroneo malicioso de Wilcock: "Sí... lactante de Marechal". No era sólo debido a su fisonomía de rasgos felinos que Borges lo llamaba "el pumita".
Además de provocar el invariable desdén de sus contemporáneos, Wilcock realizó, con una maestría apenas opacada por la imperiosa necesidad de cobrarlas, una cantidad indefinida de traducciones que van desde lo insuperable, como los Cuatro cuartetos , de Eliot, a lo inevitable, como Conozca la religión , del párroco Fulton Sheen.
A comienzos de 1953, publica Sexto, último libro de poemas en español, que le permite reinventarse como poeta mediante la impugnación sutil, próxima a la autoparodia, de sus propios procedimientos poéticos. Pocos meses después, el rechazo que siente hacia el peronismo lo impulsa a partir rumbo a Londres, donde se desempeñará como comentarista en la BBC y como traductor en la Central Office of Information. A mediados de 1954 regresa al país fugazmente; promediando el 55 vuelve a partir, esta vez a Roma, donde consigue un puesto de traductor para la edición en español de L`Osservatore Romano .
La caída del gobierno de Perón lo trae nuevamente al país y, por un tiempo, retoma la actividad literaria: se publica Los traidores , tragedia en verso escrita en colaboración con Silvina Ocampo hacia 1946; escribe la sección Letras Inglesas en la revista Ficción , vuelve a colaborar en La Prensa y, por unos meses, dirige, junto a Héctor Murena, un suplemento literario en el diario Crítica . Como el clásico destierro de Ovidio en Tomis, a orillas del Mar Negro, durante el gobierno de Augusto, que Wilcock había poetizado como si increpara la reminiscencia de una experiencia futura, las circunstancias reales que lo llevan a exiliarse definitivamente a mediados de 1957 permanecen en el orden de las conjeturas. De todas maneras, resulta paradójico que su decisión de exiliarse coincidiera con la proscripción del peronismo que tanto había aborrecido.
Su anamnesia lingüística le permitió apropiarse del italiano con una rapidez vertiginosa: no parece haber tenido la necesidad de aprenderlo sino de recordar que ya lo sabía. En poco menos de un año pasó de ser un recién llegado sin papeles a transformarse en un colaborador permanente de publicaciones prestigiosas como Il Mondo y la revista Tempo ; más tarde lo sería de diarios como La Voce Repubblicana , Il Messagero e Il Tempo .
En 1960, la editorial Bompiani publicó Il caos, su primer libro de cuentos, escrito originariamente en español, y además obtuvo el premio Lentini de poesía con Luoghi comuni , volumen de poemas que había sido rechazado por varias editoriales argentinas. Simultáneamente fue invitado a participar en el Festivale di Due Mondi, en Spoletto, donde debutó no sólo como autor teatral, sino también como director y escenógrafo, con su obra Il Brasile . Entre sus primeros amigos italianos se cuentan Moravia, Elsa Morante, Ignazio Silone, Nicola Chiaromonte, Pasolini y Ennio Flaiano.
Al año siguiente publicó Fatti inquietanti (profuso sottisier de noticias tomadas de diarios y revistas), y sus traducciones de poemas y de varios capítulos del Finnegan`s Wake fueron incluidas en la edición de las obras de Joyce en italiano publicada por Mondadori. Poco tiempo después edita su propia revista literaria, Intelligenza (dos números, entre 1962 y 1963) y se publican Teatro in prosa e versi (1613) y Poesie Spagnuole , una antología rigurosa de sus libros de poemas publicados en la Argentina, traducidos por él mismo al italiano.
En lo que resta de la década del 60, escribe obras de teatro neoisabelino y una serie de poemas filosófico-descriptivos alrededor de la palabra muerte , La parola morte , que se publicaron en 1968. En 1966, la editorial Adelphi da a conocer su opus magnum como traductor, al publicar su versión al italiano, con prólogo y notas, del Teatro completo de Christopher Marlowe. Ese mismo año, Vittorio Gassman, que era amigo suyo, regresa al teatro luego de varios años de actividad cinematográfica, con una versión de Ricardo III traducida por Wilcock.
Para ese entonces, ya era considerado una figura mítica: gracias a una mistificación sutil pero persistente, su excentricidad y misantropía se habían vuelto proverbiales. Durante los primeros años de exilio había vivido en las afueras de Roma, en el barrio de Capanelle, junto a su hijo adoptivo, Livio Bacchi, en una casa desvencijada, sin muebles, con un pequeño piano y libros amontonados en el piso. Pasaba largos períodos fuera de la ciudad en una casa de campo en Velletri, escribiendo reseñas de obras de teatro para la revista Sipario , traduciendo a Flann O`Brien, a Beckett, a Genet, a M. P. Shiel, y leyendo con fruición de réprobo a Robert Walser, a Henry Green, a Ronald Firbank, a Ivy Compton-Burnett, y a su venerado Wittgenstein.
A comienzos de los años 70, Wilcock volvió a instalarse en Roma, esta vez cerca de la Via Appia Antica, en una casa de Via Demetriade que, según dicen los que lo visitaron, era poco más que una tapera. Flaneur furtivo de la periferia romana, paseaba por los suburbios o viajaba a la playa a bordo de su viejo Volkswagen acompañado por sus perros. Solía calzar unas galochas conspicuas y se vestía mayormente con prendas compradas en negocios de ropa usada, "y aun así lograba ser elegantísimo", según Ruggero Guarini, uno de los escritores italianos que lo considera un maestro. Además de Guarini, Wilcock disfrutó de la amistad y admiración de Roberto Calasso, Sandro Penna, Alberto Arbasino, Giorgio Montefoschi, Ginevra Bompiani, Giorgio Agamben y Luigi Malerba(que lo definió como "un esnob absoluto").
En 1972 publicó La sinagoga degli iconoclasti y Lo stereoscopio dei solitari , dos obras maestras de invención fantástica. En el año siguiente aparecieron, con precisión binaria, I due allegri indiani , compleja novela construida con las divagaciones de un polígrafo virtuoso que parodia todos los estilos posibles en los doce números de una revista hípica, e Il tempio etrusco , una novela alegórica.
A partir de 1973, Wilcock pareció empezar en vivir una especie de exilio dentro del exilio, recluido en su ermita de Lubriano de Bagnoregio (provincia de Viterbo). Allí pasaba sus días traduciendo magistralmente, o reinventando, las Brief Lives de John Aubrey y el Dictionnaire des idées reçues de Flaubert, escuchando Lieder de Hugo Wolf y óperas de Mozart, leyendo novelas policiales, dirigiendo la publicación de las obras completas de Borges en italiano para la editorial Rizzoli, y viendo cómo se confirmaban sus peores sospechas respecto del destino del mundo.
En 1974 se publicó Italienisches Liederbuch (treinta y cuatro poemas de amor) y una reedición corregida de los cuentos de Il caos , Parsifal e altri racconti del caos . Un año después dio a conocer L`Ingegniere, roman á clef epistolar de una sutileza feroz, pero casi imperceptible, que tiene como escenario la Mendoza en la que Wilcock había vivido entre 1943 y 1944, cuando era alternativamente un joven poeta ardiente y un ingeniero refinado.
El último libro publicado en vida por Wilcock, Frau Teleprocu (1976), escrito en colaboración con Francesco Fantasía, es un muestrario de procedimientos irrisorios para acabar con la literatura o con nuestra época (y si es posible con ambas). Póstumamente se publicaron varios libros que ahondan y agudizan la perplejidad y la dicha de sus lectores: Il libro dei mostri (1978), Poesie (1980, recopilación de sus poemas escritos en italiano), L`abominevole Donna delle Nevi (1982), obras de teatro, y Le nozze di Hitler e Maria Antonieta nell`Inferno (1985), nouvelle desmesurada y desopilante escrita con Francesco Fantasía.
Poco antes de cumplir cincuenta y nueve años, el 16 de marzo de 1978, es decir, hace casi veinte años, Wilcock fue hallado muerto en su casa de Lubriano. Un infarto lo había sorprendido mientras leía, recostado en un diván, L`infarto cardiaco , del doctor Alberto Saponaro.
Por Ernesto Montequin
(*)
Para
La Nacion
- Buenos Aires, 1998
(*) El autor de esta nota es escritor y está preparando una biografía de Juan Rodolfo Wilcock.
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